Nuestro
avión a Chiang Mai salía a mediodía así que nos tomamos esa
mañana con calma. Nos levantamos tarde y desayunamos con parsimonia.
Después fuimos a la recepción a pagar la estancia. En suspenso
estaba cuánto nos cobrarían por el traslado del aeropuerto al hotel
del día de nuestra llegada. Habíamos contratado ida y vuelta al
aeropuerto por doce dólares, pero la ida había sido algo
accidentada. Nuestro vuelo había llegado con retraso y el conductor
del hotel no nos había esperado. Habíamos cogido un taxi que luego
fue pagado por el recepcionista del hotel. Vi el billete que le dio.
En aquel momento yo desconocía su valor pero para entonces ya sabía
que era de 20.000 kips. Por lo tanto, el precio laosiano para un
traslado del hotel al aeropuerto era de unos 2,5 dolares. Estaba
intrigado por ver cuánto nos cobraban a nosotros.
El
recepcionista hizo las cuentas. Nos dijo el precio de la habitación.
Ningún problema; era el que habíamos contratado por internet. Se
portó bien y no nos cobró nada por el primer traslado al
aeropuerto. Fue un detalle elegante que nos sorprendió gratamente.
Como el hotel tenía sus propios taxistas le preguntamos cuánto nos
cobrarían por llevarnos al aeropuerto. Su respuesta fue “doce
dólares”, ya que habíamos contratado ida y vuelta. Eso sí que no
nos sorprendió. Estábamos en Luang Prabang. Le dijimos que no nos
interesaba. Ya buscaríamos nuestro propio taxi. Por delante de la
puerta pasaban tuk-tuks constantemente. Pilar le pidió una factura y
el recepcionista le comentó que nos la preparaba en un momento y que
cuando bajáramos para irnos ya estaría lista.
Subimos
a la habitación. Teníamos media hora para descansar y acabar de
hacer las maletas. Aprovechamos para calcular cuánto deberíamos
pagar por el taxi al aeropuerto. Si a un laosiano le cobraban 20.000
kips a un farang le cobrarían, al menos, el doble. Como no sabemos
regatear tendríamos que abonar un plus. Por lo tanto, decidimos que
como máximo pagaríamos 50.000 kips. Era una cantidad generosa para
ellos y no desproporcionada para nosotros (unos 5,5 euros). Con todos
los deberes hechos, cogimos las maletas y bajamos a la recepción. La
factura estaba preparada. Todo correcto... o tal vez no. Ahí había
un tipo que tenía toda la pinta de ser un conductor. “Creo que nos
está esperando un chófer”, dijo Pilar. “Será para otros.
Nosotros ya hemos dicho que no queremos”, afirme con determinación.
Vale, lo admito, en ocasiones no me entero de la fiesta. Era un
conductor y era para nosotros. De hecho, para cuando nos quisimos dar
cuenta ya había cogido la maleta de Pilar y la sacaba hacia la
calle. El recepcionista hizo lo mismo con la mía.
Tardé
un rato en reaccionar, tanto que para cuando lo hice ya estábamos
junto al coche. Aun así, no estaba dispuesto a subirme en él sin
haber acordado un precio que me pareciera adecuado. Era cansino y
exasperante tener que andar siempre así. “¿Cuánto cuesta el
traslado al aeropuerto?”, le pregunté al recepcionista. No lo hice
con hostilidad, que era lo que se merecía, pero sí con la
suficiente autoridad para que se diera cuenta de que no íbamos a
aceptar cualquier precio. “Cincuenta mil kips”, me respondió.
¡Diana! Era justo lo que habíamos pensado pagar. Nos subimos al
vehículo y partimos en dirección al aeropuerto.
El
día de la llegada a Luang Prabang el aeropuerto me había parecido
bastante cutre. Por la noche y cansado uno tiende a ver las cosas
peor de lo que son. Esa mañana, en cambio, hacía un sol radiante y
estábamos en plena forma así que, aunque modesto, me pareció un
edificio digno. Mi impresión del lugar mejoró más al realizar los
trámites burocráticos. Facturamos y pasamos el control de seguridad
en muy pocos minutos. Relajados porque todo había ido bien nos
sentamos a esperar la hora de embarque. Llevábamos un rato leyendo
tranquilamente cuando Pilar soltó una carcajada. “¡Mira!”, me
dijo, “ya sé dónde me voy a dar un masaje cuando estemos en
Chiang Mai”. Me mostró su guía para que le echara un vistazo. Leí
lo que ponía. Había un centro en Chiang Mai que empleaba a mujeres
que habían estado en la cárcel como masajistas. Era una forma de
evitar que sufrieran exclusión social. Aunque la idea me pareció
muy buena yo no estaba dispuesto a dejar mis vertebras a su merced.
Según ponía en la guía, te daban un masaje “enérgico”. Esa
palabra me intimidaba un poco. A Pilar, en cambio, la vi decidida a
aceptar el reto.
Estábamos
tan cómodos y relajados en aquel lugar que no fuimos conscientes de
que el tiempo pasaba, y de que lo hacía rápidamente. Un tipo se
colocó delante. Pilar y yo estábamos a lo nuestro, pero aun así
notamos su presencia. Nos quedamos mirándolo intrigados. Era un
empleado de una compañía aérea. “¿Van a Chiang Mai?”, nos
preguntó. Entonces nos dimos cuenta de lo que ocurría. Pilar puso
cara de espanto. Yo miré mi reloj y vi que faltaban menos de veinte
minutos para la salida de nuestro avión. Nos habíamos relajado
tanto que estábamos a punto de perder el vuelo. Le dimos las gracias
al empleado y salimos disparados hacia la puerta de embarque.
Afortunadamente, nos habían esperado. Un rato después
contemplábamos Luang Prabang desde el aire. Me resultó extraño ver
la ciudad y que no oliera a brasas.
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