Suele
decirse que los niños son de goma y que cuando se caen rebotan. El
de los guantes rojos no había sufrido, exactamente, una caída pero
enseguida se puso en pie. Creo que todos respiramos con alivio.
Desapareció por su esquina ayudado por sus compañeros. Nos
estábamos recuperando de las emociones vividas cuando anunciaron el
segundo combate. Esta vez la música que sonó mientras entraban los
boxeadores fue “The final countdown” de Europe. Pilar se quedó
atónita cuando vio a los nuevos púgiles. Eran dos niños de unos
nueve o diez años. Ocuparon sus esquinas como si fueran unos
profesionales. También iban acompañados de sus equipos de
asistentes. El de rojo hizo un ritual previo de movimientos muy
complejo, similar al que había hecho antes el boxeador rojo. El de
azul también hizo algo, pero no tan vistoso. Azul y rojo habían
ocupado las mismas esquinas que en el duelo anterior. Esta vez los
dos rivales eran físicamente muy similares, aunque el de azul tenía
cara de más mala leche. Antes de empezar el combate estábamos
seguros de que ganaría él.
Campanada
y comenzó la pelea. Como eran niños creímos que el combate tendría
menos asaltos, pero duró cinco. En las esquinas del cuadrilátero
había unos carteles luminosos que anunciaban el round
en el que estábamos.
Los
rivales apenas se tantearon. Comenzaron a sacudirse nada más sonar
la campana. Lo hacían con esmero. Las patadas, codazos y demás eran
iguales a las que se habían dado en el combate anterior solo que
menos potentes. Ambos se empleaban a fondo. De vez en cuando Pilar
soltaba un “¡Ay, dios mío!”, pero poco a poco se iba
acostumbrando al espectáculo. Entre asalto y asalto los niños
hacían todo el ritual que habíamos visto antes: entrada en la
paellera, mojadura de arriba abajo, estiramiento, posicionamiento de
la coquilla y colocación del protector dental. Toda una
parafernalia.
El
duelo estuvo muy igualado. A ninguno de los dos se le vio al borde
del ko. Para ser tan pequeños tenían una técnica nada
despreciable. Hacían barridos, patadas laterales, etc. con mucho
estilo y precisión. Nos dio la impresión de que el azul había
ganado a los puntos. Cuando terminó el combate, el árbitro que
estaba sobre el cuadrilátero preguntó a los jueces por su
puntuación. Había un juez en cada lateral del ring.
El juicio de los expertos había sido similar al nuestro. El azul
había vencido. Al igual que había hecho el ganador anterior, el
niño de los guantes azules fue al rincón de su rival, hizo un gesto
con la cabeza de saludo/disculpa y bebió algo del agua que le
ofrecieron. Luego fue a su esquina y celebró su victoria.
El
siguiente combate era entre dos mujeres. La de azul tenía un apodo.
Se llamaba “Chocolate”, dicho y escrito en español. En los dos
combates anteriores había coincidido que el niño azul era el más
fuerte y combativo y el niño rojo el más dulce y guapo. En este
caso ocurrió lo mismo. La chica roja era guapa y tenía buen tipo.
La Chocolate, no. De hecho, daba algo de miedo. Le pregunté a Pilar
que le parecería que fuera al masaje con las ex presidiarias y le
saliera una masajista como Chocolate. No me contestó pero su cara de
espanto me lo dijo todo.
La
chica de rojo, que se desplazaba por la lona con la gracia de una
bailarina, comenzó el ritual de movimientos previo al combate.
Repitió los mismos gestos que habían hecho antes los niños. Visitó
las esquinas, puso una rodilla en el suelo simulando que remaba, etc.
Chocolate no se movió de su esquina. Ni el más mínimo ritual. Es
más, hubo un momento que se quedó mirando a la bailarina roja y
luego se volvió hacia su equipo de preparadores poniendo una cara
que decía claramente “¿qué hace esta payasa?”. Estar en los
asientos VIP nos permitía ver todos estos detalles, para mí tan
importantes como el propio combate.
El
niño de azul que había combatido justo antes se posicionó en la
esquina de Chocolate junto a los asistentes de esta. Al principio
pensamos que serían familia. Luego nos dimos cuenta de que todos los
combates eran, en realidad, entre dos equipos. Llegamos a la
conclusión de que lo que estábamos viendo era el duelo entre dos
gimnasios. Los de rojo pertenecían a uno y los de azul a otro. Hasta
ese momento el equipo de los azules iba ganando dos a cero y vista la
pinta de mala leche que tenía Chocolate intuimos que pronto se
pondrían tres a cero.
Comenzó
el combate. Ambas rivales se lanzaron a luchar como locas. Estaban
rabiosas. Nos quedamos sorprendidos. Ni siquiera habían hecho un
tanteo previo. Daba la impresión de que, si hubiera estado
permitido, se habrían sacado los ojos. Se pegaban con una saña
tremenda. Pronto se vio que la bailarina roja tenía mucha más
técnica y gracia. Soltaba patadas, hacía giros, lanzaba codazos...
La estrategia de Chocolate era diferente. Paraba los golpes y
avanzaba lenta pero inexorablemente hacia su rival. Cuando la tenía
acorralada contra las cuerdas le soltaba unos puñetazos tremendos.
Apenas hacía juego de piernas. Solo unos pocos rodillazos cuando no
tenía otra alternativa. Economizaba sus fuerzas. En cambio, la
bailarina roja era generosa en su esfuerzo. Cada una de sus piruetas
era vistosa pero consumía mucha energía. El primer asalto terminó
igualado. Chocolate había recibido unas cuantas patadas y puñetazos
pero parecían no haberle hecho ningún daño. Era imperturbable. La
bailarina roja había recibido pocos golpes pero de mucha potencia.
Además, se le notaba más cansada. Al igual que en los combates
anteriores, en el descanso se repetía el ritual de la paellera, etc.
Sonó
la campana que daba inicio al segundo asalto. La bailarina roja salió
con mucha energía. Había recuperado fuerzas en el descanso. Lanzó
una patada lateral y, casi seguido, hizo un giro de 360º con
lanzamiento de una pierna que golpeó de lleno en Chocolate. Esta
encajó el golpe como si nada, pero me pareció distinguir en su casi
imperturbable expresión un asomo de “te vas a enterar”. Los
primeros segundos de ese asalto siguieron en la misma tónica, con la
bailarina lanzando patadas y derrochando energías. Chocolate paraba
los golpes y esperaba. Cuando el ritmo de la roja empezó a decaer,
Chocolate inició su lento pero implacable avance. Lanzaba puñetazos
potentes a un ritmo casi constante. No golpea deprisa pero sí con
determinación. La bailarina ya no era capaz de esquivarlos con tanta
precisión y no le quedaba otro remedio que retroceder. Chocolate
continuaba avanzando hasta que ponía a la roja contra las cuerdas.
Una vez que la tenía atrapada la golpeaba de manera inclemente.
Supongo que Chocolate debía de pensar “soy fea y contrahecha y no
me podré dedicar a dar masajes, pero puedo repartir hostias como
panes”. Y lo cierto es que lo hacía. Pegaba con fundamento.
Cuando
terminó el segundo asalto no teníamos dudas de que Chocolate iba a
ganar. En su rostro se veían algunas marcas de los golpes recibidos
pero su expresión no mostraba dolor. En cambio, la bailarina roja
respiraba a mucha velocidad y se le notaba agotada. Todavía no había
encajado muchos golpes pero estaba claro que los iba a recibir, y muy
duros.
En
el inicio del tercer asalto la bailarina roja hizo lo mismo que en
los anteriores. Comenzó con patadas y piruetas gastando la poca
energía que le quedaba. Chocolate apenas tuvo que esperar. Enseguida
tuvo a su rival sometida. Daba sus pasos lentamente pero con
determinación. “Es como una elefanta”, comentó Pilar. Era
cierto. Me recordó a la elefanta de Luang Prabang. Cuando la
bailarina estuvo atrapada contra las cuerdas, Chocolate la golpeó
sin piedad. Era un puñetazo tras otro. Creíamos que la bailarina
caería ko. Estuvo recibiendo golpes un buen rato hasta que pudo
zafarse. Se alejó lo que pudo de Chocolate y lanzó alguna tímida
patada condenada al fracaso antes de iniciarse. La azul, en cambio,
con las fuerzas intactas continuó con su estrategia de acoso y
derribo. Al terminar el tercer asalto la bailarina roja estaba rota.
“¿Por
qué no abandona?”, me preguntó Pilar. No supe qué contestarle.
La bailarina roja no estaba en condiciones de seguir. Sus ayudantes
tendrían que haber arrojado la toalla. Quizás ella no quisiera.
Iban a hacerle los ejercicios de estiramiento pero les dijo que no.
No tenía fuerzas ni para eso. Aun así, cuando sonó la campana
dando inicio al cuarto asalto se levantó aparentando que tenía
energía y se lanzó hacia su rival. Fue el canto del cisne.
Enseguida estuvo otra vez acorralada. Mientras Chocolate la golpeaba,
su rostro mostraba una extraña sumisión. Me recordaba a la
escultura del éxtasis de Santa Teresa de Bernini. Elevaba los ojos
al cielo y recibía su penitencia. Chocolate la golpeaba
imperturbable. Al principio la bailarina se protegía con los brazos
pero ya estaba tan agotada que no podía hacer otra cosa que encajar
los puñetazos a bocajarro. Aceptaba el castigo con resignación.
Quizá esto que voy a decir ahora no fuera real pero me pareció que
había algo de entrega voluntaria en sus gestos, como si en aquellos
golpes encontrara algo de satisfacción, quién sabe si placer.
Al
final del cuarto asalto estábamos preocupados. La bailarina roja
apenas se tenía en pie. Pilar volvió a preguntarme por qué no
tiraban la toalla. Yo me hacía la misma pregunta. Aquello no tenía
sentido. El combate estaba decidido desde hacía tiempo. Sonó la
campana y la bailarina roja se lanzó sobre Chocolate no sé si a
golpearla o a entregarle la vida. Chocolate la acorraló por enésima
vez y la golpeó repetidamente. La expresión de la bailarina
mientras recibía los puñetazos me sobrecogía. Estaba mojada, con
el pelo revuelto y la mirada vuelta hacia el cielo como si esperara
un mensaje de Buda o de algún dios al que profesase devoción. Era
guapa y su belleza en ese momento resultaba trágica. La agonía se
prolongó hasta que terminó el combate. Milagrosamente, no se había
desplomado. Fue hacia su esquina como una muerta viviente. Chocolate,
pese a sus maneras rudas, sí cumplió con el ritual del final del
combate. Fue a la esquina de los rojos, hizo el saludo de disculpa y
bebió de su agua. Cuando regresó a su rincón apenas celebró la
victoria. Tan fría al final del combate como lo había estado al
principio.
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