viernes, 11 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 30 de octubre de 2016 por la mañana.

Debido a la diferencia horaria cuando salimos de Dubai ya es día 30. Me paso el vuelo hasta Bankgok durmiendo. Tenemos tres horas hasta coger nuestro siguiente avión. Hemos llegado puntuales pero no tenemos claro cuánto tiempo necesitaremos para hacer los trámites. Hay que entrar en Tailandia, coger las maletas, buscar nuestra nueva compañía aérea, facturar, hacer los trámites para dejar Tailandia y los necesarios para entrar en Laos. Esto último es lo que más nos agobia. Suponemos que podremos hacer el visado al llegar al país pero a mí todos estos temas burocráticos-legales me agobian. Por si acaso vamos con rapidez hacia el control de pasaportes. Dejamos atrás a la mayoría de pasajeros que venían con nosotros desde Dubai y nos plantamos en la fila de la Aduana. Hay varias ventanillas y muchísimos viajeros en nuestra misma situación. Afortunadamente, las filas avanzan con rapidez. Entrar en Tailandia es muy sencillo. Los españoles no necesitamos visado si vamos a estar menos de treinta días. Tampoco se pagan tasas. Es tan simple como mostrar el pasaporte, dejar que te hagan una foto y entregar un formulario que nos habían dado previamente en el avión. Primera prueba superada en menos de cuarenta y cinco minutos. Vamos a por las maletas convencidos de que ya estarían en la cinta. Nos equivocamos. Al llegar solo estaban ahí las de clase preferente. Las nuestras no salieron hasta el final. Durante bastante tiempo tuvimos el temor de que nos las hubieran perdido. En mi caso no sería una novedad. Tengo mala suerte para esas cosas. Pero esta vez no ocurrió. Emirates, una vez más, no me decepcionó. Una hora y media más tarde de nuestra llegada a Tailandia estábamos preparados para salir del país. Nos dirigimos a los mostradores de Bangkok Airlines. No había casi gente así que pudimos hacer la facturación en menos de quince minutos. Cambiamos algunos euros a la moneda local, el Bath, y nos dirigimos al control de seguridad. Pensábamos que los trámites más lentos ya estaban solucionados pero no era así. Teníamos un nuevo control de pasaportes con una fila que asustaba. Nuestro vuelo salía en poco más de una hora. Debido al luto por la muerte del rey del país se aconsejaba a los turistas vestir con sobriedad. Como no me gusta tener líos con las autoridades me había puesto un pantalón negro y una camisa oscura. En el aeropuerto comprobé que había sido una precaución innecesaria. La gente iba vestida de cualquier modo. Justo delante de nosotros, en la fila, teníamos una extranjera cuya vestimenta era lo contrario al decoro. Su atuendo, en el que destacaban unas mallas que de tan ceñidas marcaban cada una de las hendiduras de la anatomía de su entrepierna, resultó ser más útil que cualquier prenda funeraria. Había carteles por todas partes en las que se indicaba que estaba prohibido sacar fotografías y utilizar el móvil. A la extranjera eso le daba igual. Ella contaba con sus mallas como arma poderosa. Llegó con el móvil encendido hasta las mismas narices del policía. No había preparado la documentación así que todos los que estábamos detrás tuvimos que esperar a que, con parsimonia, sacará el pasaporte y el visado. Reconozco que de haber sido yo el policía la hubiera detenido por usar el móvil. Encerrada en una cárcel tailandesa y rodeada de lesbianas agresivas habría podido aprender unas cuantas cosas. La historia, por supuesto, no acabó así. La extranjera lanzó una sonrisa al policía que lo dejó embobado. Él le dio una reprimenda paternal y, mientras la extranjera se iba de ahí con la sensación de victoria, la siguió con la mirada fija en sus nalgas. Cuando me tocó a mí al policía se le cambió la cara, aunque no era hostil. Era de aburrimiento. Yo no llevaba unas mallas. Creo que no me hubieran quedado tan bien como a la extranjera. En estos casos mi estrategia es la de ser el hombre invisible. Conseguir el objetivo rápido y sin problemas. Funcionó. Estábamos en la puerta de embarque a tiempo. Hasta ese momento todo en el viaje había ido demasiado bien para ser verdad. Había llegado la hora de que las cosas se torcieran.