lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la noche.

Cuando salíamos de la sauna, Pilar saludó a un joven. Se había montado en una motocicleta y llevaba una niña con él. “Este ha sido mi masajista”, me dijo. Le pregunté qué tal le había ido. “Muy bien. Me ha estirado músculos que ni siquiera sabía que exitían”. Me alegré de que a mi amiga le hubiera gustado. Estaba relajada y hambrienta. Yo solo hambriento. La noche de nuestra llegada habíamos visto en los puestos callejeros un pescado asado y teníamos ganas de probarlo. Eran nuestras últimas horas en Luang Prabang y por lo tanto nuestra última oportunidad para hacerlo. Nos encaminamos hacia el Mercado Nocturno.
   Cuando llegamos al mercado acababa de desembarcar un autobús plagado de turistas. Una horda de farangs había ocupado la mayoría de los puestos callejeros de comida. No teníamos prisa. Podíamos habernos ido a otra parte y volver más tarde, pero cometimos el error de quedarnos. Avanzábamos con dificultad por una callejuela perpendicular a Sisavangvong Road cuando perdí a Pilar. Me había quedado algo rezagado. La masa homogénea de pálida carne caucásica que se me había plantado delante me impedía verla. Caminé esquivando a todo tipo de gente. Un grupo de cincuentones germánicos se detuvo a hablar como si estuvieran a la puerta de misa y no me dejaba pasar; un joven con rastas me echó el humo de su tabaco en la cara; una adolescente americana me pisó. Estaba ya harto y creía que la cosa no podía empeorar cuando me topé de frente con un matrimonio joven, ambos rubios, que llevaban dos niños en brazos y otro en una silleta.
   Después de meter codo a diestro y siniestro conseguí llegar a donde estaba Pilar. Se había plantado delante de un puesto en el que había un cartel que decía que cada plato costaba 15.000 kips y podías llenarlo con la comida que quisieras. Era una especie de bufé libre. Acordé con Pilar que ella cogería pasta y otras cosas a modo de primer plato y que yo me haría con el pez a la brasa. En el puesto había dos vendedores. Una mujer controlaba una esquina y un hombre la otra. El pescado estaba en la zona del hombre. Fui hacia allí y cogí un plato. Cuando el vendedor vio que iba a colocar un pez en él me detuvo. Cogió una especie de bandeja y puso el pescado en ella. Me pidió que esperara unos minutos que lo iba a calentar.
   En menos de quince minutos el vendedor me dio el pescado. Tenía buena pinta. Me dijo que fuera hacia la otra esquina. Me reuní con Pilar a medio camino. Cuando llegamos a donde estaba la vendedora nos pidió que le pagáramos. Como habíamos cogido dos platos pensé que serían 30.000 kips. Resultó que no. Nos pidió 45.000. El pescado costaba 30.000. Ya estábamos con las marrullerías habituales. Entre eso y el agobio por la masificación de gente me estaba cabreando. Para colmo, cuando nos fuimos a sentar en una mesa que estaba casi vacía me dijo que ahí no. Por lo visto no les pertenecía a ellos. Nos indicó que nos sentáramos en una que estaba llena. Apenas había sitio. Me quedé de pie. Estaba bastante enfadado. La vendedora ni se inmutó pero tuvo que leer en mi mirada que estaba para pocas fiestas. Le dije que me iba a sentar en la otra mesa. Ella volvió a señalarme, impertérrita, el mismo hueco que antes. Pilar se sentó y me dijo que hiciera lo mismo. La obedecí a regañadientes. En el mismo sitio que nosotros había una pareja de extranjeros que ocupaban casi todo el banco con sus mochilas. Estaban bien cómodos. No se apartaron ni un milímetro a pesar de que vieron que casi no había espacio para los demás. En momentos así uno lamenta no tener una metralleta.
   Empezamos a comer. No habíamos pedido bebidas. No quería darle ni un kip más a esa vendedora. Para mi sorpresa, tanto la pasta como el pescado estaban excelentes. De hecho, de todas las comidas que habíamos hecho en Luang Prabang estaba siendo la más sabrosa. El resto de los farang fueron levantándose de la mesa. Por lo visto tenían que retornar al autobús. Por fin teníamos sitio y buena comida. Me tranquilicé. El enfado se diluyó y su lugar fue reemplazado por la satisfacción. Pese a que soy más de carne que de pescado, aquel animal del Mekong hizo que me reconciliara con el mundo.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 2 de noviembre de 2016 por la mañana.

Nuestro avión a Chiang Mai salía a mediodía así que nos tomamos esa mañana con calma. Nos levantamos tarde y desayunamos con parsimonia. Después fuimos a la recepción a pagar la estancia. En suspenso estaba cuánto nos cobrarían por el traslado del aeropuerto al hotel del día de nuestra llegada. Habíamos contratado ida y vuelta al aeropuerto por doce dólares, pero la ida había sido algo accidentada. Nuestro vuelo había llegado con retraso y el conductor del hotel no nos había esperado. Habíamos cogido un taxi que luego fue pagado por el recepcionista del hotel. Vi el billete que le dio. En aquel momento yo desconocía su valor pero para entonces ya sabía que era de 20.000 kips. Por lo tanto, el precio laosiano para un traslado del hotel al aeropuerto era de unos 2,5 dolares. Estaba intrigado por ver cuánto nos cobraban a nosotros.
   El recepcionista hizo las cuentas. Nos dijo el precio de la habitación. Ningún problema; era el que habíamos contratado por internet. Se portó bien y no nos cobró nada por el primer traslado al aeropuerto. Fue un detalle elegante que nos sorprendió gratamente. Como el hotel tenía sus propios taxistas le preguntamos cuánto nos cobrarían por llevarnos al aeropuerto. Su respuesta fue “doce dólares”, ya que habíamos contratado ida y vuelta. Eso sí que no nos sorprendió. Estábamos en Luang Prabang. Le dijimos que no nos interesaba. Ya buscaríamos nuestro propio taxi. Por delante de la puerta pasaban tuk-tuks constantemente. Pilar le pidió una factura y el recepcionista le comentó que nos la preparaba en un momento y que cuando bajáramos para irnos ya estaría lista.
   Subimos a la habitación. Teníamos media hora para descansar y acabar de hacer las maletas. Aprovechamos para calcular cuánto deberíamos pagar por el taxi al aeropuerto. Si a un laosiano le cobraban 20.000 kips a un farang le cobrarían, al menos, el doble. Como no sabemos regatear tendríamos que abonar un plus. Por lo tanto, decidimos que como máximo pagaríamos 50.000 kips. Era una cantidad generosa para ellos y no desproporcionada para nosotros (unos 5,5 euros). Con todos los deberes hechos, cogimos las maletas y bajamos a la recepción. La factura estaba preparada. Todo correcto... o tal vez no. Ahí había un tipo que tenía toda la pinta de ser un conductor. “Creo que nos está esperando un chófer”, dijo Pilar. “Será para otros. Nosotros ya hemos dicho que no queremos”, afirme con determinación. Vale, lo admito, en ocasiones no me entero de la fiesta. Era un conductor y era para nosotros. De hecho, para cuando nos quisimos dar cuenta ya había cogido la maleta de Pilar y la sacaba hacia la calle. El recepcionista hizo lo mismo con la mía.
   Tardé un rato en reaccionar, tanto que para cuando lo hice ya estábamos junto al coche. Aun así, no estaba dispuesto a subirme en él sin haber acordado un precio que me pareciera adecuado. Era cansino y exasperante tener que andar siempre así. “¿Cuánto cuesta el traslado al aeropuerto?”, le pregunté al recepcionista. No lo hice con hostilidad, que era lo que se merecía, pero sí con la suficiente autoridad para que se diera cuenta de que no íbamos a aceptar cualquier precio. “Cincuenta mil kips”, me respondió. ¡Diana! Era justo lo que habíamos pensado pagar. Nos subimos al vehículo y partimos en dirección al aeropuerto.
   El día de la llegada a Luang Prabang el aeropuerto me había parecido bastante cutre. Por la noche y cansado uno tiende a ver las cosas peor de lo que son. Esa mañana, en cambio, hacía un sol radiante y estábamos en plena forma así que, aunque modesto, me pareció un edificio digno. Mi impresión del lugar mejoró más al realizar los trámites burocráticos. Facturamos y pasamos el control de seguridad en muy pocos minutos. Relajados porque todo había ido bien nos sentamos a esperar la hora de embarque. Llevábamos un rato leyendo tranquilamente cuando Pilar soltó una carcajada. “¡Mira!”, me dijo, “ya sé dónde me voy a dar un masaje cuando estemos en Chiang Mai”. Me mostró su guía para que le echara un vistazo. Leí lo que ponía. Había un centro en Chiang Mai que empleaba a mujeres que habían estado en la cárcel como masajistas. Era una forma de evitar que sufrieran exclusión social. Aunque la idea me pareció muy buena yo no estaba dispuesto a dejar mis vertebras a su merced. Según ponía en la guía, te daban un masaje “enérgico”. Esa palabra me intimidaba un poco. A Pilar, en cambio, la vi decidida a aceptar el reto.
   Estábamos tan cómodos y relajados en aquel lugar que no fuimos conscientes de que el tiempo pasaba, y de que lo hacía rápidamente. Un tipo se colocó delante. Pilar y yo estábamos a lo nuestro, pero aun así notamos su presencia. Nos quedamos mirándolo intrigados. Era un empleado de una compañía aérea. “¿Van a Chiang Mai?”, nos preguntó. Entonces nos dimos cuenta de lo que ocurría. Pilar puso cara de espanto. Yo miré mi reloj y vi que faltaban menos de veinte minutos para la salida de nuestro avión. Nos habíamos relajado tanto que estábamos a punto de perder el vuelo. Le dimos las gracias al empleado y salimos disparados hacia la puerta de embarque. Afortunadamente, nos habían esperado. Un rato después contemplábamos Luang Prabang desde el aire. Me resultó extraño ver la ciudad y que no oliera a brasas.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 2 de noviembre de 2016 por la tarde.

Llegamos a Chiang Mai a la hora prevista. Cogimos las maletas y pasamos los trámites burocráticos sin incidencias. En la puerta de salida nos esperaba el conductor del hotel. Habíamos contratado el servicio por internet a un precio de 300 bats (unos 9 euros). Tardamos unos veinte minutos en hacer el trayecto desde el aeropuerto al hotel. En la recepción todo el personal eran mujeres. Había cuatro. Una de ellas, la más veterana, vestía de un modo diferente y parecía la jefa. Nos atendió ella. Decidimos pagar la cuenta por anticipado. Tuvo un detalle y el traslado en el coche nos lo rebajó a 200 bats sin que nosotros se lo hubiéramos pedido. Apenas estuvimos unos minutos en la habitación; justo lo necesario para vaciar las maletas.
   Chiang Mai es un peligro para el peatón. Hay pocas aceras y las que hay son estrechas. En el centro de la ciudad no hay ningún semáforo y los que hay en la periferia están en verde unos diez segundos y la mayoría de los coches no los respetan. Cruzar una calle es toda una prueba de supervivencia. Teníamos un mapa que nos habían dado en la recepción. Pronto fuimos conscientes de que servía para poco. Solo algunas avenidas tenían cartel con su nombre y en muchas de ellas únicamente en tailandés. A los diez minutos de haber salido del hotel ya nos habíamos perdido. Estábamos mirando el mapa cuando se nos acercó un joven. En las guías de Tailandia recomiendan tener cuidado con la gente que ofrece su ayuda. Aquel chico no nos generó ninguna desconfianza. No vestía de oscuro pero llevaba un lazo negro sujeto a la manga con un alfiler. Todavía estaba en vigencia el luto por el Rey de Tailandia. La mayoría de la población lo respetaba. El joven nos preguntó a dónde íbamos. Le mostramos el mapa y le dijimos la dirección. Nos guió. Fue muy amable, como la mayoría de los tailandeses.
   Esa tarde no hicimos gran cosa. Visitamos un par de templos próximos a nuestro alojamiento. Me parecieron más espectaculares que los de Luang Prabang. Además, estaban adornados con flores con motivo de la muerte de Bumibhol lo que los embellecía más. En uno de ellos dos chicas europeas nos preguntaron dónde estábamos. Eran incapaces de ubicarse en el mapa. No me sorprendió. Les dije la zona aproximada en la que nos encontrábamos, aunque sin mucha seguridad.
   Chiang Mai había sido una ciudad amurallada y eso se notaba. Las calles en las que había estado la muralla delimitaban un cuadrado que era el núcleo turístico; el equivalente al casco antiguo de una ciudad europea, solo que mucho más feo. Si exceptuábamos los templos, que realmente merecían la pena, el resto de la ciudad no llegaba al aprobado en estética.
   Tras haber paseado un par de horas entramos a una agencia turística. En los alrededores de la ciudad había algunas atracciones que la mayoría de las guías recomendaban. A mí no me gustan las excursiones organizadas. Cuando estoy de vacaciones prefiero ir a mi aire. Sin embargo, si queríamos ver algo más que Chiang Mai no quedaba otra alternativa que contratar alguna. Optamos por una que era de lo más completa: visita al Templo Blanco, a las casas negras y al poblado de las mujeres jirafa. La haríamos al día siguiente. Cuando salíamos de la agencia nos abordó un farang. Estaba totalmente perdido. Por lo que nos dijo, llevaba varias horas intentando encontrar su hotel. En esta ocasión pudimos ser útiles. Sabíamos dónde estábamos. Sacamos el mapa y le mostramos como llegar a su destino. Mientras estábamos en ello se nos acercó una mujer. Tendría unos treinta y muchos años mal llevados. Se ofreció a ayudarnos. A diferencia de lo que nos había ocurrido con el joven anterior, no nos inspiró ninguna confianza. Era amable, casi embaucadora, pero del mismo modo que una serpiente ante un ratón. Quizá fueran prejuicios nuestros debido a una cuestión estética. Tenía unas venas muy marcadas en la mandíbula que le conferían un aspecto de hechicera. Desde luego, a mí toda ella me daba repelús. Cualquiera puede timarte, eso es indudable, pero es más fácil que lo haga alguien atractivo. A esa mujer, que tal vez solo tenía buenas intenciones, la largamos rápidamente, aunque de un modo educado.
   Para cenar me apetecía un sitio tranquilo. Encontramos un restaurante familiar que nos dio buena impresión. Era muy sencillo pero parecía limpio. Solo había dos mesas ocupadas. En una había una pareja joven de extranjeros. En la otra estaban sentados una niña y un adolescente: los hijos de los dueños. El padre era el que atendía al público y, supusimos, la madre la cocinera. Nos tomaron la comanda. Pedimos un plato cada uno y otro para compartir. Los platos nos los sirvió la niña. Avanzaba con ellos totalmente concentrada para que no se le cayera nada. Pilar estaba encantada con ella. El padre la miraba orgulloso. La comida me gustó. Eran platos sabrosos pero sin estridencias. En los días en que estuve en Chiang Mai descubrí que era un buen lugar para disfrutar de la comida tailandesa. Yo me había hecho a la idea de que la gastronomía en ese país era rara, casi extravagante. Supongo que estaba influenciado por algunas imágenes que había visto en la televisión del mercado chino de Bangkok. Uno se imagina que lo que sale en esos reportajes es lo que la gente come, pero no es así. En Chiang Mai hay montones de restaurantes familiares, casi todos con unos precios excelentes, en lo que comes lo mismo que los tailandeses. Después de haber pasado por unos cuantos puedo afirmar que la comida tailandesa es bastante normal. Los tres elementos principales que la componen son el arroz, los fideos y el pollo. Quizá lo más llamativo sea el picante, aunque están acostumbrados a cocinar sin él para no dañar el fino paladar de los farang.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 2 de noviembre de 2016 por la noche.

El hotel que habíamos cogido en Chiang Mai era bonito pero poco práctico. A mí me gusta dormir en la más absoluta oscuridad y en silencio. Nuestra habitación no me ofrecía ninguna de las dos cosas. No había persianas y las cortinas eran traslúcidas. La ventana, un vidrio delgado enmarcado en cuatro maderas, no cerraba bien. Afortunadamente, no daba a la calle sino a la piscina por lo que nos evitábamos el ruido del tráfico. Junto al hotel había un templo. Desde la ventana veíamos sus jardines, sus charcas naturales y el edificio principal.
   Nos acostamos temprano, a eso de las once de la noche. Me sorprendió que desde el templo nos llegara el sonido de unos cánticos. Estarían celebrando algún tipo de rito. Estaba tan cansado que me dormí a pesar de ellos. No llevaría ni una hora en la cama cuando me despertó un ruido repetitivo y estridente. Era el canto de los grillos. No era la primera vez que oía algo así, por supuesto, pero esos grillos eran los tenores de los grillos. Cantaban a un ritmo frenético y a un volumen ensordecedor. A los veinte minutos de haberme despertado ya estaba histérico. Los malditos bichos esos no callaban. Me acerqué a la ventana a ver si podía cerrarla mejor. Nada, esos cuatro tablones no daban para más. Pilar también estaba despierta. Además del ruido, había otra cosa que le impedía conciliar el sueño. Le dolía la espalda. El masaje empezaba a pasarle factura. Esos músculos que no sabía que tenía antes de que se los estiraran le estaban recordando que existían y que no iban a permitir que los olvidara. Por su tono de voz deduje que el masaje con las ex presidiarias había dejado de ser una opción. Me acosté.
   No lograba dormirme. Como mucho daba alguna cabezada. Me estaba pasando la noche en un duermevela. En uno de mis despertares me pareció que el ruido era todavía mayor que al principio. Presté atención. Además de los grillos se oían ranas. Las muy anfibias gritaban como locas. Estas también eran las tenores de las ranas. ¡Qué manera de croar! Aquello era horroroso. Eran peor que los grillos. Añoré el asfalto y el cemento. Quizá no sean muy románticos ni naturales, pero desde luego son infinitamente más silenciosos que esos jardines y charcas. Si hubiera tenido un veneno capaz de matar a todos esos bichos creo que lo hubiera utilizado. Decidí que cuando en un restaurante viera ancas de rana las pediría. Su aspecto me da asco pero me las comería por venganza; como esos guerreros que arrancan el corazón a sus enemigos y se lo comen crudo.
   Debían de ser las cuatro de la mañana y ya me había levantado unas tres veces para ir al baño. No por necesidad, sino por hacer algo. Me iba a volver loco con tanto ruido. Pilar estaba aun peor que yo. La espalda la estaba matando. Aun así, como ella es una estoica apenas se quejaba. Yo, en cambio, no hacía otra cosa que protestar. Acababa de decir que aquello no podía ser más insoportable cuando tuve que tragarme mis palabras. La cosa se puso aun peor. Se desató una tormenta tremenda. Al ruido de los animales se añadió el de las fuerzas de la naturaleza. Los truenos sonaban como obuses y la lluvia caía con tanta fuerza que el vidrio de nuestra ventana parecía que iba a quebrarse. Enterré mi cabeza debajo de la almohada intentando aislarme de todo aquello pero lo único que conseguí fue medio asfixiarme. Aquel estruendo infernal era invencible. Estuve despierto hasta las seis de la mañana, hora en la que habíamos decidido levantarnos. Cuando estuve preparado para bajar a desayunar se calló la última rana. Supuse que sería un macho que no había conseguido aparearse. Le deseé de todo corazón que muriera virgen. Ojalá nunca una rana se dignara a procrear con él.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 por la mañana.

El horario del desayuno comenzaba a las siete de la mañana. Supuestamente a esa hora nos venían a buscar para la excursión. Habíamos preguntado en recepción si podían prepararnos una bolsa con comida para llevar pero nos dijeron que abrirían el restaurante un poco antes para que saliéramos ya desayunados. A las siete menos veinte ya estábamos delante de la puerta del comedor pero todavía no estaba preparado. No éramos los únicos que tenían excursión ese día. Había varios grupos que también esperaban al desayuno. Salvo una pareja de chilenos el resto eran asiáticos, aunque no del mismo país. Había japoneses, chinos y tres jóvenes que bien podrían ser tailandeses de Bangkok.
   No abrieron el comedor hasta las siete menos diez. Casi nada de lo que había me apetecía pero no podía salir en ayunas. Engullí unas tostadas, un zumo y a correr. Para las siete ya estaba preparado. Las personas que teníamos excursión nos quedamos en la zona de la piscina, que estaba próxima a la recepción y separada de la calle por una vaya de madera. Fueron llegando guías turísticos que se llevaban a sus clientes. El nuestro no apareció hasta las siete y media. Era un hombre mayor, posiblemente más de sesenta años, delgado y fibroso. Parecía curtido en mil batallas. No hablaba español. La excursión sería en inglés. Se le entendía muy bien, mucho mejor que a Hai.
   El guía nos acompañó hasta el vehículo: la típica camioneta con varias filas de asientos. Casi todos estaban ocupados. En la misma excursión iba una pareja joven china, tres parejas de polacos y nosotros. Nos pusimos en marcha pero paramos enseguida. Se montó otra pareja, estos españoles. Salvo un asiento suelto, situado en la fila delantera junto a la pareja de chinos, todo el vehículo estaba ocupado. Los cuatro españoles estábamos juntos en un único banco en la última fila. Casi no cabíamos. El guía nos dijo que pasáramos alguno al asiento libre junto a los chinos, pero declinamos la oferta. Queríamos ir cada oveja con nuestra pareja.
   No me gustan los viajes organizados, ya lo he comentado antes. Ir tan hacinados no parecía un buen principio. De todos modos, tengo que decir que el grupo era muy bueno. Los polacos eran educados, los chinos silenciosos y la pareja de españoles muy simpáticos. Con estos últimos entablamos conversación enseguida. Como llevaban varios días en Chiang Mai nos dieron unos cuantos consejos útiles. Nos recomendaron algunos lugares para comer y visitar y también el precio de algunas cosas para que regateáramos con fundamento.
   Aunque iba muy incómodo por la falta de sitio me quedé dormido enseguida. Me desperté cuando llegamos a nuestra primera visita turística. Se trataba de una zona montañosa en la que había un par de géiseres. Supongo que en su momento el lugar habría sido pintoresco y bonito pero se había convertido en un complejo de tiendas sin demasiado interés. Los surtidores apenas llamaban la atención entre tantos edificios. Pasamos ahí media hora, que yo aproveché para comprarme otro sombrero. El de Laos era demasiado colorista para pasearme por un país en pleno luto. El nuevo era negro y sobrio.
   El siguiente destino de nuestra excursión era el Templo Blanco. Teníamos que hacer unas dos horas de carretera para llegar. Después de diez minutos de viaje ya estaba agobiado por la falta de espacio. No tenía sitio ni para respirar. Lo de ir cada oveja con su pareja ya no me parecía tan buena idea y estaba dispuesto a abandonar a Pilar. En cuanto parásemos le diría al guía que cambiaba la compañía de mi amiga por la de los chinos. No se puede tener todo en la vida. Ganaba en comodidad pero perdía en entretenimiento: tenía la certeza de que con los chinos no iba a divertirme demasiado.
   El Templo blanco (Wat Rong Khun) es un edificio que comenzó a construirse hace unos pocos años. Todavía no está terminado. Está cerca de Chiang Rai. A pesar de que para llegar nos habíamos pegado una buena kilometrada (entre Chiang Mai y Chiang Rai hay más de tres horas de viaje) nada más verlo pensé que había merecido la pena el esfuerzo. Es original. La estructura recuerda a la de los templos de toda la vida pero tiene detalles muy novedosos. Por ejemplo, el color que, obviamente, es blanco. Además, por toda su superficie hay pequeños espejos que hacen que brille. Casi ninguna pared es lisa. Hay multitud de figuras y formas. Todos los elementos decorativos, que son muchísimos, tienen algún significado. Es un sitio en el que te podrías pasar horas mirando los detalles. El problema es que no tuvimos ese tiempo ni tampoco la tranquilidad para hacerlo. Había centenares de turistas. De hecho, para entrar al templo principal íbamos en fila india mientras por megafonía nos invitaban, en todos los idiomas conocidos, a no detenernos ni para hacer una foto. Ese fue el principal inconveniente del sitio, que no pudimos disfrutarlo con tranquilidad.
   En el Templo Blanco me había sentido agobiado por la gente. Cuando vi la masa de humanidad que se apelotonaba en el restaurante al que nos llevaron a comer mi agobio se convirtió en ansiedad. Me puse más blanco que el propio Templo.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 al mediodía.

Junto al Templo Blanco había un restaurante al que nos llevaron a comer a todos los excursionistas. En la puerta del local, nuestro guía nos dio a cada uno una tarjeta por valor de 100 bats (unos 3 euros). Con esa tarjeta te comprabas lo que querías, o lo que podías. El sitio no era demasiado grande. Tenía una barra larga en la que pedías la comida y un montón de mesas para sentarte. Cuando entramos debía de haber ahí más de doscientas personas. El barullo era impresionante. Desconozco las medidas de seguridad en cuanto a aforo de los locales de Tailandia pero o son muy laxas o no existen o ese sitio no las respetaba. A mí me da lo mismo comer una cosa que otra, y más cuando estoy de viaje. Lo que no soportaba de aquel restaurante era el hacinamiento. Estaba a punto de optar por ayunar cuando Pilar decidió tomar las riendas. “Ya pido yo”, se ofreció. Supongo que vio mi cara y pensó que o hacía algo o yo desaparecía de allí por la vía rápida. En ese momento se nos acercó la pareja de españoles. Ellos ya habían pedido y sabían cómo funcionaba aquel lugar. Nos dieron algunas instrucciones de las que Pilar tomó buena nota. Yo estaba superado por la situación así que no se podía contar conmigo. “Busca un sitio para sentarnos”, me pidió Pilar. Creo que tenía sus dudas de que fuera a ser capaz de hacer algo tan simple. Eché un vistazo al local. Ni una mesa libre. ¡Cómo iba a haberla si no había sitio ni para estar de pie! Allí ponías a un antropofóbico y moría en el acto.
   Vi a Pilar hacer una inmersión en aquel amasijo de cabezas, troncos y extremidades. Me recordó a los delfines cuando nadan bajo una ola. A saber por dónde salía, si es que salía. Me dirigí hacia un extremo. Había visto una mesa libre. Estaba acercándome cuando me vi superado por una viejecita asiática que, como el velero bergantín, no cortaba el mar sino volaba. Pasó a mi lado a la velocidad del rayo y me dejó sin mesa y con dos palmos de narices. Estaba muy ágil, la viejecita. Seguro que luego a sus amigas les contaba que tenía artrosis, artritis, fibromialgia y mil enfermedades incapacitantes más, pero en ese momento no se le notaban.
   Estuve a la deriva un rato por aquel mar de humanidad hasta que se me acercó una empleada del restaurante. Debió de darse cuenta de que o me ayudaba o no conseguía un sitio ni en toda la eternidad. Me acompañó a una puerta lateral y luego me señaló hacia unas mesas que había en la calle. Estaban junto a unas basuras y tenías que sentarte en una especie de tronco cortado, pero como se trataba de una callejuela tranquila y no había nadie me pareció el paraíso terrenal. Dejé el sombrero a modo de marca territorial y entré para avisar a Pilar de que estaba allí afuera. Tardé unos diez minutos en dar con ella. La hallé, exactamente, en el otro extremo. No estaba nada agobiada. Al contrario, se había hecho dueña de la situación. Había comprado dos platos de comida, tres botellas de agua y todavía le quedaba dinero en las tarjetas para algo más. En fin, una crack de la microeconomía de supervivencia.
   Nos sentamos en la mesa. Teníamos un plato de pasta y otro de arroz. No estaban mal pero tuvimos que tragárnoslos rápido porque solo nos habían dado media hora para comer y habíamos necesitado unos veinte minutos para hacer la comanda. Aun así, me dio tiempo hasta de lavarme los dientes. Lo único positivo de aquel sitio es que adyacente al restaurante había unos baños con varios lavabos altos. Creo que tuve que pagar veinte bats por entrar pero fue un dinero bien invertido. Me pude limpiar la boca sin necesidad de hacer contorsionismo ni de pringarme la ropa, que es lo que tienes que hacer en la mayoría de los sitios cuando te quieres lavar los dientes. Siempre he pensado que los que diseñan los lavabos tienen cabezas microscópicas, que les caben en cualquier espacio, y articulaciones tan elásticas como una gimnasta soviética. Esa es una de las explicaciones que se me ocurre para que les parezca lógico poner el grifo casi pegado al desagüe. La otra es que viajen siempre con un vaso encima.
   Cuando estuvimos junto a la camioneta le comenté al guía que prefería sentarme solo adelante que con Pilar atrás. Sonaba a acto de traición, pero qué le vamos a hacer. Soy un blando y un comodón. “¿No te había dicho al principio que te sentarás ahí?”, me dijo el guía en un tono casi acusatorio. Lo ignoré. Una de las frases que más detesto es la de “ya te lo había dicho”.
   Nos pusimos en marcha camino de la Casa Negra (Baandam Museum). Muchas veces las llaman el Templo Negro, pero en realidad no es un templo. Se trata de un museo. Como también está en la zona de Chiang Rai llegamos en unos pocos minutos. El guía nos dio una hora para visitarlo. Nos bajamos de la camioneta y nos adentramos en aquel lugar.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 por la tarde.

La Casa Negra, que no es una única casa sino un conjunto de edificios, es un lugar pintoresco. Para empezar, los propios edificios son bastante llamativos. La mayoría son de madera negra con tejados en punta y muy verticales, más propios de una zona donde nieve mucho que de un lugar como Chiang Rai. De todos modos, también hay un par de color blanco con forma semiesférica que recuerdan a la mitad de un huevo cocido. Todo el conjunto está en un prado muy bien cuidado por el que resulta agradable caminar. El lugar es la obra de un artista polifacético llamado Thawan Duchanee que falleció en el año 2014. Supongo que era un hombre muy ecléctico porque dentro de los edificios te encuentras cosas de lo más variadas: pieles de animales, cornamentas, pinturas y esculturas, columnas talladas... Muchas de sus obras hacen referencia a Buda y tal vez por eso se ha confundido el lugar con un templo. A nosotros nos gustó. Además, aunque estábamos muchos turistas como el lugar es muy amplio no tienes agobio y puedes contemplar las cosas con cierta calma.
   Desde el Baandam Museum nos dirigimos al poblado de las mujeres jirafa, que no era un poblado sino un mercadillo. Para entrar en él había que pagar. La pareja española no había contratado esa parte de la excursión. Unos amigos les habían comentado que era un montaje y que las mujeres solo se ponían los collares cuando llegaban los turistas. Los chinos tampoco la habían contratado. Por lo tanto, solo entramos en el recinto los polacos y nosotros. El guía nos acompañó. Según nos dijo, las mujeres procedían de Birmania, al igual que él, y vivían de lo que vendían. También nos explicó que no había problema en hacerse fotos con ellas, pero que en ese caso les compráramos algo a modo de gratificación.
   El mercadillo no era más que una calle limitada por tiendas. Nada más entrar te encontrabas un puesto a la derecha y otro a la izquierda. En el de la derecha había una joven muy atractiva. Tenía el rostro muy dulce. Rodeaban su cuello un buen número de anillos dorados, quizá una docena o más, por lo que sí daba la impresión de tenerlo más largo de lo normal. A su lado tenía un aparato para tejer antiguo. Era de madera. “Ellas mismas fabrican lo que venden”, nos dijo el guía. Tenía expuestos, principalmente, artículos fabricados con algodón: pañuelos, bolsos, pantalones... Quería hacerme una foto con esa chica pero en ese momento había demasiados turistas rodeándola así que nos dimos media vuelta y pasamos al puesto que estaba enfrente de ese. Ahí la vendedora era una niña. Al igual que la anterior, también era muy guapa y portaba su collar, aunque en este caso con muchos menos aros. Era una criatura tan encantadora que quisimos comprarle algo. La verdad es que nada de lo que vendía nos gustaba pero por ayudarla nos hicimos, tras un breve regateo, con dos figuras de madera a cada cual más horrible. El guía nos dijo que las fabricaba el padre de la niña. Obviamente, no era un gran artista aunque había que darle el merito de tener una hija preciosa.
   Del puesto de la niña pasamos a otro en el que estaban una madre con un niño pequeño. A Pilar se le desató el instinto maternal. Quería una foto allí, sí o sí. A pesar de que no los necesitábamos, compramos dos pañuelos. Aquellas vendedoras eran criaturas adorables y nos tenían hechizados. Los anillos dorados que rodeaban sus cuellos debían de tener un efecto hipnótico porque caímos en el consumismo más radical. De ese puesto pasamos a otro en el que también compramos dos pañuelos. El número de fotos junto a mujeres jirafa iba en aumento.
   Se nos acercó el guía y nos dijo que había una niña que hablaba español. La llamó. Salió de su puesto y se acercó a nosotros disparada. Tenía una labia impresionante. En dos minutos Pilar estaba cautivada. La seguimos a su tienda como si su verborrea fuera el sonido del flautista de Hamelin y nosotros ratas. Creo que Pilar le compró un pantalón. A esas alturas había perdido la cuenta de las cosas con las que nos habíamos hecho, pero seguro que con muchas más de las que necesitábamos.
   Mientras íbamos hacia el puesto de la niña hispanohablante pasamos junto al tenderete de una mujer mayor que tenía el cuello, realmente, de jirafa. Fue verla y saber que tenía que hacerme una fotografía con ella. En cuanto pudimos fuimos para allí. El guía nos dijo que era la madre de la joven y de la niña que ocupaban los puestos del principio. No era tan guapa como ellas y por su aspecto parecía más su abuela que su madre. Tenía el cuello tan estirado que me daba pena. Sin duda era una práctica nada saludable. Quisimos regatear por unos pañuelos pero estábamos entregados y la mujer nos caló. Sabía que compraríamos lo que ella quisiera al precio que fuera. Así lo hicimos. Otro par de pañuelos a la mochila, esta vez a un precio de farang muy farang. Aun así, mereció la pena. Nos hicimos varias fotografías con ella. A mí me puso un collar de aros dorados al cuello. Era del tamaño niña, por supuesto.
   Al ir a salir del mercadillo pasamos junto al puesto de la joven que tenía el telar. Esta vez no había turistas. Era un criatura adorable y quería una foto con ella. Conclusión, otro par de pañuelos más a la mochila.
   Una vez fuera hicimos cuentas y fuimos conscientes del dinero que nos habíamos gastado. Para ser lo que habíamos comprado productos “made in Tailandia” la cifra no había sido nada despreciable. De todos modos, eran bats bien empleados si habíamos logrado ayudar a aquellas personas. La cuestión era si realmente las habíamos ayudado. Pilar tenía sus dudas. La noté preocupada. “Si les compras igual fomentas que siga habiendo mujeres jirafa y si no lo haces de qué van a vivir”, dijo en voz alta, aunque más parecía una reflexión. “No podemos saber qué es lo mejor para ellas, pero me ha parecido que mientras les comprábamos se divertían y eran felices”, le dije. No era una frase creada para tranquilizarla. Realmente pensaba que había sido así.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 por la noche (parte 1)

Siempre suelo decir que lo peor de un viaje es el viaje. Es decir, el desplazamiento. Tras nuestra visita a las mujeres jirafa habíamos completado la excursión pero debíamos volver a “casa”, de la que nos separaban casi cuatro horas de carretera. Se trataba de ir a Chiang Rai y de allí a Chiang Mai.
   Algo que había constatado en los días que llevaba de vacaciones era que en esos países el uso del aire acondicionado era generoso. Por si acaso el conductor ponía el de la camioneta muy fuerte me había llevado un jersey. Fue una buena previsión. Hubo un momento en que la temperatura dentro del vehículo no superaría los dieciocho grados. Tanto frío hacía que los polacos pidieron al guía que bajara el aire. “Vosotros deberíais estar acostumbrados”, les respondió este. “Bastante frío pasamos todo el año como para querer pasarlo también aquí”, le replicó uno de los polacos. Creí que el guía escucharía su petición pero no hizo ni caso. Seguimos con el aire a la misma temperatura. Yo iba relativamente abrigado así que no lo pasé mal. De todos modos, viendo la actitud del guía la opción de darle algo de propina había quedado descartada. No sé qué tal se lo tomarían los polacos. Me imagino que no muy bien, aunque como los tenía detrás no pude ver sus caras. A la que sí vi fue a la china. Iba con ropa de verano, como era lógico. Sin embargo, en aquella camioneta estábamos igual que dentro de un frigorífico. La pobre chica, que era poca cosa, parecía un pajarillo. Se le notaba que estaba helada. Durante el viaje adoptó todo tipo de posturas para protegerse del frío. Creo que después de aquello podría haberse dedicado a trabajar en un circo como contorsionista.
   El viaje se me hizo tremendamente aburrido. No me había llevado ninguna novela, el paisaje no era especialmente llamativo y no conseguía conciliar el sueño. Ni siquiera las posturas imposibles de la china, algunas de ellas muy meritorias, conseguían distraerme. Además, pese a la ropa que llevaba, tras más de tres horas quieto me había quedado pasmado. Ansiaba el momento de salir a la calle y disfrutar de la temperatura de Chiang Mai, que a mi parecer era la perfecta: veintitrés grados. El vehículo tenía que dejarnos a cada uno ante la puerta de nuestro hotel. El guía, que debía de tener tantas ganas de perdernos de vista a nosotros como nosotros a él, nos dio la opción de bajarnos en el Mercado Nocturno, que estaba a una media hora de nuestro alojamiento. Yo estaba deseando salir de ahí. Me hubiera bajado en cualquier sitio, incluido el infierno donde seguro que estaba bien calentito, así que lo del Mercado Nocturno me pareció una opción excelente. Lo consulté con Pilar y estuvo de acuerdo. Le lanzamos al guía un adiós que sonó a un “si te he visto no me acuerdo” y salimos de la camioneta disparados.
   Chiang Mai tiene varios mercados nocturnos pero están unidos unos a otros de modo que yo era incapaz de distinguirlos. Los veía como un único mercado gigante. Cuando llegamos estaban en plena actividad. Se veía una mayor diversidad de productos que en Laos. Mientras que en Luang Prabang casi todo era artesanal en los de Chiang Mai podía comprarse un poco de todo, incluidos aparatos electrónicos. En esa ocasión no prestamos demasiada atención a los puestos callejeros. Teníamos hambre y nuestra prioridad era encontrar un sitio en el que cenar. Nos metimos por unas cuantas callejuelas hasta que dimos con una en la que había varios restaurantes. Intentamos mirar las cartas de los primeros pero no podíamos hacerlo porque enseguida se nos acercaba algún empleado a invitarnos a entrar. Ni a Pilar ni a mí nos gusta que nos agobien. Cada vez que se nos acercaba una de esas personas nos alejábamos. De esta manera fuimos pasando de un local a otro a lo largo de la calle hasta que llegamos a uno en el que el personal que hacía el reclamo para que te quedaras a cenar eran tres chicas jóvenes. En vez de acosarnos lo que hicieron cuando nos vieron fue empezar a gritar como histéricas. No era un grito estridente. Era más bien como el gorjeo de los pájaros. Además, movían las manos como si estuvieran aleteando. Nos hicieron gracia. Nos pusimos a mirar la carta lo que hizo que las chicas aumentaran sus grititos. Era un barullo agradable. El menú nos convenció así que decidimos entrar. Cuando las tres chicas vieron que nos metíamos en el local se pusieron como locas. Eran unas criaturas encantadoras. Pilar imitó su gorjeo y yo me limité a contemplarlas maravillado. El cuarenta por ciento de los hombres que viajan solos a Tailandia lo hace por turismo sexual. Cuando uno está allí lo entiende. Las tailandesas son muy guapas. Desde mi punto de vista las más atractivas de las mujeres orientales. También los hombres de ese país lo son. Tienen una combinación de rasgos asiáticos y occidentales perfecta. Además de guapas, las mujeres son dulces y cariñosas. Es imposible no sentirse seducido por ellas.
   Todo el personal del restaurante era femenino, algo nada raro en ese país. Cenamos bastante bien. Después de llenar la tripa y de que nuestra temperatura corporal recuperara de nuevo los treinta y siete grados nos sentíamos en disposición de regresar al hotel dando un paseo.
   Mientras callejeábamos en dirección a nuestro alojamiento nos topamos con el Mercado de Anusan, que es una calle comercial con puestos a ambos lados y en el centro. En ese momento un grupo de travestis, todos impresionantemente vestidos, anunciaban su espectáculo. Actuaban en un local de esa misma calle todos los días a las nueve de la noche. A Pilar le apetecía verlo así que decidimos que iríamos el sábado a la noche. En ese momento estábamos demasiado cansados tras la excursión y lo que nos apetecía era descansar en el hotel. Queríamos llegar cuanto antes a la habitación. Miramos el mapa. Parecía que iba a ser sencillo. Una calle larga en línea recta, luego girar a la izquierda, recorrer unos doscientos metros, giro a la derecha, otra calle larga y enseguida el hotel. Sí, sí, así de sencillo. A los cinco minutos ya estábamos perdidos. Una hora más tarde seguíamos vagando desorientados por callejuelas oscuras.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 por la noche (parte 2)

El turismo es una fuente de ingresos muy importante para Tailandia. Lo cuidan mucho. El norte del país es seguro para los visitantes. Por ello, aunque andábamos completamente perdidos, era de noche y no se veía un alma por la calle, no estábamos preocupados. Lo que sí estábamos era muy cansados. A mí no me hubiera importado coger un tuk-tuk pese a lo que me desagrada la negociación del precio y el riesgo a que quieran timarme. No se veía ni uno. Además, aunque hubiéramos encontrado alguno, Pilar no habría querido cogerlo. En su caso no era por los motivos que he dado antes sino porque se había tomado como un reto personal el llegar a nuestro hotel caminando.
   Llevábamos dos mapas, a cada cual más inútil. Pilar se acercó a uno de los pocos comercios que vimos abiertos a esa hora y preguntó a la dependienta dónde nos encontrábamos. Le mostró uno de los mapas. La mujer tardó casi diez minutos en orientarse. Por fin señaló una zona. Habíamos ido caminando en dirección contraria. Estábamos mucho más lejos de nuestro destino que una hora antes.
   Siguiendo las indicaciones de la dependienta fuimos avanzando en dirección al centro de Chiang Mai. Estábamos cerca de una de las calles por las que pasaba la antigua muralla cuando volvimos a perdernos. Con unos mapas tan incompletos y con las avenidas sin señalizar era algo inevitable. Yo estaba desesperado y cada vez insistía más en coger un tuk-tuk. Vimos las luces de un hotel y le dije a Pilar que nos acercáramos a ver si había un taxi. No lo había. Pilar sugirió pedir ayuda al hombre de la recepción. Me pareció bien. El recepcionista estaba hablando por teléfono y no quisimos interrumpirle. Por lo visto su conversación era muy interesante porque pasaban los minutos y no colgaba. Esperábamos pacientemente a que terminara, colocados cerca de la puerta principal, cuando salió del ascensor una chica y se dirigió hacia nosotros. Por su aspecto me di cuenta de que era una de esas mujeres de reputación dudosa. Posiblemente acababa de hacer un servicio a uno de los hombres del cuarenta por ciento que viaja a Tailandia para una cosa diferente a la de ver templos. Llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca ajustada que le resaltaba los pechos. Tenía una melena larga y rubia. Portaba gafas de sol pese a ser de noche. “¿Puedo ayudarles?”, nos preguntó. Le explicamos que nos habíamos perdido y que necesitábamos localizar nuestra posición en el mapa. Cogió el plano con resolución y lo miró durante unos segundos. Después levantó la vista y nos echó un vistazo. “¿Están solo ustedes dos?” Era una pregunta extraña. Nos quedamos un poco desconcertados pero respondimos la verdad. Al ver que éramos solo dos dijo algo que no entendí muy bien. A Pilar le ocurrió lo mismo. “¿Ha dicho que si queremos nos lleva en su moto?”, me preguntó Pilar. Le respondí que sí, que a mí también me había parecido que había dicho eso. La chica no esperó a que le contestáramos. Hizo un gesto con la mano y nos invitó a que la siguiéramos. Su ciclomotor estaba aparcado delante del hotel, junto a otros muchos. Lo sacó del lugar en el que estaba estacionado y lo colocó en el asfalto. No había necesitado quitar el candado. Ninguna moto lo usa en Chiang Mai lo que da una idea de lo segura que es esa ciudad. La chica se sentó delante y nos hizo un gesto para que nos montáramos detrás. En condiciones normales no me hubiera montado en una moto ni siendo yo el único que fuera de paquete ni llevando casco. Pero aquel día estaba cansado y desesperado. Quería llegar al hotel y, aunque sabía que aquello no era una buena idea, estaba dispuesto a asumir el riesgo. Supongo que Pilar debía de sentirse igual que yo así que no puso ninguna objeción a montar en la moto. Eso sí, antes de hacerlo soltó su clásico “a ver cómo acaba esto”. Mi amiga se colocó detrás de la chica. Se pegó a ella todo lo que pudo. Aun así, el trozo de asiento que me quedaba era bastante pequeño. Lo miré con temor. Entre el cuero en el que debía sentarme y el asfalto en el que acabarían mis huesos si me caía no había ninguna barrera. Debía mantener mis nalgas en esos, aproximadamente, quince centímetros si no quería dejar mi columna vertebral en las calles de Chiang Mai. Me senté. Me llegó el aroma de la chica. Olía muy bien. Me agarré a su cintura con ambas manos pasando mis brazos a ambos lados de Pilar, que quedó en medio de nosotros dos como si fuera la parte más suculenta de un sándwich. El tacto de la camiseta de la chica era muy suave y contrastaba con la firmeza de la carne que se notaba debajo. Ni Pilar ni yo sabíamos qué hacer con nuestros pies. La chica colocó los suyos encima de unos pedales laterales y nos dijo que nosotros hiciéramos lo mismo. Los de Pilar cupieron pero poner también los míos era imposible. Debía viajar abierto de patas. Eso, unido a ir sin casco, no presagiaba nada bueno. Una vez más, confié en que Buda me protegiera. La chica puso el motor en marcha y nos lanzamos a las calles de Chiang Mai.
   Desde mi posición en la retaguardia veía poco y mal, pero casi era mejor. De vez en cuando, ante mis ojos, aparecía algún vehículo que venía en dirección contraria y me moría de miedo. Las luces de la ciudad pasaban ante mí como en una película de acción. La chica le daba gas a la moto y avanzábamos a una velocidad nada despreciable. No quería cogerme demasiado fuerte a sus caderas para no hacerle daño pero a medida que avanzábamos notaba que mi culo se desplazaba para atrás y ante el temor de caerme mi instinto me obligaba a agarrarme con firmeza. A la chica parecía no molestarle. Tenía una soltura y una determinación que me estaban maravillando. Íbamos tres en una motocicleta, sin casco y circulando por una ciudad caótica en la que las normas de tráfico son pocas y mal respetadas y a ella le sobraba soltura para volverse hacia nosotros y preguntarnos de dónde éramos. Reconozco que la chica tenía educación y esos formalismos se agradecen, pero en aquel momento yo hubiera preferido que fuese mirando hacia adelante y que se hubiera mantenido concentrada en la conducción. Pilar, que apenas se movía por miedo a que nos cayéramos, contestó con un hilo de voz que éramos españoles. Por lo visto la chica había oído hablar de nuestro país porque hizo algún comentario que no entendí. Entre el ruido de la ciudad, el del motor y el hecho de que estaba empleando mis cinco sentidos en mantener mis nalgas en el asiento se me puede disculpar que no me enterase.
   La chica enfiló una avenida grande y después hizo un giro relativamente brusco hacia la derecha. Uno de mis pies golpeó el suelo. Afortunadamente, la suela de la zapatilla era bastante dura. Como ya he dicho antes, veía poco de lo que pasaba a mi alrededor. La cosa empeoró cuando una ráfaga de viento desplazó la melena de la chica y la llevó volando hasta mi cara. Sentí la suave bofetada de su cabello y noté como se me metían sus pelos en la boca. De haber sido yo un buen catador de colorantes podría haber dicho la marca del tinte que usaba. De todos modos, en ese momento ese dato me parecía intrascendente y estaba mucho más preocupado en mantener el equilibrio. A esas alturas ya me agarraba a la cadera de la chica con todas mis fuerzas. Tanto que pensé que le iba a arrancar el apéndice. Iba a ser como esos curanderos filipinos que dicen abrir el vientre solo con los dedos, con la diferencia de que lo de ellos es mentira y lo mío iba a ser real. Me veía cayéndome de la moto y arrastrando conmigo el intestino de la mujer, que se iría desenroscando como si fuera la soga de un ancla. La chica no parecía opinar lo mismo porque seguía conduciendo de lo más relajada. Aprovechó una recta para volverse de nuevo. Cada vez que nos miraba a nosotros en lugar de a la carretera me entraba una congoja tremenda. Nos preguntó dónde estábamos alojados. Pilar le respondió y empezaron una conversación de la que no me enteré de casi nada; en esa ocasión estaba concentrado en no tragarme sus pelos.
   Las calles seguían pasando por delante de mi escaso campo visual a una velocidad demasiado alta para mis frágiles nervios. De vez en cuando la luz de un vehículo que venía en dirección opuesta era capaz de atravesar la capa de cabello que me cubría la cara y me deslumbraba. Estaba aterrado pero mantenía, más o menos, algo de dignidad. Sin embargo, cuando pillamos un pequeño bache, la moto saltó un poco y mi trasero se deslizó un par de centímetros hacia el abismo, enloquecí. Dicen que cuando uno piensa que va a morir ve toda su vida como si fuera una película. Yo pensaba que iba a morir pero no me ocurrió eso. A mí lo que me pasó es que tuve un ataque de risa histérica e incontrolable. Morir a mi edad por un accidente mientras iba montado en una motocicleta conducida por una chica de reputación dudosa, sin casco y compartiendo asiento con dos personas más era demasiado cómico como para que no me saltara la carcajada. No podía parar de reír. Pilar me miró aterrada. Pensaba que con mis espasmos acabaría por tirarnos a todos. La chica, en cambio, seguía de lo más relajada. “¿Estás bien, muchacho?” me preguntó como si nada. “No”, le respondí. “Estoy sufriendo un ataque de pánico”, añadí entre carcajadas. Sonaba poco creíble, pero era la verdad.
   Cuando llegamos a una calle bastante transitada la chica aminoró la marcha. Se veían varios restaurantes y bares. Detuvo la motocicleta ante uno de ellos. El trayecto había finalizado. Me bajé de la moto con dificultad. Me temblaban las piernas. Pilar también pusó pie en tierra con alivio. “El mapa, por favor”, le pidió la chica a mi amiga. Se lo dio. Lo cogió con la seguridad y determinación con que lo hacía todo. Le bastó un vistazo para localizar nuestra ubicación. Indicó con un dedo un punto del mapa. “Estamos aquí”, dijo. “Si seguís esta calle -la señaló en el plano y luego en la realidad- llegaréis a vuestro hotel”. Nos había dejado a unos doscientos metros de nuestro alojamiento. La miré con un agradecimiento eterno y una admiración suprema. Su físico, su determinación, su generosidad y su arrojo me habían enamorado. Le dimos las gracias cinco veces: un par en inglés, otra en tailandés y dos en español. Nos sonrió. Era maravillosa. Había encontrado a mi María Magdalena personal.


Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la mañana.

Cuando llegamos al hotel después de nuestro viaje en moto los grillos cantaban con gran entusiasmo. Aun así, me dormí enseguida: estaba muerto de cansancio. No hubo tormenta ni croaron las ranas. ¡Menos mal! A eso de las cinco de la madrugada me despertó una pesadilla. No estaba estructurada, sino que fue una sensación de angustia intensa pero indeterminada que me trajo a la mente a la mayoría de las cosas que temo: soledad, enfermedad, pérdida de seres queridos... Me afectó tanto que me puse a llorar. No soy de lágrima fácil así que no tengo muy claro qué me ocurrió. Supongo que estaba agotado. Cuando me tranquilicé supe que en el soneto de diciembre debía intentar trasmitir lo que me había ocurrido. Aunque no lo escribí esa misma mañana, sino que lo completé a lo largo del viaje a Tailandia, la semilla de la que crecería ya había sido plantada.
    Esa mañana la dedicamos a ver templos. Estuvimos en varios pero ya no recuerdo sus nombres. Lo cierto es que casi no recuerdo nada de aquellas visitas. Ha pasado más de un mes desde que estuve en Tailandia y mi memoria ya no es lo que era. Solo quedan en mi mente algunos detalles. Por ejemplo, en uno de los templos había unas esculturas realistas de monjes. Estaban muy logradas. Tenían cabello, vello, arrugas y verrugas. Impresionantes. Nos hicimos algunas fotos y en ellas parecen monjes de carne y hueso. Otro detalle que recuerdo es la ofrenda que hicimos en uno de los templos. Justo pasado el umbral de la puerta había una escultura. No era muy grande, algo más alta que yo. La ofrenda consistía en cubrirla con pan de oro. Comprabas una pequeña lámina de ese material y la pegabas en su superficie. Tantas ofrendas había recibido a lo largo del tiempo que ya era casi completamente dorada. Yo le coloqué mi trocito en un brazo. Pilar no sé qué hizo con el suyo pero acabó pringada. Tenía polvo dorado hasta en la nariz. Por lo visto se había hecho la ofrenda a sí misma. El tercer y último detalle que recuerdo de aquellos templos es que en uno de ellos había una reunión de monjes jóvenes. Se veían decenas de niños y adolescentes. Probablemente habían asistido a un curso, o algo similar. La imagen de tantos jóvenes con la cabeza afeitada caminando por los exteriores del templo resultaba muy llamativa, en gran parte debido al contraste de color entre sus túnicas naranjas y el verde de los jardines.
    Aquel día, además de ver templos, hicimos la que para mí fue la mejor compra de todo el viaje: una tarjeta SIM de datos para el móvil. Habíamos leído en las guías que merecían la pena y que se compraban en las tiendas 7-eleven. Un par de veces habíamos entrado en esos comercios y echado un vistazo pero no las habíamos encontrado. Sí habíamos visto que tenían unos cartones que eran para rellenar de gigas la SIM, pero no la tarjeta propiamente dicha. La cuestión es que para comprarla tienes que pedirla a los vendedores. No está expuesta. Eso es así porque para conseguirla es necesario mostrar el pasaporte. Recomiendo a todo el que vaya a Tailandia que se haga con una. Nosotros compramos una de 1,7 GB utilizable durante una semana por unos trece euros. A partir de ese momento mi vida cambió. Tenía acceso a información de todo lo que merecía la pena verse y hacerse en Tailandia, podía llamar a España por WhatsApp y, lo mejor, tenía acceso a Google Maps. Lo de perderse por las calles de Chiang Mai ya era historia.
    Con la tarjeta en el móvil, lo que equivalía a tener el poder de la información en las manos, nos fuimos a comer. Me sentía capaz de todo así que decidí afrontar el reto de tomar una comida bien picante. Encontramos un restaurante con una terraza acogedora que estaba tranquilo. Solo tres o cuatro mesas estaban ocupadas. Nos vino a tomar la comanda una mujer. Pilar pidió un plato de arroz, yo una sopa y para compartir unas salchichas tailandesas. La mujer me advirtió de que la sopa era muy picante. Yo puse cara de macho ibérico y solté un “mejor” lleno de convicción. La camarera sonrió. Debió de pensar “te vas a enterar”. Llegaron las viandas. Encaré la sopa con determinación. Para la segunda cucharada ya se me caía el moco. Tengo que decir en mi favor que, aunque se me enrojecieron los ojos, fui capaz de tomármela toda sin llorar. Cuando había terminado la sopa, convencido de que lo peor ya había pasado, comprobé que las salchichas también picaban lo suyo. En toda la comida no hubo un segundo de tregua para mi paladar. Me sentía como un dragón de Juego de Tronos, capaz de echar fuego por la boca. A pesar del sufrimiento nos lo comimos todo. Lo peor llegó a la mañana siguiente. Al hacer de cuerpo el picante se deslizó por mi ano con saña. Sentía como si una cuchilla cortara mis almorranas. Me dieron hasta escalofríos. No obstante, mejor no adelantar acontecimientos. Estábamos a mediodía y todavía nos quedaban muchas cosas por hacer antes de ir al baño a liberarnos de ese fuego.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la tarde.

Pilar tiene una gran capacidad de orientación. Aunque a mí Chiang Mai me parecía un rompecabezas indescifrable para ella ya no suponía ningún misterio. Había aprendido a moverse por el centro sin problemas. Hasta esa tarde habíamos estado siempre juntos pero por primera vez íbamos a darnos unas horas libres. Gracias a la tarjeta SIM del móvil me sentía capaz de llegar a cualquier parte. Por lo tanto, se suponía que ambos éramos capaces de encontrar el hotel sin perdernos independientemente del punto de partida.
   Pilar no solo se había recuperado bien del masaje que le habían dado en Luang Prabang sino que estaba dispuesta a recibir otro. Habíamos visto en internet que existía un lugar en el que se empleaban a ciegos como masajistas. La idea era dar trabajo a personas con discapacidad. Se dice que los ciegos, al no poder utilizar la vista, desarrollan más el resto de los sentidos. Tienen fama de ser los mejores masajistas. Entre que le hiciera una masaje una ex presidiaria o una ciega, Pilar prefirió que se lo hiciera esta última. Estuve de acuerdo con ella. Me parecía más seguro para su columna vertebral.
   Después de comer localizamos en el móvil la ubicación del centro de masajes. Estaba cerca del restaurante. La acompañé hasta la puerta. Como ya he dicho en otra ocasión, yo no estaba interesado en los masajes. No iba a entrar al local. Visto desde fuera no tenía mal aspecto. Además, estaba en una calle importante bien iluminada. Me pareció que no la dejaba en un mal sitio. Después de ser masajeada, Pilar tenía intención de ir al hotel y disfrutar un rato de la piscina. Nos aseguramos de que sería capaz de llegar sin problemas. Afortunadamente, ambos edificios estaban a poca distancia y calculamos que no necesitaría más de quince minutos para hacer el trayecto. Yo había decidido visitar una “biblioteca” en las afueras de la ciudad. Sin el móvil no habría podido encontrarla. Gracias a Google Maps la hallé sin problemas, aunque después de una buena caminata. Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar y eso que fui a buen paso. En las afueras de Chiang Mai las calles son más anchas y tienen más vehículos que en la zona turística lo que hace que cruzar una avenida sea aun más arriesgado. Salvo ese detalle, poco más se puede decir de esa parte de la ciudad.
   Habíamos quedado a las siete y media en el hotel para ir a ver un combate de lucha tailandesa. Mientras regresaba me preguntaba cómo le habría ido a Pilar, ¿Le habrían hecho uno de esos masajes en los que la masajista se pone de pie encima del cliente? Si era ciega el asunto podía haber acabado mal. Si ya es difícil mantener el equilibrio sobre un cuerpo humano con todos los sentidos intactos mucho más debía de serlo para alguien ciego. Confiaba en que la profesional no se hubiera partido los morros por una caída desde el torso de mi amiga. Por otra parte, estaba el peligro para el cliente. A saber dónde podían pisarte. Me imaginaba a Pilar con el dedo gordo de una tailandesa metido en la boca o, peor aún, en el ojo.
   Cuando llegué al hotel me encontré a mi amiga en perfecto estado de forma. La masajista no se le había subido encima. Le había dado tres opciones de masaje: suave, medio y fuerte. Pilar había elegido el suave. “¡Y menos mal!”, exclamó. Apenas hablamos nada más. Eran más de las siete y media y queríamos cenar y llegar a tiempo al estadio en el que íbamos a ver el combate de muay thai. Una vez más, sin tiempo a descansar nos lanzamos a la calle.
   Supuestamente, en Chiang Mai había tres recintos para ver boxeo tailandés. Consultamos en internet cuál sería mejor. El más profesional estaba en la zona del bazar nocturno. Nos encaminamos hacia allí. Tardamos media hora en llegar. A todos los sitios íbamos caminando. Cuando llegamos a la dirección que venía en la página web no encontramos un pabellón sino una tienda de ropa y accesorios de muay thai. Vendían pantalonetas, guantes, etc. Supusimos que el local de lucha estaría cerca. Dimos un par de vueltas pero como no lo encontrábamos acabamos por preguntar a la dependienta de la tienda. El estadio ya no existía. Había desaparecido. Teníamos que ir a uno de los otros dos. De uno de ellos leímos que era turístico pero serio y del otro que estaba plagado de prostitutas y ladyboys que no hacían sino pedirte que te tomaras una copa. Nos decantamos por el primero. Yo quería ver muay thai, no otras historias. Pilar pasaba de los dos pero por acompañarme no le parecía mal ir al serio. Nos encaminamos hacia él. Estaba lejos y el tiempo apuraba así que fuimos muy deprisa. Llegamos hacia las ocho y media con la lengua colgando. Ese día habíamos andado un buen montón de kilómetros. Los combates empezaban a las nueve. Cogimos las entradas. Había de dos tipos. Las VIP, que costaban unos veinte euros, y las normales, que eran unos doce. Compramos las VIP. A mí me hacía mucha ilusión ver el espectáculo y ya que estaba allí quería verlo bien. No sabía cuándo volvería a Tailandia, si es que volvía. Las entradas VIP nos permitían sentarnos en las primeras filas. Fuimos a cenar a un restaurante que había cerca. No teníamos tiempo para gran cosa así que pedimos unas hamburguesas. No sabemos de qué carne estaban hechas. Hasta entonces no habíamos visto muchas vacas. Algún búfalo sí. En cualquier caso, sabían bien. A las nueve menos cinco entramos en el estadio. Nada más cruzar la puerta supe que ese sitio me iba a gustar.


Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la noche (parte 1)

Uno de mis temores antes de ir al estadio de muay thai era que los combates no fueran reales; que no fuera más que un circo para turistas en el que los luchadores solo simularan pegarse. Nada más entrar al pabellón intuí que no iba a ser así. Aquel lugar olía a boxeo tailandés por los cuatro costados. Los jueces y demás personal masculino que andaban por ahí tenían las narices rotas. Se notaba que eran tipos duros que se habían llevado más de una paliza. Cuando entramos sonaba música en directo. Recordaba a la de los encantadores de serpientes. Los músicos eran tres, dos con tambores y uno con algo parecido a un oboe, y estaban en una balconada situada enfrente de nosotros. El estadio recordaba a una nave industrial. Uno de los lados cortos era por donde habíamos entrado. Los dos lados largos eran una sucesión de bares. Habría unos cinco por lado. El cuadrilátero estaba, más o menos, en el centro. En cuanto entramos, una chica miró nuestras entradas y nos acompañó. Nos sentó en tercera fila. La primera estaba ocupada por la campana y los jueces que la manejaban. En la segunda había dos grupos de extranjeros. Los habían sentado separados dejando un espacio entre ambos de modo que delante de nosotros solo había asientos vacíos. Teníamos una visibilidad excepcional. Pagar más por la entrada VIP había merecido la pena. La chica nos preguntó si queríamos beber algo. Le dijimos que sí y nos tomó la comanda. Los precios eran los normales para Chiang Mai.
   Mientras esperábamos que comenzaran los combates echamos un vistazo al programa del día. Había alguna palabra en inglés pero la mayoría estaba escrito en tailandés. Estaban previstos seis combates. Nos pareció entender que el tercer combate era de mujeres, el quinto el principal y el sexto el internacional. De los demás, ni idea. Los luchadores se distribuían en dos grupos, el azul y el rojo. No sabíamos nada del reglamento. Hacía algunos años, yo había visto unos pocos combates en Eurosport pero lo único que recordaba era que se pegaban duro.
   Al poco de haber llegado un tipo subió al ring. Como todos los de allí, no tenía tabique nasal o si lo tenía estaba aplanado por los golpes. Dijo unas palabras y dio paso a un músico. Era el del oboe. Había bajado del balconcito. Se colocó en el centro del cuadrilátero y tocó una melodía que quizá estaba dedicada al recientemente fallecido Rey de Tailandia. Eso no lo supimos con seguridad. Cuando acabó, los jueces empezaron a tomar posiciones. Empezaba el espectáculo.
   Por megafonía se anunció algo en inglés, comenzó a sonar “Smoke on the water” de Deep Purple y aparecieron los púgiles. Nos quedamos estupefactos. Eran dos niños. Pilar calculó que tendrían unos trece años. Uno de ellos llevaba el pantalón rojo y el otro azul. Interpreté, erróneamente, que la distinción de azules o rojos se hacía por la pantaloneta. ¡Hasta ese extremo llegaba mi ignorancia sobre el muay thai! En el siguiente combate, al ver que uno la llevaba amarilla y el otro negra, me di cuenta de que lo que marcaba el color eran los guantes.
   Ver a los niños dispuestos a pegarse nos dejó algo impresionados. Supusimos que no serían combates reales sino ejercicios de entrenamiento pese a que ellos parecían tomárselo muy en serio. El de azul tenía todos los músculos del cuerpo definidos. Me pareció asombroso que a esa edad ya pareciera un maniquí de anatomía. Además, en su corta vida le había dado tiempo a hacerse cuatro tatuajes. El púgil rojo tenía cara de bueno y cierto aire de inocencia. El azul, en cambio, parecía curtido en mil batallas. Los muchachos no habían aparecido solos. Cada uno llevaba su personal auxiliar, todos ellos adultos. Antes de empezar el combate hicieron unos movimientos rituales. El de rojo desplegó toda una parafernalia de gestos: se agachaba, simulaba que remaba, iba a las cuatro esquinas, etc. Casi cinco minutos de paseo por el ring. El azul también visitó todos los rincones, pero sus movimientos fueron menos floridos. El árbitro, un adulto, les dijo algo, sonó la campana y empezó el combate.
   Enseguida me di cuenta de dos cosas. La primera fue que aquello no era un ejercicio de entrenamiento. Los niños se pegaban durísimo. La segunda, que el muay thai no debía de tener muchas reglas porque parecía valer casi todo. Se daban codazos, patadas, rodillazos... Pilar apenas miraba al cuadrilátero. “¡Ay, dios mío!”, decía cada vez que se golpeaban, lo que ocurría casi cada segundo. Cuando acabó el primer asalto los púgiles se dirigieron hacia sus esquinas. Los preparadores sacaron una especie de paellera gigantesca y colocaron dentro a cada uno de sus pupilos. Ponían esa “paellera” para que no se mojara la lona ya que les echaban agua por encima. Supongo que era para despejarlos. Además, un preparador los cogía por la cintura y los elevaba como si quisiera estirarles los músculos. Todo seguía un ritual de siglos de antigüedad.
   Comenzó el segundo asalto. La lluvia de golpes era constante, aunque el que más recibía era el de rojo. Si antes de empezar el combate hubiera tenido que apostar por uno de ellos lo habría hecho por el azul. Se le notaba un hambre de victoria que no existía en su rival. El rojo recibía tres golpes por cada uno que lanzaba. El azul era todo un atleta. Tenía el cuerpo duro y se movía con destreza. Para cuando terminó el segundo asalto el rojo ya estaba medio grogui. “¿Por qué no paran el combate?”, se preguntaba Pilar con intranquilidad.
   Sonó la campana dando comienzo al tercer asalto. El azul salió con fuerza. Soltó una ráfaga de puñetazos que casi tumban al rojo. Pilar miraba unos instantes y luego apartaba la cara horrorizada. Yo estaba fascinado y espantado al mismo tiempo. Mientras, el azul seguía castigando a su rival. Codazo, codazo, patada y puñetazo fue la siguiente tanda. El rojo se derrumbó. Cayó al suelo como un fardo. El árbitro detuvo el combate y dio ganador al azul. Este fue corriendo al rincón rival, hizo un gesto de disculpa y luego bebió algo del agua que le ofrecieron. Debía de ser un ritual. Después fue a su rincón a celebrar la victoria con los suyos. Mientras tanto, el rojo seguía sobre la lona. El árbitro llamó a los asistentes. Sujetaba la cabeza del púgil con delicadeza. El niño estaba inconsciente pero con los ojos abiertos. Pilar y yo contuvimos la respiración. Entraron un par de personas al cuadrilátero y avanzaron hacia el cuerpo del muchacho. Su inmovilidad era aterradora; parecía que se le hubiera escapado el alma. Pilar se tapó la cara. No podía soportarlo más.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la noche (parte 2).

Suele decirse que los niños son de goma y que cuando se caen rebotan. El de los guantes rojos no había sufrido, exactamente, una caída pero enseguida se puso en pie. Creo que todos respiramos con alivio. Desapareció por su esquina ayudado por sus compañeros. Nos estábamos recuperando de las emociones vividas cuando anunciaron el segundo combate. Esta vez la música que sonó mientras entraban los boxeadores fue “The final countdown” de Europe. Pilar se quedó atónita cuando vio a los nuevos púgiles. Eran dos niños de unos nueve o diez años. Ocuparon sus esquinas como si fueran unos profesionales. También iban acompañados de sus equipos de asistentes. El de rojo hizo un ritual previo de movimientos muy complejo, similar al que había hecho antes el boxeador rojo. El de azul también hizo algo, pero no tan vistoso. Azul y rojo habían ocupado las mismas esquinas que en el duelo anterior. Esta vez los dos rivales eran físicamente muy similares, aunque el de azul tenía cara de más mala leche. Antes de empezar el combate estábamos seguros de que ganaría él.
   Campanada y comenzó la pelea. Como eran niños creímos que el combate tendría menos asaltos, pero duró cinco. En las esquinas del cuadrilátero había unos carteles luminosos que anunciaban el round en el que estábamos.
   Los rivales apenas se tantearon. Comenzaron a sacudirse nada más sonar la campana. Lo hacían con esmero. Las patadas, codazos y demás eran iguales a las que se habían dado en el combate anterior solo que menos potentes. Ambos se empleaban a fondo. De vez en cuando Pilar soltaba un “¡Ay, dios mío!”, pero poco a poco se iba acostumbrando al espectáculo. Entre asalto y asalto los niños hacían todo el ritual que habíamos visto antes: entrada en la paellera, mojadura de arriba abajo, estiramiento, posicionamiento de la coquilla y colocación del protector dental. Toda una parafernalia.
   El duelo estuvo muy igualado. A ninguno de los dos se le vio al borde del ko. Para ser tan pequeños tenían una técnica nada despreciable. Hacían barridos, patadas laterales, etc. con mucho estilo y precisión. Nos dio la impresión de que el azul había ganado a los puntos. Cuando terminó el combate, el árbitro que estaba sobre el cuadrilátero preguntó a los jueces por su puntuación. Había un juez en cada lateral del ring. El juicio de los expertos había sido similar al nuestro. El azul había vencido. Al igual que había hecho el ganador anterior, el niño de los guantes azules fue al rincón de su rival, hizo un gesto con la cabeza de saludo/disculpa y bebió algo del agua que le ofrecieron. Luego fue a su esquina y celebró su victoria.
   El siguiente combate era entre dos mujeres. La de azul tenía un apodo. Se llamaba “Chocolate”, dicho y escrito en español. En los dos combates anteriores había coincidido que el niño azul era el más fuerte y combativo y el niño rojo el más dulce y guapo. En este caso ocurrió lo mismo. La chica roja era guapa y tenía buen tipo. La Chocolate, no. De hecho, daba algo de miedo. Le pregunté a Pilar que le parecería que fuera al masaje con las ex presidiarias y le saliera una masajista como Chocolate. No me contestó pero su cara de espanto me lo dijo todo.
   La chica de rojo, que se desplazaba por la lona con la gracia de una bailarina, comenzó el ritual de movimientos previo al combate. Repitió los mismos gestos que habían hecho antes los niños. Visitó las esquinas, puso una rodilla en el suelo simulando que remaba, etc. Chocolate no se movió de su esquina. Ni el más mínimo ritual. Es más, hubo un momento que se quedó mirando a la bailarina roja y luego se volvió hacia su equipo de preparadores poniendo una cara que decía claramente “¿qué hace esta payasa?”. Estar en los asientos VIP nos permitía ver todos estos detalles, para mí tan importantes como el propio combate.
   El niño de azul que había combatido justo antes se posicionó en la esquina de Chocolate junto a los asistentes de esta. Al principio pensamos que serían familia. Luego nos dimos cuenta de que todos los combates eran, en realidad, entre dos equipos. Llegamos a la conclusión de que lo que estábamos viendo era el duelo entre dos gimnasios. Los de rojo pertenecían a uno y los de azul a otro. Hasta ese momento el equipo de los azules iba ganando dos a cero y vista la pinta de mala leche que tenía Chocolate intuimos que pronto se pondrían tres a cero.
   Comenzó el combate. Ambas rivales se lanzaron a luchar como locas. Estaban rabiosas. Nos quedamos sorprendidos. Ni siquiera habían hecho un tanteo previo. Daba la impresión de que, si hubiera estado permitido, se habrían sacado los ojos. Se pegaban con una saña tremenda. Pronto se vio que la bailarina roja tenía mucha más técnica y gracia. Soltaba patadas, hacía giros, lanzaba codazos... La estrategia de Chocolate era diferente. Paraba los golpes y avanzaba lenta pero inexorablemente hacia su rival. Cuando la tenía acorralada contra las cuerdas le soltaba unos puñetazos tremendos. Apenas hacía juego de piernas. Solo unos pocos rodillazos cuando no tenía otra alternativa. Economizaba sus fuerzas. En cambio, la bailarina roja era generosa en su esfuerzo. Cada una de sus piruetas era vistosa pero consumía mucha energía. El primer asalto terminó igualado. Chocolate había recibido unas cuantas patadas y puñetazos pero parecían no haberle hecho ningún daño. Era imperturbable. La bailarina roja había recibido pocos golpes pero de mucha potencia. Además, se le notaba más cansada. Al igual que en los combates anteriores, en el descanso se repetía el ritual de la paellera, etc.
   Sonó la campana que daba inicio al segundo asalto. La bailarina roja salió con mucha energía. Había recuperado fuerzas en el descanso. Lanzó una patada lateral y, casi seguido, hizo un giro de 360º con lanzamiento de una pierna que golpeó de lleno en Chocolate. Esta encajó el golpe como si nada, pero me pareció distinguir en su casi imperturbable expresión un asomo de “te vas a enterar”. Los primeros segundos de ese asalto siguieron en la misma tónica, con la bailarina lanzando patadas y derrochando energías. Chocolate paraba los golpes y esperaba. Cuando el ritmo de la roja empezó a decaer, Chocolate inició su lento pero implacable avance. Lanzaba puñetazos potentes a un ritmo casi constante. No golpea deprisa pero sí con determinación. La bailarina ya no era capaz de esquivarlos con tanta precisión y no le quedaba otro remedio que retroceder. Chocolate continuaba avanzando hasta que ponía a la roja contra las cuerdas. Una vez que la tenía atrapada la golpeaba de manera inclemente. Supongo que Chocolate debía de pensar “soy fea y contrahecha y no me podré dedicar a dar masajes, pero puedo repartir hostias como panes”. Y lo cierto es que lo hacía. Pegaba con fundamento.
   Cuando terminó el segundo asalto no teníamos dudas de que Chocolate iba a ganar. En su rostro se veían algunas marcas de los golpes recibidos pero su expresión no mostraba dolor. En cambio, la bailarina roja respiraba a mucha velocidad y se le notaba agotada. Todavía no había encajado muchos golpes pero estaba claro que los iba a recibir, y muy duros.
   En el inicio del tercer asalto la bailarina roja hizo lo mismo que en los anteriores. Comenzó con patadas y piruetas gastando la poca energía que le quedaba. Chocolate apenas tuvo que esperar. Enseguida tuvo a su rival sometida. Daba sus pasos lentamente pero con determinación. “Es como una elefanta”, comentó Pilar. Era cierto. Me recordó a la elefanta de Luang Prabang. Cuando la bailarina estuvo atrapada contra las cuerdas, Chocolate la golpeó sin piedad. Era un puñetazo tras otro. Creíamos que la bailarina caería ko. Estuvo recibiendo golpes un buen rato hasta que pudo zafarse. Se alejó lo que pudo de Chocolate y lanzó alguna tímida patada condenada al fracaso antes de iniciarse. La azul, en cambio, con las fuerzas intactas continuó con su estrategia de acoso y derribo. Al terminar el tercer asalto la bailarina roja estaba rota.
   “¿Por qué no abandona?”, me preguntó Pilar. No supe qué contestarle. La bailarina roja no estaba en condiciones de seguir. Sus ayudantes tendrían que haber arrojado la toalla. Quizás ella no quisiera. Iban a hacerle los ejercicios de estiramiento pero les dijo que no. No tenía fuerzas ni para eso. Aun así, cuando sonó la campana dando inicio al cuarto asalto se levantó aparentando que tenía energía y se lanzó hacia su rival. Fue el canto del cisne. Enseguida estuvo otra vez acorralada. Mientras Chocolate la golpeaba, su rostro mostraba una extraña sumisión. Me recordaba a la escultura del éxtasis de Santa Teresa de Bernini. Elevaba los ojos al cielo y recibía su penitencia. Chocolate la golpeaba imperturbable. Al principio la bailarina se protegía con los brazos pero ya estaba tan agotada que no podía hacer otra cosa que encajar los puñetazos a bocajarro. Aceptaba el castigo con resignación. Quizá esto que voy a decir ahora no fuera real pero me pareció que había algo de entrega voluntaria en sus gestos, como si en aquellos golpes encontrara algo de satisfacción, quién sabe si placer.
   Al final del cuarto asalto estábamos preocupados. La bailarina roja apenas se tenía en pie. Pilar volvió a preguntarme por qué no tiraban la toalla. Yo me hacía la misma pregunta. Aquello no tenía sentido. El combate estaba decidido desde hacía tiempo. Sonó la campana y la bailarina roja se lanzó sobre Chocolate no sé si a golpearla o a entregarle la vida. Chocolate la acorraló por enésima vez y la golpeó repetidamente. La expresión de la bailarina mientras recibía los puñetazos me sobrecogía. Estaba mojada, con el pelo revuelto y la mirada vuelta hacia el cielo como si esperara un mensaje de Buda o de algún dios al que profesase devoción. Era guapa y su belleza en ese momento resultaba trágica. La agonía se prolongó hasta que terminó el combate. Milagrosamente, no se había desplomado. Fue hacia su esquina como una muerta viviente. Chocolate, pese a sus maneras rudas, sí cumplió con el ritual del final del combate. Fue a la esquina de los rojos, hizo el saludo de disculpa y bebió de su agua. Cuando regresó a su rincón apenas celebró la victoria. Tan fría al final del combate como lo había estado al principio.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la noche (parte 3)

El siguiente combate lo libraban dos jóvenes. Tendrían unos dieciocho años. Una vez más, el púgil del equipo rojo tenía la belleza y el del azul la determinación. Este último me recordaba al niño azul que había participado en la primera pelea. Tenía el mismo tipo de pelo, tatuajes muy parecidos, aunque en mayo número, y una masa muscular perfectamente definida. Hubiera sido un excelente modelo para una clase de anatomía. Empezó el combate, o más bien sonó la campana que daba inicio al combate. La cuestión es que parecía que no querían pegarse. Se pasaron, para desesperación del público y del árbitro, un minuto paseando por el cuadrilátero sin tocarse. Era un tanteo exageradamente largo. Por fin, el azul se lanzó a atacar. Hubo un intercambio de golpes. Sonaban con mucha potencia. Se notaba la diferencia de fuerza con respecto a los enfrentamientos anteriores. El primer asalto finalizó casi sin contacto.
   El resto de los asaltos fueron una copia del primero. Apenas se pegaban. El rojo no tomó la iniciativa en ninguna ocasión. El azul, más por presión del árbitro que por voluntad propia, inició en algunas ocasiones el ataque. Eso, y su mayor capacidad técnica, nos hicieron pensar que había ganado. Al final ese fue el resultado. Con esa victoria el equipo azul sumaba su cuarto punto: cuatro a cero. A pesar de que se habían golpeado poco, ambos tenían el cuerpo encarnado por los impactos, lo que da una idea de lo dura que es esa lucha. Para entonces yo ya había llegado a algunas conclusiones sobre el muay thai. Una de ellas era que no se podían dar golpes bajos. Cuando un contendiente pegaba, por error, en los genitales al otro inmediatamente se disculpaba y el combate se interrumpía. Se podía tirar al rival al suelo, pero una vez en él no se le tocaba. En ese sentido, no era como el judo o la lucha libre. Se podía golpear con cualquier parte del cuerpo. Para evitar que las patadas fueran letales, los contendientes llevaban lo pies descalzos. Por lo demás, barra libre.
   Quedaban dos combates más, el principal y el internacional. Antes de ellos hubo un descanso que estuvo amenizado por dos actos. En el primero salieron al cuadrilátero dos varones de unos treinta años. Portaban espadas. Iban con el torso desnudo, descalzos, con una cinta en la cabeza y unos pantalones negros que les llegaban hasta los gemelos. Interpretaron una danza de combate. Tenía cierto peligro. Aunque las espadas no estuvieran afiladas eran metálicas. Se movían a gran velocidad y simulaban un duelo. Chocaban las espadas de tal modo que saltaban chispas. Requería una gran precisión porque si alguno se equivocaba podía llevarse un buen golpe. Me llamó la atención que había cierta ambigüedad tanto en el baile como en el propio físico de los combatientes. El ejercicio requería fuerza y en ese sentido era algo muy masculino. Sin embargo, algunos movimientos eran delicados. Lo mismo ocurría con los participantes. Los dos tenían cuerpos de hombre pero sus rostros eran ligeramente femeninos. De todos modos, no eran kathoey (transexuales), algo muy común en Tailandia.
   El segundo número para amenizar el descanso fue un combate simultáneo entre cinco jóvenes. Vestían como el resto de los luchadores de muay thai pero con dos diferencias: llevaban los ojos tapados con unos antifaces y sus guantes estaban más acolchados de lo normal. El árbitro los hizo girar sobre sí mismos y cuando estuvieron desorientados sonó la campana. Se movían por el cuadrilátero hasta encontrarse. Entonces se golpeaban a ciegas, la mayor parte de las veces en la espalda. Los puñetazos sonaban muy fuerte pero se notaba que el impacto estaba amortiguado por el gran acolchamiento de los guantes. Aun así, las marcas rojas de los golpes pronto abundaron en espaldas, brazos y torsos. No se daban patadas. Era un número cómico. Cuando pillaban al árbitro también le sacudían. Viendo ese espectáculo confirmé que los combatientes de muay thai eran tipos realmente duros. Si me hubieran soltado a mí en ese cuadrilátero a los cinco minutos me habrían tenido que llevar a la UVI. Para ellos era solo una diversión, menos que un entrenamiento.
   “We will rock you” de Queen anunció el inicio del combate principal. Los púgiles subieron al ring. Hasta entonces los de rojo se habían caracterizado por su belleza. En esta ocasión no fue menos. Su contendiente era un verdadero Apolo. Pilar se quedó con la boca abierta nada más verlo. Quería que se lo empaquetaran y se lo mandaran a España sudado y todo como estaba. No solo tenía un cuerpo tal que parecía una escultura viviente sino que, además, era muy guapo. Una vez más, el de los azules era feo. Quizá no tanto, pero comparado con el rojo en un pase de modelos no habría tenido ninguna posibilidad. De todos modos, esa noche no se trataba de desfilar sino de luchar. Estaba por determinar quién de los dos sería el mejor. Notros queríamos que fuera el rojo.