El
turismo es una fuente de ingresos muy importante para Tailandia. Lo
cuidan mucho. El norte del país es seguro para los visitantes. Por
ello, aunque andábamos completamente perdidos, era de noche y no se
veía un alma por la calle, no estábamos preocupados. Lo que sí
estábamos era muy cansados. A mí no me hubiera importado coger un
tuk-tuk pese a lo que me desagrada la negociación del precio y el
riesgo a que quieran timarme. No se veía ni uno. Además, aunque
hubiéramos encontrado alguno, Pilar no habría querido cogerlo. En
su caso no era por los motivos que he dado antes sino porque se había
tomado como un reto personal el llegar a nuestro hotel caminando.
Llevábamos
dos mapas, a cada cual más inútil. Pilar se acercó a uno de los
pocos comercios que vimos abiertos a esa hora y preguntó a la
dependienta dónde nos encontrábamos. Le mostró uno de los mapas.
La mujer tardó casi diez minutos en orientarse. Por fin señaló una
zona. Habíamos ido caminando en dirección contraria. Estábamos
mucho más lejos de nuestro destino que una hora antes.
Siguiendo
las indicaciones de la dependienta fuimos avanzando en dirección al
centro de Chiang Mai. Estábamos cerca de una de las calles por las
que pasaba la antigua muralla cuando volvimos a perdernos. Con unos
mapas tan incompletos y con las avenidas sin señalizar era algo
inevitable. Yo estaba desesperado y cada vez insistía más en coger
un tuk-tuk. Vimos las luces de un hotel y le dije a Pilar que nos
acercáramos a ver si había un taxi. No lo había. Pilar sugirió
pedir ayuda al hombre de la recepción. Me pareció bien. El
recepcionista estaba hablando por teléfono y no quisimos
interrumpirle. Por lo visto su conversación era muy interesante
porque pasaban los minutos y no colgaba. Esperábamos pacientemente a
que terminara, colocados cerca de la puerta principal, cuando salió
del ascensor una chica y se dirigió hacia nosotros. Por su aspecto
me di cuenta de que era una de esas mujeres de reputación dudosa.
Posiblemente acababa de hacer un servicio a uno de los hombres del
cuarenta por ciento que viaja a Tailandia para una cosa diferente a
la de ver templos. Llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca
ajustada que le resaltaba los pechos. Tenía una melena larga y
rubia. Portaba gafas de sol pese a ser de noche. “¿Puedo
ayudarles?”, nos preguntó. Le explicamos que nos habíamos perdido
y que necesitábamos localizar nuestra posición en el mapa. Cogió
el plano con resolución y lo miró durante unos segundos. Después
levantó la vista y nos echó un vistazo. “¿Están solo ustedes
dos?” Era una pregunta extraña. Nos quedamos un poco
desconcertados pero respondimos la verdad. Al ver que éramos solo
dos dijo algo que no entendí muy bien. A Pilar le ocurrió lo mismo.
“¿Ha dicho que si queremos nos lleva en su moto?”, me preguntó
Pilar. Le respondí que sí, que a mí también me había parecido
que había dicho eso. La chica no esperó a que le contestáramos.
Hizo un gesto con la mano y nos invitó a que la siguiéramos. Su
ciclomotor estaba aparcado delante del hotel, junto a otros muchos.
Lo sacó del lugar en el que estaba estacionado y lo colocó en el
asfalto. No había necesitado quitar el candado. Ninguna moto lo usa
en Chiang Mai lo que da una idea de lo segura que es esa ciudad. La
chica se sentó delante y nos hizo un gesto para que nos montáramos
detrás. En condiciones normales no me hubiera montado en una moto ni
siendo yo el único que fuera de paquete ni llevando casco. Pero
aquel día estaba cansado y desesperado. Quería llegar al hotel y,
aunque sabía que aquello no era una buena idea, estaba dispuesto a
asumir el riesgo. Supongo que Pilar debía de sentirse igual que yo
así que no puso ninguna objeción a montar en la moto. Eso sí,
antes de hacerlo soltó su clásico “a ver cómo acaba esto”. Mi
amiga se colocó detrás de la chica. Se pegó a ella todo lo que
pudo. Aun así, el trozo de asiento que me quedaba era bastante
pequeño. Lo miré con temor. Entre el cuero en el que debía
sentarme y el asfalto en el que acabarían mis huesos si me caía no
había ninguna barrera. Debía mantener mis nalgas en esos,
aproximadamente, quince centímetros si no quería dejar mi columna
vertebral en las calles de Chiang Mai. Me senté. Me llegó el aroma
de la chica. Olía muy bien. Me agarré a su cintura con ambas manos
pasando mis brazos a ambos lados de Pilar, que quedó en medio de
nosotros dos como si fuera la parte más suculenta de un sándwich.
El tacto de la camiseta de la chica era muy suave y contrastaba con
la firmeza de la carne que se notaba debajo. Ni Pilar ni yo sabíamos
qué hacer con nuestros pies. La chica colocó los suyos encima de
unos pedales laterales y nos dijo que nosotros hiciéramos lo mismo.
Los de Pilar cupieron pero poner también los míos era imposible.
Debía viajar abierto de patas. Eso, unido a ir sin casco, no
presagiaba nada bueno. Una vez más, confié en que Buda me
protegiera. La chica puso el motor en marcha y nos lanzamos a las
calles de Chiang Mai.
Desde
mi posición en la retaguardia veía poco y mal, pero casi era mejor.
De vez en cuando, ante mis ojos, aparecía algún vehículo que venía
en dirección contraria y me moría de miedo. Las luces de la ciudad
pasaban ante mí como en una película de acción. La chica le daba
gas a la moto y avanzábamos a una velocidad nada despreciable. No
quería cogerme demasiado fuerte a sus caderas para no hacerle daño
pero a medida que avanzábamos notaba que mi culo se desplazaba para
atrás y ante el temor de caerme mi instinto me obligaba a agarrarme
con firmeza. A la chica parecía no molestarle. Tenía una soltura y
una determinación que me estaban maravillando. Íbamos tres en una
motocicleta, sin casco y circulando por una ciudad caótica en la que
las normas de tráfico son pocas y mal respetadas y a ella le sobraba
soltura para volverse hacia nosotros y preguntarnos de dónde éramos.
Reconozco que la chica tenía educación y esos formalismos se
agradecen, pero en aquel momento yo hubiera preferido que fuese
mirando hacia adelante y que se hubiera mantenido concentrada en la
conducción. Pilar, que apenas se movía por miedo a que nos
cayéramos, contestó con un hilo de voz que éramos españoles. Por
lo visto la chica había oído hablar de nuestro país porque hizo
algún comentario que no entendí. Entre el ruido de la ciudad, el
del motor y el hecho de que estaba empleando mis cinco sentidos en
mantener mis nalgas en el asiento se me puede disculpar que no me
enterase.
La
chica enfiló una avenida grande y después hizo un giro
relativamente brusco hacia la derecha. Uno de mis pies golpeó el
suelo. Afortunadamente, la suela de la zapatilla era bastante dura.
Como ya he dicho antes, veía poco de lo que pasaba a mi alrededor.
La cosa empeoró cuando una ráfaga de viento desplazó la melena de
la chica y la llevó volando hasta mi cara. Sentí la suave bofetada
de su cabello y noté como se me metían sus pelos en la boca. De
haber sido yo un buen catador de colorantes podría haber dicho la
marca del tinte que usaba. De todos modos, en ese momento ese dato me
parecía intrascendente y estaba mucho más preocupado en mantener el
equilibrio. A esas alturas ya me agarraba a la cadera de la chica con
todas mis fuerzas. Tanto que pensé que le iba a arrancar el
apéndice. Iba a ser como esos curanderos filipinos que dicen abrir
el vientre solo con los dedos, con la diferencia de que lo de ellos
es mentira y lo mío iba a ser real. Me veía cayéndome de la moto y
arrastrando conmigo el intestino de la mujer, que se iría
desenroscando como si fuera la soga de un ancla. La chica no parecía
opinar lo mismo porque seguía conduciendo de lo más relajada.
Aprovechó una recta para volverse de nuevo. Cada vez que nos miraba
a nosotros en lugar de a la carretera me entraba una congoja
tremenda. Nos preguntó dónde estábamos alojados. Pilar le
respondió y empezaron una conversación de la que no me enteré de
casi nada; en esa ocasión estaba concentrado en no tragarme sus
pelos.
Las
calles seguían pasando por delante de mi escaso campo visual a una
velocidad demasiado alta para mis frágiles nervios. De vez en cuando
la luz de un vehículo que venía en dirección opuesta era capaz de
atravesar la capa de cabello que me cubría la cara y me deslumbraba.
Estaba aterrado pero mantenía, más o menos, algo de dignidad. Sin
embargo, cuando pillamos un pequeño bache, la moto saltó un poco y
mi trasero se deslizó un par de centímetros hacia el abismo,
enloquecí. Dicen que cuando uno piensa que va a morir ve toda su
vida como si fuera una película. Yo pensaba que iba a morir pero no
me ocurrió eso. A mí lo que me pasó es que tuve un ataque de risa
histérica e incontrolable. Morir a mi edad por un accidente mientras
iba montado en una motocicleta conducida por una chica de reputación
dudosa, sin casco y compartiendo asiento con dos personas más era
demasiado cómico como para que no me saltara la carcajada. No podía
parar de reír. Pilar me miró aterrada. Pensaba que con mis espasmos
acabaría por tirarnos a todos. La chica, en cambio, seguía de lo
más relajada. “¿Estás bien, muchacho?” me preguntó como si
nada. “No”, le respondí. “Estoy sufriendo un ataque de
pánico”, añadí entre carcajadas. Sonaba poco creíble, pero era
la verdad.
Cuando
llegamos a una calle bastante transitada la chica aminoró la marcha.
Se veían varios restaurantes y bares. Detuvo la motocicleta ante uno
de ellos. El trayecto había finalizado. Me bajé de la moto con
dificultad. Me temblaban las piernas. Pilar también pusó pie en
tierra con alivio. “El mapa, por favor”, le pidió la chica a mi
amiga. Se lo dio. Lo cogió con la seguridad y determinación con que
lo hacía todo. Le bastó un vistazo para localizar nuestra
ubicación. Indicó con un dedo un punto del mapa. “Estamos aquí”,
dijo. “Si seguís esta calle -la
señaló en el plano y luego en la realidad- llegaréis a vuestro hotel”. Nos había dejado a unos doscientos
metros de nuestro alojamiento. La miré con un agradecimiento eterno
y una admiración suprema. Su físico, su determinación, su
generosidad y su arrojo me habían enamorado. Le dimos las gracias
cinco veces: un par en inglés, otra en tailandés y dos en español.
Nos sonrió. Era maravillosa. Había encontrado a mi María Magdalena
personal.
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