Hace unos meses un conocido me comentó que se había vuelto incapaz de amar. Tras haber estado casado durante diez años su esposa lo abandonó. Tardó bastante tiempo en recuperarse, pero lo hizo. Conoció a otra mujer y se casó de nuevo. Hacía unos trece meses que esa última pareja había muerto. Me decía que había superado parcialmente el luto. Era capaz de disfrutar de algunas cosas: salir a caminar por el monte, leer un libro, ver alguna serie… No estaba triste las veinticuatro horas del día todos los días. Sin embargo, no había vuelto a sentir amor. No solo eso, estaba seguro de que nunca volvería a sentirlo. Le dije, admitiendo mi ignorancia en esos trances, que quizá era pronto para eso, pero que ya llegaría. Él negó esa posibilidad. Se sentía tan condicionado como el perro de Paulov. Tenía la certeza de que no amaría más porque su mente no se lo iba a permitir. Pasar por lo mismo una tercera vez lo volvería loco. De alguna manera, había renunciado al amor.
En el soneto de este mes al protagonista le pasa algo parecido, pero con una diferencia muy importante. Él se siente incapaz de amar. Esa incapacidad le surge del corazón o del alma, no de la razón, que es lo que le ocurre a mi conocido.
Existe una versión audiovisual recitada por Luis Fernández Reyes.