lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 por la mañana.

El horario del desayuno comenzaba a las siete de la mañana. Supuestamente a esa hora nos venían a buscar para la excursión. Habíamos preguntado en recepción si podían prepararnos una bolsa con comida para llevar pero nos dijeron que abrirían el restaurante un poco antes para que saliéramos ya desayunados. A las siete menos veinte ya estábamos delante de la puerta del comedor pero todavía no estaba preparado. No éramos los únicos que tenían excursión ese día. Había varios grupos que también esperaban al desayuno. Salvo una pareja de chilenos el resto eran asiáticos, aunque no del mismo país. Había japoneses, chinos y tres jóvenes que bien podrían ser tailandeses de Bangkok.
   No abrieron el comedor hasta las siete menos diez. Casi nada de lo que había me apetecía pero no podía salir en ayunas. Engullí unas tostadas, un zumo y a correr. Para las siete ya estaba preparado. Las personas que teníamos excursión nos quedamos en la zona de la piscina, que estaba próxima a la recepción y separada de la calle por una vaya de madera. Fueron llegando guías turísticos que se llevaban a sus clientes. El nuestro no apareció hasta las siete y media. Era un hombre mayor, posiblemente más de sesenta años, delgado y fibroso. Parecía curtido en mil batallas. No hablaba español. La excursión sería en inglés. Se le entendía muy bien, mucho mejor que a Hai.
   El guía nos acompañó hasta el vehículo: la típica camioneta con varias filas de asientos. Casi todos estaban ocupados. En la misma excursión iba una pareja joven china, tres parejas de polacos y nosotros. Nos pusimos en marcha pero paramos enseguida. Se montó otra pareja, estos españoles. Salvo un asiento suelto, situado en la fila delantera junto a la pareja de chinos, todo el vehículo estaba ocupado. Los cuatro españoles estábamos juntos en un único banco en la última fila. Casi no cabíamos. El guía nos dijo que pasáramos alguno al asiento libre junto a los chinos, pero declinamos la oferta. Queríamos ir cada oveja con nuestra pareja.
   No me gustan los viajes organizados, ya lo he comentado antes. Ir tan hacinados no parecía un buen principio. De todos modos, tengo que decir que el grupo era muy bueno. Los polacos eran educados, los chinos silenciosos y la pareja de españoles muy simpáticos. Con estos últimos entablamos conversación enseguida. Como llevaban varios días en Chiang Mai nos dieron unos cuantos consejos útiles. Nos recomendaron algunos lugares para comer y visitar y también el precio de algunas cosas para que regateáramos con fundamento.
   Aunque iba muy incómodo por la falta de sitio me quedé dormido enseguida. Me desperté cuando llegamos a nuestra primera visita turística. Se trataba de una zona montañosa en la que había un par de géiseres. Supongo que en su momento el lugar habría sido pintoresco y bonito pero se había convertido en un complejo de tiendas sin demasiado interés. Los surtidores apenas llamaban la atención entre tantos edificios. Pasamos ahí media hora, que yo aproveché para comprarme otro sombrero. El de Laos era demasiado colorista para pasearme por un país en pleno luto. El nuevo era negro y sobrio.
   El siguiente destino de nuestra excursión era el Templo Blanco. Teníamos que hacer unas dos horas de carretera para llegar. Después de diez minutos de viaje ya estaba agobiado por la falta de espacio. No tenía sitio ni para respirar. Lo de ir cada oveja con su pareja ya no me parecía tan buena idea y estaba dispuesto a abandonar a Pilar. En cuanto parásemos le diría al guía que cambiaba la compañía de mi amiga por la de los chinos. No se puede tener todo en la vida. Ganaba en comodidad pero perdía en entretenimiento: tenía la certeza de que con los chinos no iba a divertirme demasiado.
   El Templo blanco (Wat Rong Khun) es un edificio que comenzó a construirse hace unos pocos años. Todavía no está terminado. Está cerca de Chiang Rai. A pesar de que para llegar nos habíamos pegado una buena kilometrada (entre Chiang Mai y Chiang Rai hay más de tres horas de viaje) nada más verlo pensé que había merecido la pena el esfuerzo. Es original. La estructura recuerda a la de los templos de toda la vida pero tiene detalles muy novedosos. Por ejemplo, el color que, obviamente, es blanco. Además, por toda su superficie hay pequeños espejos que hacen que brille. Casi ninguna pared es lisa. Hay multitud de figuras y formas. Todos los elementos decorativos, que son muchísimos, tienen algún significado. Es un sitio en el que te podrías pasar horas mirando los detalles. El problema es que no tuvimos ese tiempo ni tampoco la tranquilidad para hacerlo. Había centenares de turistas. De hecho, para entrar al templo principal íbamos en fila india mientras por megafonía nos invitaban, en todos los idiomas conocidos, a no detenernos ni para hacer una foto. Ese fue el principal inconveniente del sitio, que no pudimos disfrutarlo con tranquilidad.
   En el Templo Blanco me había sentido agobiado por la gente. Cuando vi la masa de humanidad que se apelotonaba en el restaurante al que nos llevaron a comer mi agobio se convirtió en ansiedad. Me puse más blanco que el propio Templo.

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