La
Casa Negra, que no es una única casa sino un conjunto de edificios,
es un lugar pintoresco. Para empezar, los propios edificios son
bastante llamativos. La mayoría son de madera negra con tejados en
punta y muy verticales, más propios de una zona donde nieve mucho
que de un lugar como Chiang Rai. De todos modos, también hay un par
de color blanco con forma semiesférica que recuerdan a la mitad de
un huevo cocido. Todo el conjunto está en un prado muy bien cuidado
por el que resulta agradable caminar. El lugar es la obra de un
artista polifacético llamado Thawan Duchanee que falleció en el año
2014. Supongo que era un hombre muy ecléctico porque dentro de los
edificios te encuentras cosas de lo más variadas: pieles de
animales, cornamentas, pinturas y esculturas, columnas talladas...
Muchas de sus obras hacen referencia a Buda y tal vez por eso se ha
confundido el lugar con un templo. A nosotros nos gustó. Además,
aunque estábamos muchos turistas como el lugar es muy amplio no
tienes agobio y puedes contemplar las cosas con cierta calma.
Desde
el Baandam Museum nos dirigimos al poblado de las mujeres jirafa, que
no era un poblado sino un mercadillo. Para entrar en él había que
pagar. La pareja española no había contratado esa parte de la
excursión. Unos amigos les habían comentado que era un montaje y
que las mujeres solo se ponían los collares cuando llegaban los
turistas. Los chinos tampoco la habían contratado. Por lo tanto,
solo entramos en el recinto los polacos y nosotros. El guía nos
acompañó. Según nos dijo, las mujeres procedían de Birmania, al
igual que él, y vivían de lo que vendían. También nos explicó
que no había problema en hacerse fotos con ellas, pero que en ese
caso les compráramos algo a modo de gratificación.
El
mercadillo no era más que una calle limitada por tiendas. Nada más
entrar te encontrabas un puesto a la derecha y otro a la izquierda.
En el de la derecha había una joven muy atractiva. Tenía el rostro
muy dulce. Rodeaban su cuello un buen número de anillos dorados,
quizá una docena o más, por lo que sí daba la impresión de
tenerlo más largo de lo normal. A su lado tenía un aparato para
tejer antiguo. Era de madera. “Ellas mismas fabrican lo que
venden”, nos dijo el guía. Tenía expuestos, principalmente,
artículos fabricados con algodón: pañuelos, bolsos, pantalones...
Quería hacerme una foto con esa chica pero en ese momento había
demasiados turistas rodeándola así que nos dimos media vuelta y
pasamos al puesto que estaba enfrente de ese. Ahí la vendedora era
una niña. Al igual que la anterior, también era muy guapa y portaba
su collar, aunque en este caso con muchos menos aros. Era una
criatura tan encantadora que quisimos comprarle algo. La verdad es
que nada de lo que vendía nos gustaba pero por ayudarla nos hicimos,
tras un breve regateo, con dos figuras de madera a cada cual más
horrible. El guía nos dijo que las fabricaba el padre de la niña.
Obviamente, no era un gran artista aunque había que darle el merito
de tener una hija preciosa.
Del
puesto de la niña pasamos a otro en el que estaban una madre con un
niño pequeño. A Pilar se le desató el instinto maternal. Quería
una foto allí, sí o sí. A pesar de que no los necesitábamos,
compramos dos pañuelos. Aquellas vendedoras eran criaturas adorables
y nos tenían hechizados. Los anillos dorados que rodeaban sus
cuellos debían de tener un efecto hipnótico porque caímos en el
consumismo más radical. De ese puesto pasamos a otro en el que
también compramos dos pañuelos. El número de fotos junto a mujeres
jirafa iba en aumento.
Se
nos acercó el guía y nos dijo que había una niña que hablaba
español. La llamó. Salió de su puesto y se acercó a nosotros
disparada. Tenía una labia impresionante. En dos minutos Pilar
estaba cautivada. La seguimos a su tienda como si su verborrea fuera
el sonido del flautista de Hamelin y nosotros ratas. Creo que Pilar
le compró un pantalón. A esas alturas había perdido la cuenta de
las cosas con las que nos habíamos hecho, pero seguro que con muchas
más de las que necesitábamos.
Mientras
íbamos hacia el puesto de la niña hispanohablante pasamos junto al
tenderete de una mujer mayor que tenía el cuello, realmente, de
jirafa. Fue verla y saber que tenía que hacerme una fotografía con
ella. En cuanto pudimos fuimos para allí. El guía nos dijo que era
la madre de la joven y de la niña que ocupaban los puestos del
principio. No era tan guapa como ellas y por su aspecto parecía más
su abuela que su madre. Tenía el cuello tan estirado que me daba
pena. Sin duda era una práctica nada saludable. Quisimos regatear
por unos pañuelos pero estábamos entregados y la mujer nos caló.
Sabía que compraríamos lo que ella quisiera al precio que fuera.
Así lo hicimos. Otro par de pañuelos a la mochila, esta vez a un
precio de farang muy farang. Aun así, mereció la pena. Nos hicimos
varias fotografías con ella. A mí me puso un collar de aros dorados
al cuello. Era del tamaño niña, por supuesto.
Al
ir a salir del mercadillo pasamos junto al puesto de la joven que
tenía el telar. Esta vez no había turistas. Era un criatura
adorable y quería una foto con ella. Conclusión, otro par de
pañuelos más a la mochila.
Una
vez fuera hicimos cuentas y fuimos conscientes del dinero que nos
habíamos gastado. Para ser lo que habíamos comprado productos “made in Tailandia” la
cifra no había sido nada despreciable. De todos modos, eran bats
bien empleados si habíamos logrado ayudar a aquellas personas. La
cuestión era si realmente las habíamos ayudado. Pilar tenía sus
dudas. La noté preocupada. “Si les compras igual fomentas que siga
habiendo mujeres jirafa y si no lo haces de qué van a vivir”, dijo
en voz alta, aunque más parecía una reflexión. “No podemos saber
qué es lo mejor para ellas, pero me ha parecido que mientras les
comprábamos se divertían y eran felices”, le dije. No era una
frase creada para tranquilizarla. Realmente pensaba que había sido
así.
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