lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 por la tarde.

La Casa Negra, que no es una única casa sino un conjunto de edificios, es un lugar pintoresco. Para empezar, los propios edificios son bastante llamativos. La mayoría son de madera negra con tejados en punta y muy verticales, más propios de una zona donde nieve mucho que de un lugar como Chiang Rai. De todos modos, también hay un par de color blanco con forma semiesférica que recuerdan a la mitad de un huevo cocido. Todo el conjunto está en un prado muy bien cuidado por el que resulta agradable caminar. El lugar es la obra de un artista polifacético llamado Thawan Duchanee que falleció en el año 2014. Supongo que era un hombre muy ecléctico porque dentro de los edificios te encuentras cosas de lo más variadas: pieles de animales, cornamentas, pinturas y esculturas, columnas talladas... Muchas de sus obras hacen referencia a Buda y tal vez por eso se ha confundido el lugar con un templo. A nosotros nos gustó. Además, aunque estábamos muchos turistas como el lugar es muy amplio no tienes agobio y puedes contemplar las cosas con cierta calma.
   Desde el Baandam Museum nos dirigimos al poblado de las mujeres jirafa, que no era un poblado sino un mercadillo. Para entrar en él había que pagar. La pareja española no había contratado esa parte de la excursión. Unos amigos les habían comentado que era un montaje y que las mujeres solo se ponían los collares cuando llegaban los turistas. Los chinos tampoco la habían contratado. Por lo tanto, solo entramos en el recinto los polacos y nosotros. El guía nos acompañó. Según nos dijo, las mujeres procedían de Birmania, al igual que él, y vivían de lo que vendían. También nos explicó que no había problema en hacerse fotos con ellas, pero que en ese caso les compráramos algo a modo de gratificación.
   El mercadillo no era más que una calle limitada por tiendas. Nada más entrar te encontrabas un puesto a la derecha y otro a la izquierda. En el de la derecha había una joven muy atractiva. Tenía el rostro muy dulce. Rodeaban su cuello un buen número de anillos dorados, quizá una docena o más, por lo que sí daba la impresión de tenerlo más largo de lo normal. A su lado tenía un aparato para tejer antiguo. Era de madera. “Ellas mismas fabrican lo que venden”, nos dijo el guía. Tenía expuestos, principalmente, artículos fabricados con algodón: pañuelos, bolsos, pantalones... Quería hacerme una foto con esa chica pero en ese momento había demasiados turistas rodeándola así que nos dimos media vuelta y pasamos al puesto que estaba enfrente de ese. Ahí la vendedora era una niña. Al igual que la anterior, también era muy guapa y portaba su collar, aunque en este caso con muchos menos aros. Era una criatura tan encantadora que quisimos comprarle algo. La verdad es que nada de lo que vendía nos gustaba pero por ayudarla nos hicimos, tras un breve regateo, con dos figuras de madera a cada cual más horrible. El guía nos dijo que las fabricaba el padre de la niña. Obviamente, no era un gran artista aunque había que darle el merito de tener una hija preciosa.
   Del puesto de la niña pasamos a otro en el que estaban una madre con un niño pequeño. A Pilar se le desató el instinto maternal. Quería una foto allí, sí o sí. A pesar de que no los necesitábamos, compramos dos pañuelos. Aquellas vendedoras eran criaturas adorables y nos tenían hechizados. Los anillos dorados que rodeaban sus cuellos debían de tener un efecto hipnótico porque caímos en el consumismo más radical. De ese puesto pasamos a otro en el que también compramos dos pañuelos. El número de fotos junto a mujeres jirafa iba en aumento.
   Se nos acercó el guía y nos dijo que había una niña que hablaba español. La llamó. Salió de su puesto y se acercó a nosotros disparada. Tenía una labia impresionante. En dos minutos Pilar estaba cautivada. La seguimos a su tienda como si su verborrea fuera el sonido del flautista de Hamelin y nosotros ratas. Creo que Pilar le compró un pantalón. A esas alturas había perdido la cuenta de las cosas con las que nos habíamos hecho, pero seguro que con muchas más de las que necesitábamos.
   Mientras íbamos hacia el puesto de la niña hispanohablante pasamos junto al tenderete de una mujer mayor que tenía el cuello, realmente, de jirafa. Fue verla y saber que tenía que hacerme una fotografía con ella. En cuanto pudimos fuimos para allí. El guía nos dijo que era la madre de la joven y de la niña que ocupaban los puestos del principio. No era tan guapa como ellas y por su aspecto parecía más su abuela que su madre. Tenía el cuello tan estirado que me daba pena. Sin duda era una práctica nada saludable. Quisimos regatear por unos pañuelos pero estábamos entregados y la mujer nos caló. Sabía que compraríamos lo que ella quisiera al precio que fuera. Así lo hicimos. Otro par de pañuelos a la mochila, esta vez a un precio de farang muy farang. Aun así, mereció la pena. Nos hicimos varias fotografías con ella. A mí me puso un collar de aros dorados al cuello. Era del tamaño niña, por supuesto.
   Al ir a salir del mercadillo pasamos junto al puesto de la joven que tenía el telar. Esta vez no había turistas. Era un criatura adorable y quería una foto con ella. Conclusión, otro par de pañuelos más a la mochila.
   Una vez fuera hicimos cuentas y fuimos conscientes del dinero que nos habíamos gastado. Para ser lo que habíamos comprado productos “made in Tailandia” la cifra no había sido nada despreciable. De todos modos, eran bats bien empleados si habíamos logrado ayudar a aquellas personas. La cuestión era si realmente las habíamos ayudado. Pilar tenía sus dudas. La noté preocupada. “Si les compras igual fomentas que siga habiendo mujeres jirafa y si no lo haces de qué van a vivir”, dijo en voz alta, aunque más parecía una reflexión. “No podemos saber qué es lo mejor para ellas, pero me ha parecido que mientras les comprábamos se divertían y eran felices”, le dije. No era una frase creada para tranquilizarla. Realmente pensaba que había sido así.

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