martes, 8 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la tarde (parte 2)

Era nuestra última tarde en Laos y no estábamos dispuestos a desperdiciarla quedándonos en el hotel. Media hora después de habernos despedido de Hai estábamos de nuevo en la calle. Pilar tenía ganas de probar un masaje laosiano. En Luang Prabang había bastantes lugares en los que podías recibir un masaje, aunque no tantos como en Tailandia. Mi amiga había decidido ir a uno un tanto singular. Se trataba de un centro de la Cruz Roja en el que el dinero que se obtenía era destinado a ayudar a personas necesitadas. Le parecía una buena causa. Yendo ahí mataba dos pájaros de un tiro. El lugar tenía otra ventaja añadida: había sauna. Yo no estaba interesado en los masajes pero podía esperarla relajándome entre vapores. Nos dirigimos hacía allí. Cerca había un par de templos que todavía no conocíamos. Aprovechamos para verlos. En uno de ellos coincidimos con el trío de españoles que habíamos visto por la mañana. He comentado en alguna entrada anterior que los templos de Luang Prabang no son solo lugares de culto sino que los monjes viven en ellos. Cuando visitas uno es como si te metieras en su casa. En la inmensa mayoría no cobran entrada y puedes ir a la hora que quieras. Realmente son lugares abiertos a todo el mundo. Lo único que te piden es que seas respetuoso con sus costumbres. Una de esas costumbres es llevar los hombros cubiertos. Pilar tenía un fular en el bolso y cada vez que íbamos a entrar en un templo se tapaba con él. Cuando nos cruzamos con el trío de españoles vimos que la mujer iba en pantalón corto y con una camiseta de tirantes. Se paseaba por ahí con la arrogancia propia del ignorante que porque procede de un país algo más rico que el que visita se cree que lo sabe todo y que tiene derecho a todo. Fue verla y sentir asco. “Espero que no vayan al centro de masajes”, comentó Pilar.
   Cuando llegamos al local de la Cruz Roja no estaban los españoles. Tampoco había otros turistas. Éramos los únicos farang. Subimos unas escaleras y llegamos a la recepción, que no era sino una mesa. La mesa estaba en una sala grande donde había lo que parecían ser unas cabinas de masajes y unos vestuarios individuales. Varias mujeres pululaban por la sala. Detrás de la mesa había una joven que nos mostró, sin que hubiéramos cruzado una palabra, un cartel en el que estaba el menú de masajes. Pilar eligió el masaje tradicional laosiano y yo la entrada a la sauna. No recuerdo los precios exactos pero nos parecieron baratos. La joven de detrás de la mesa hizo un gesto a Pilar para que siguiera a una mujer. Se quedaron en esa misma sala. A mí se me acercó una anciana, me dio una pantaloneta y una toalla y me acompañó hasta una sala contigua. Luego señaló hacia donde estaban los vestuarios. Eran tres cabinas individuales. Apenas me había dado tiempo a echar un vistazo a la nueva sala pero me había parecido simétrica a la de la recepción. Me metí en uno de los vestuarios y me desnudé. Le eché un vistazo a la pantaloneta. Posiblemente había sido azul marino, pero en ese momento era azul desteñido. Pensé que podría contar cientos de historias, pero preferí no imaginarme ninguna. Me la puse y confié en que Buda protegiera la salud de mis genitales. Salí al exterior. La sala era rectangular. Los vestuarios ocupaban el lado corto derecho. En el lado largo frontal estaban las saunas, una para hombres y otra para mujeres. En el lado largo trasero estaba la puerta que comunicaba con la sala de la recepción, a la derecho, y dos bancos de madera, a la izquierda. En ellos estaban sentadas varias mujeres. Los hombres se habían colocado en la parte derecha del lado frontal. Por lo tanto, ambos sexos estaban separados la máxima distancia que permitía el lugar. Desde la zona de los hombres se accedía a la calle bajando unas escaleras. En el lado izquierdo había un par de cuartos de baño. Eso era todo. En mi primera excursión no había logrado encontrar las duchas, a pesar de lo pequeño que era el sitio. Decidí preguntar. Una chica joven, bastante atractiva, se dirigía hacia el vestuario. La abordé. Le pregunté en inglés dónde estaban las duchas. Se tapó la boca y se rio. Luego habló en laosiano a las mujeres que estaban en los bancos. Aunque desconozco el idioma entendí perfectamente que les decía: “ya sabía yo que este farang me iba a preguntar a mí. Siempre me pasa lo mismo”. Las otras se rieron. Entonces hice un gesto con la mano sobre mi cabeza como si fuera agua cayendo. Me entendió. Estaba roja de vergüenza pero soltó una risita. Señaló hacia los baños. Había estado antes en ellos pero no había visto ninguna ducha. De todos modos, seguí su indicación. Esta vez me di cuenta de que el baño no era solo una taza de váter. Tenía también una ducha. Me pareció algo poco práctico, y tal vez no muy higiénico. El agua de la ducha caía sobre la misma taza en la que tenías que sentarte para hacer aguas mayores y menores. En definitiva, demasiada agua para mi gusto. De todos modos, necesitaba ducharme. Cogí un jaboncillo que había en el lavabo y me limpié lo mejor que pude intentando no inundar el lugar. Cuando salí del vaterducha vi que las mujeres me observaban. Eran unas cinco y las había de varias edades. Me dirigí a la puerta de la sauna de hombres. La abrí. Fugazmente, antes de que una ola de calor abrasadora casi me calcinara, vi un traje de baño de rayas azules y blancas del que salían unas piernas. Al sentir que la puerta se abría el dueño de las piernas, que estaban extendidas, las replegó. No pude ver nada más porque cerré la puerta de inmediato. Si aquello hubiera sido una película de dibujos animados el plano que se hubiera mostrado en ese momento sería a mí con toda la mitad anterior del cuerpo de color negro. En plan poético podría decir que aquello había sido como si el mismísimo diablo me hubiera eructado encima después de haberse comido tres kilos de chili. Mi primer intento de entrar en la sauna había fracasado. Oí al grupo de mujeres reírse, pero muy discretamente. Me fui a la zona de los hombres.
   Antes de tratar de abordar la sauna de nuevo necesitaba refrescarme un poco. En la zona en la que estaban sentados los hombres había una tetera grande y un recipiente con agua. Hubiera bebido de esta última pero me daba miedo que me provocara diarrea. En esa esquina la sala no estaba cerrada sino que había unas escaleras desde las que se bajaba a la calle. A esa hora la temperatura en Luang Prabang era agradable y vestido solo con mi pantaloneta legendaria me encontraba a gusto. Esperé a que el tipo del traje de baño de rayas saliera para entrar a la sauna. Esta vez ya sabía lo que iba a encontrarme así que afronté el reto con más garantías. Abrí la puerta y no retrocedí ante la primera oleada de calor infernal. Me metí dentro y cerré. Nunca he estado dentro de un horno crematorio, y espero no estarlo en mucho tiempo, pero supuse que debía de ser algo parecido a aquella sauna. El espacio era muy pequeño. Tendría cuatro metros cuadrados. Había tres bancos, uno a cada lado de la puerta y otro en el extremo más alejado. En el centro del suelo, tapado con un paño, estaba el lugar desde el que salía el calor. Como mucho cabían cinco personas muy apretadas. Creo que no aguanté allí dentro ni dos minutos. Aquel lugar era incompatible con la vida.
   En la zona de los hombres había un televisor de pantalla plana encendido. Echaban un informativo en laosiano. Un par de tipos le prestaban atención. Lo miré unos segundos pero aquello no era lo mío. Preferí sentarme en un banco próximo a las escaleras que comunicaban con la calle y dejar pasar el tiempo sin hacer nada. A los pocos minutos ya estaba aburrido así que decidí entrar de nuevo en la sauna. Esta vez había dos hombres dentro. Uno ocupaba el banco del fondo y otro el de la izquierda. Yo me senté en el de la derecha. Aquellos tíos resistían el calor como si nada. Al cabo de un rato alguien llamó a la puerta, esperó unos segundos y entró. Las dos veces que yo me había metido lo había hecho sin llamar. Me di cuenta de que no era la costumbre. Por eso había sobresaltado al tipo del traje de baño de rayas. El que se llamara me pareció de buena educación. Más tarde pensé que quizá no solo era una cuestión de educación.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la tarde (parte 3).

Aproveché que entraba una persona a la sauna para salir. De ese modo parecía que me iba para dejar sitio en vez de porque no podía soportar ese horno. Mientras volvía a la zona de los hombres comprobé que ya no era el único farang. Había llegado otro occidental, posiblemente un americano. Me senté en el banco próximo a las escaleras y, puesto que no tenía otra forma de ocupar la mente, me dediqué a observar al personal. Estábamos en ese momento ocho hombres. La mayoría superábamos los cincuenta años. Solo había dos más jóvenes: un tipo de complexión fuerte, rozando la obesidad, de unos cuarenta años y un veinteañero que tenía cuerpo de atleta. El atleta debía de ser un habitual de la sauna porque no llevaba una pantaloneta azul marino sino un pantalón de deporte de una marca comercial muy conocida. Se había pasado la mayor parte del tiempo viendo la televisión pero en ese momento estaba practicando deporte. Seguro que los vigoréxicos que frecuentan los gimnasios denominan a lo que estaba haciendo con alguna palabra en inglés. Como yo desconozco por completo esa terminología usaré el vocablo que aprendí cuando era alumno de la EGB y la Educación Física era una asignatura obligatoria, que por cierto odiaba. Estaba haciendo abdominales.

   Mientras observaba con envidia como la tripa del atleta adoptaba la forma de una tabla de fregar vi que se acercaba el americano. Mi banco estaba junto a un fregadero. En él, cada cierto tiempo, una empleada lavaba la vasija del té. El sitio también era aprovechado por algunos hombres para refrescarse la cabeza. Es lo que vino a hacer el americano. Cuando acabó se retiró con un movimiento tan torpe que tiró al suelo un bote de lavavajillas. No se molestó en recogerlo. En vez de eso se dirigió hacia la mesa donde estaban las teteras. Me agaché y volví a poner el lavavajillas en su sitio. Aquel americano tenía pinta de dejado. También de torpe. Esto último no solo era una pinta sino una realidad. Justo se había preparado una taza de té cuando no sé de qué modo se le cayó al suelo. La porcelana se hizo añicos y pequeños fragmentos cortantes se esparcieron sobre el piso. Todos íbamos descalzos. El americano se quedó mirando los trozos como pasmado. Era un fiemo. Esta palabra aplicada a personas creo que solo se usa en Pamplona pero define tan bien al tipo aquel que no se me ocurre otra más apropiada.

   El atleta terminó su tanda de abdominales y se levantó. Se dirigió hacia la sauna. Casi todo el mundo estaba pendiente del suelo y de la empleada que barría los trozos de porcelana, excepto el fuertote de unos cuarenta años. Me di cuenta de que seguía con la mirada al atleta. Es más, no llevaría este ni diez segundos en la sauna cuando el fuertote se levantó y fue tras él. Estuvieron dentro bastante rato. No se cuánto exactamente, pero desde luego mucho más del que yo hubiera sido capaz de resistir. El atleta salió primero y unos pocos segundos más tarde lo hizo el fuertote. No fueron al mismo sitio. El atleta se sentó en un banco frente al mío y comenzó a hacer ejercicios de estiramiento. El fuertote se quedó en la mesa de la tetera y entabló conversación con otro parroquiano. Supuse que no había ocurrido nada entre ellos dentro de la sauna. El sitio era pequeño y “vulnerable” y la mayor parte del tiempo no habían estado solos. Varios hombres habían entrado y salido, incluido el fiemo.

   Diez o quince minutos más tarde el atleta volvió a levantarse y se dirigió hacia la sauna. Inmediatamente le siguió el fuertote. Cuando uno comienza a descender sin frenos por la cuesta del deseo no se detiene hasta que se estrella. Es lo que iba a ocurrirle al fuertote. Para mí era obvio que el atleta no tenía ningún interés en él. De hecho, creo que le interesaba mucho más su cuerpo que el de los demás, incluido el de las mujeres que andaban por ahí, algunas de las cuales eran bastante atractivas. Sentí cierta compasión por el fuertote, o quizá era solidaridad: en demasiadas ocasiones me ha enloquecido un deseo irrealizable. Al igual que había ocurrido antes, el atleta salió primero de la sauna y unos pocos segundos después el fuertote. A esas alturas yo ya me estaba agobiando. Comenzaba a anochecer y había visto algunos mosquitos merodeando. Mi sangre los vuelve locos. Si Pilar no salía pronto acabaría plagado de habones.

   El atleta había estado haciendo una tercera tanda de ejercicios. De esos desconocía el nombre en inglés y en español. Si los había hecho en mi EGB, los había olvidado. En cuanto los terminó se dirigió de nuevo a la sauna. El fuertote se levantó nada más verlo y lo siguió. El fuertote llevaba una pantaloneta como la mía. Supuse que la suya sería una visita esporádica. O quizá no. Llevaba alianza así que otra posibilidad era que no utilizase una prenda propia para no levantar sospechas en casa. Estuvieron dentro poco rato. Una vez más, la historia se repetía: el atleta salía primero y el fuertote lo seguía. Pero esta vez hubo una variación. El atleta ya no iba a hacer más deporte. Cogió las cosas de su taquilla y se dirigió hacia el vestuario. Yo me levanté y entré en la otra sala. Varias veces me había asomado en busca de Pilar pero no fue hasta ese momento cuando por fin la vi. Su masaje había terminado. Sentí bastante alivio. Ya me habían picado un par de mosquitos y tenía a varios más merodeando. Mientras recogía mis cosas de la taquilla vi como el atleta se iba de allí. El fuertote lo siguió con la mirada. Cuando desapareció de su campo visual se levantó y se dirigió hacia la sauna. Supuse que iría al horno crematorio a convertir en cenizas su deseo muerto.