lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 2 de noviembre de 2016 por la mañana.

Nuestro avión a Chiang Mai salía a mediodía así que nos tomamos esa mañana con calma. Nos levantamos tarde y desayunamos con parsimonia. Después fuimos a la recepción a pagar la estancia. En suspenso estaba cuánto nos cobrarían por el traslado del aeropuerto al hotel del día de nuestra llegada. Habíamos contratado ida y vuelta al aeropuerto por doce dólares, pero la ida había sido algo accidentada. Nuestro vuelo había llegado con retraso y el conductor del hotel no nos había esperado. Habíamos cogido un taxi que luego fue pagado por el recepcionista del hotel. Vi el billete que le dio. En aquel momento yo desconocía su valor pero para entonces ya sabía que era de 20.000 kips. Por lo tanto, el precio laosiano para un traslado del hotel al aeropuerto era de unos 2,5 dolares. Estaba intrigado por ver cuánto nos cobraban a nosotros.
   El recepcionista hizo las cuentas. Nos dijo el precio de la habitación. Ningún problema; era el que habíamos contratado por internet. Se portó bien y no nos cobró nada por el primer traslado al aeropuerto. Fue un detalle elegante que nos sorprendió gratamente. Como el hotel tenía sus propios taxistas le preguntamos cuánto nos cobrarían por llevarnos al aeropuerto. Su respuesta fue “doce dólares”, ya que habíamos contratado ida y vuelta. Eso sí que no nos sorprendió. Estábamos en Luang Prabang. Le dijimos que no nos interesaba. Ya buscaríamos nuestro propio taxi. Por delante de la puerta pasaban tuk-tuks constantemente. Pilar le pidió una factura y el recepcionista le comentó que nos la preparaba en un momento y que cuando bajáramos para irnos ya estaría lista.
   Subimos a la habitación. Teníamos media hora para descansar y acabar de hacer las maletas. Aprovechamos para calcular cuánto deberíamos pagar por el taxi al aeropuerto. Si a un laosiano le cobraban 20.000 kips a un farang le cobrarían, al menos, el doble. Como no sabemos regatear tendríamos que abonar un plus. Por lo tanto, decidimos que como máximo pagaríamos 50.000 kips. Era una cantidad generosa para ellos y no desproporcionada para nosotros (unos 5,5 euros). Con todos los deberes hechos, cogimos las maletas y bajamos a la recepción. La factura estaba preparada. Todo correcto... o tal vez no. Ahí había un tipo que tenía toda la pinta de ser un conductor. “Creo que nos está esperando un chófer”, dijo Pilar. “Será para otros. Nosotros ya hemos dicho que no queremos”, afirme con determinación. Vale, lo admito, en ocasiones no me entero de la fiesta. Era un conductor y era para nosotros. De hecho, para cuando nos quisimos dar cuenta ya había cogido la maleta de Pilar y la sacaba hacia la calle. El recepcionista hizo lo mismo con la mía.
   Tardé un rato en reaccionar, tanto que para cuando lo hice ya estábamos junto al coche. Aun así, no estaba dispuesto a subirme en él sin haber acordado un precio que me pareciera adecuado. Era cansino y exasperante tener que andar siempre así. “¿Cuánto cuesta el traslado al aeropuerto?”, le pregunté al recepcionista. No lo hice con hostilidad, que era lo que se merecía, pero sí con la suficiente autoridad para que se diera cuenta de que no íbamos a aceptar cualquier precio. “Cincuenta mil kips”, me respondió. ¡Diana! Era justo lo que habíamos pensado pagar. Nos subimos al vehículo y partimos en dirección al aeropuerto.
   El día de la llegada a Luang Prabang el aeropuerto me había parecido bastante cutre. Por la noche y cansado uno tiende a ver las cosas peor de lo que son. Esa mañana, en cambio, hacía un sol radiante y estábamos en plena forma así que, aunque modesto, me pareció un edificio digno. Mi impresión del lugar mejoró más al realizar los trámites burocráticos. Facturamos y pasamos el control de seguridad en muy pocos minutos. Relajados porque todo había ido bien nos sentamos a esperar la hora de embarque. Llevábamos un rato leyendo tranquilamente cuando Pilar soltó una carcajada. “¡Mira!”, me dijo, “ya sé dónde me voy a dar un masaje cuando estemos en Chiang Mai”. Me mostró su guía para que le echara un vistazo. Leí lo que ponía. Había un centro en Chiang Mai que empleaba a mujeres que habían estado en la cárcel como masajistas. Era una forma de evitar que sufrieran exclusión social. Aunque la idea me pareció muy buena yo no estaba dispuesto a dejar mis vertebras a su merced. Según ponía en la guía, te daban un masaje “enérgico”. Esa palabra me intimidaba un poco. A Pilar, en cambio, la vi decidida a aceptar el reto.
   Estábamos tan cómodos y relajados en aquel lugar que no fuimos conscientes de que el tiempo pasaba, y de que lo hacía rápidamente. Un tipo se colocó delante. Pilar y yo estábamos a lo nuestro, pero aun así notamos su presencia. Nos quedamos mirándolo intrigados. Era un empleado de una compañía aérea. “¿Van a Chiang Mai?”, nos preguntó. Entonces nos dimos cuenta de lo que ocurría. Pilar puso cara de espanto. Yo miré mi reloj y vi que faltaban menos de veinte minutos para la salida de nuestro avión. Nos habíamos relajado tanto que estábamos a punto de perder el vuelo. Le dimos las gracias al empleado y salimos disparados hacia la puerta de embarque. Afortunadamente, nos habían esperado. Un rato después contemplábamos Luang Prabang desde el aire. Me resultó extraño ver la ciudad y que no oliera a brasas.

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