lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 2 de noviembre de 2016 por la noche.

El hotel que habíamos cogido en Chiang Mai era bonito pero poco práctico. A mí me gusta dormir en la más absoluta oscuridad y en silencio. Nuestra habitación no me ofrecía ninguna de las dos cosas. No había persianas y las cortinas eran traslúcidas. La ventana, un vidrio delgado enmarcado en cuatro maderas, no cerraba bien. Afortunadamente, no daba a la calle sino a la piscina por lo que nos evitábamos el ruido del tráfico. Junto al hotel había un templo. Desde la ventana veíamos sus jardines, sus charcas naturales y el edificio principal.
   Nos acostamos temprano, a eso de las once de la noche. Me sorprendió que desde el templo nos llegara el sonido de unos cánticos. Estarían celebrando algún tipo de rito. Estaba tan cansado que me dormí a pesar de ellos. No llevaría ni una hora en la cama cuando me despertó un ruido repetitivo y estridente. Era el canto de los grillos. No era la primera vez que oía algo así, por supuesto, pero esos grillos eran los tenores de los grillos. Cantaban a un ritmo frenético y a un volumen ensordecedor. A los veinte minutos de haberme despertado ya estaba histérico. Los malditos bichos esos no callaban. Me acerqué a la ventana a ver si podía cerrarla mejor. Nada, esos cuatro tablones no daban para más. Pilar también estaba despierta. Además del ruido, había otra cosa que le impedía conciliar el sueño. Le dolía la espalda. El masaje empezaba a pasarle factura. Esos músculos que no sabía que tenía antes de que se los estiraran le estaban recordando que existían y que no iban a permitir que los olvidara. Por su tono de voz deduje que el masaje con las ex presidiarias había dejado de ser una opción. Me acosté.
   No lograba dormirme. Como mucho daba alguna cabezada. Me estaba pasando la noche en un duermevela. En uno de mis despertares me pareció que el ruido era todavía mayor que al principio. Presté atención. Además de los grillos se oían ranas. Las muy anfibias gritaban como locas. Estas también eran las tenores de las ranas. ¡Qué manera de croar! Aquello era horroroso. Eran peor que los grillos. Añoré el asfalto y el cemento. Quizá no sean muy románticos ni naturales, pero desde luego son infinitamente más silenciosos que esos jardines y charcas. Si hubiera tenido un veneno capaz de matar a todos esos bichos creo que lo hubiera utilizado. Decidí que cuando en un restaurante viera ancas de rana las pediría. Su aspecto me da asco pero me las comería por venganza; como esos guerreros que arrancan el corazón a sus enemigos y se lo comen crudo.
   Debían de ser las cuatro de la mañana y ya me había levantado unas tres veces para ir al baño. No por necesidad, sino por hacer algo. Me iba a volver loco con tanto ruido. Pilar estaba aun peor que yo. La espalda la estaba matando. Aun así, como ella es una estoica apenas se quejaba. Yo, en cambio, no hacía otra cosa que protestar. Acababa de decir que aquello no podía ser más insoportable cuando tuve que tragarme mis palabras. La cosa se puso aun peor. Se desató una tormenta tremenda. Al ruido de los animales se añadió el de las fuerzas de la naturaleza. Los truenos sonaban como obuses y la lluvia caía con tanta fuerza que el vidrio de nuestra ventana parecía que iba a quebrarse. Enterré mi cabeza debajo de la almohada intentando aislarme de todo aquello pero lo único que conseguí fue medio asfixiarme. Aquel estruendo infernal era invencible. Estuve despierto hasta las seis de la mañana, hora en la que habíamos decidido levantarnos. Cuando estuve preparado para bajar a desayunar se calló la última rana. Supuse que sería un macho que no había conseguido aparearse. Le deseé de todo corazón que muriera virgen. Ojalá nunca una rana se dignara a procrear con él.

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