El
hotel que habíamos cogido en Chiang Mai era bonito pero poco
práctico. A mí me gusta dormir en la más absoluta oscuridad y en
silencio. Nuestra habitación no me ofrecía ninguna de las dos
cosas. No había persianas y las cortinas eran traslúcidas. La
ventana, un vidrio delgado enmarcado en cuatro maderas, no cerraba
bien. Afortunadamente, no daba a la calle sino a la piscina por lo
que nos evitábamos el ruido del tráfico. Junto al hotel había un
templo. Desde la ventana veíamos sus jardines, sus charcas naturales
y el edificio principal.
Nos
acostamos temprano, a eso de las once de la noche. Me sorprendió que
desde el templo nos llegara el sonido de unos cánticos. Estarían
celebrando algún tipo de rito. Estaba tan cansado que me dormí a
pesar de ellos. No llevaría ni una hora en la cama cuando me
despertó un ruido repetitivo y estridente. Era el canto de los
grillos. No era la primera vez que oía algo así, por supuesto, pero
esos grillos eran los tenores de los grillos. Cantaban a un ritmo
frenético y a un volumen ensordecedor. A los veinte minutos de
haberme despertado ya estaba histérico. Los malditos bichos esos no
callaban. Me acerqué a la ventana a ver si podía cerrarla mejor.
Nada, esos cuatro tablones no daban para más. Pilar también estaba
despierta. Además del ruido, había otra cosa que le impedía
conciliar el sueño. Le dolía la espalda. El masaje empezaba a
pasarle factura. Esos músculos que no sabía que tenía antes de que
se los estiraran le estaban recordando que existían y que no iban a
permitir que los olvidara. Por su tono de voz deduje que el masaje
con las ex presidiarias había dejado de ser una opción. Me acosté.
No
lograba dormirme. Como mucho daba alguna cabezada. Me estaba pasando
la noche en un duermevela. En uno de mis despertares me pareció que
el ruido era todavía mayor que al principio. Presté atención.
Además de los grillos se oían ranas. Las muy anfibias gritaban como
locas. Estas también eran las tenores de las ranas. ¡Qué manera de
croar! Aquello era horroroso. Eran peor que los grillos. Añoré el
asfalto y el cemento. Quizá no sean muy románticos ni naturales,
pero desde luego son infinitamente más silenciosos que esos jardines
y charcas. Si hubiera tenido un veneno capaz de matar a todos esos
bichos creo que lo hubiera utilizado. Decidí que cuando en un
restaurante viera ancas de rana las pediría. Su aspecto me da asco
pero me las comería por venganza; como esos guerreros que arrancan
el corazón a sus enemigos y se lo comen crudo.
Debían
de ser las cuatro de la mañana y ya me había levantado unas tres
veces para ir al baño. No por necesidad, sino por hacer algo. Me iba
a volver loco con tanto ruido. Pilar estaba aun peor que yo. La
espalda la estaba matando. Aun así, como ella es una estoica apenas
se quejaba. Yo, en cambio, no hacía otra cosa que protestar. Acababa
de decir que aquello no podía ser más insoportable cuando tuve que
tragarme mis palabras. La cosa se puso aun peor. Se desató una
tormenta tremenda. Al ruido de los animales se añadió el de las
fuerzas de la naturaleza. Los truenos sonaban como obuses y la lluvia
caía con tanta fuerza que el vidrio de nuestra ventana parecía que
iba a quebrarse. Enterré mi cabeza debajo de la almohada intentando
aislarme de todo aquello pero lo único que conseguí fue medio
asfixiarme. Aquel estruendo infernal era invencible. Estuve despierto
hasta las seis de la mañana, hora en la que habíamos decidido
levantarnos. Cuando estuve preparado para bajar a desayunar se calló
la última rana. Supuse que sería un macho que no había conseguido
aparearse. Le deseé de todo corazón que muriera virgen. Ojalá
nunca una rana se dignara a procrear con él.
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