Siempre
suelo decir que lo peor de un viaje es el viaje. Es decir, el
desplazamiento. Tras nuestra visita a las mujeres jirafa habíamos
completado la excursión pero debíamos volver a “casa”, de la
que nos separaban casi cuatro horas de carretera. Se trataba de ir a
Chiang Rai y de allí a Chiang Mai.
Algo
que había constatado en los días que llevaba de vacaciones era que
en esos países el uso del aire acondicionado era generoso. Por si
acaso el conductor ponía el de la camioneta muy fuerte me había
llevado un jersey. Fue una buena previsión. Hubo un momento en que
la temperatura dentro del vehículo no superaría los dieciocho
grados. Tanto frío hacía que los polacos pidieron al guía que
bajara el aire. “Vosotros deberíais estar acostumbrados”, les
respondió este. “Bastante frío pasamos todo el año como para
querer pasarlo también aquí”, le replicó uno de los polacos.
Creí que el guía escucharía su petición pero no hizo ni caso.
Seguimos con el aire a la misma temperatura. Yo iba relativamente
abrigado así que no lo pasé mal. De todos modos, viendo la actitud
del guía la opción de darle algo de propina había quedado
descartada. No sé qué tal se lo tomarían los polacos. Me imagino
que no muy bien, aunque como los tenía detrás no pude ver sus
caras. A la que sí vi fue a la china. Iba con ropa de verano, como
era lógico. Sin embargo, en aquella camioneta estábamos igual que
dentro de un frigorífico. La pobre chica, que era poca cosa, parecía
un pajarillo. Se le notaba que estaba helada. Durante el viaje adoptó
todo tipo de posturas para protegerse del frío. Creo que después de
aquello podría haberse dedicado a trabajar en un circo como
contorsionista.
El
viaje se me hizo tremendamente aburrido. No me había llevado ninguna
novela, el paisaje no era especialmente llamativo y no conseguía
conciliar el sueño. Ni siquiera las posturas imposibles de la china,
algunas de ellas muy meritorias, conseguían distraerme. Además,
pese a la ropa que llevaba, tras más de tres horas quieto me había
quedado pasmado. Ansiaba el momento de salir a la calle y disfrutar
de la temperatura de Chiang Mai, que a mi parecer era la perfecta:
veintitrés grados. El vehículo tenía que dejarnos a cada uno ante
la puerta de nuestro hotel. El guía, que debía de tener tantas
ganas de perdernos de vista a nosotros como nosotros a él, nos dio
la opción de bajarnos en el Mercado Nocturno, que estaba a una media
hora de nuestro alojamiento. Yo estaba deseando salir de ahí. Me
hubiera bajado en cualquier sitio, incluido el infierno donde seguro
que estaba bien calentito, así que lo del Mercado Nocturno me
pareció una opción excelente. Lo consulté con Pilar y estuvo de
acuerdo. Le lanzamos al guía un adiós que sonó a un “si te he
visto no me acuerdo” y salimos de la camioneta disparados.
Chiang
Mai tiene varios mercados nocturnos pero están unidos unos a otros
de modo que yo era incapaz de distinguirlos. Los veía como un único
mercado gigante. Cuando llegamos estaban en plena actividad. Se veía
una mayor diversidad de productos que en Laos. Mientras que en Luang
Prabang casi todo era artesanal en los de Chiang Mai podía comprarse
un poco de todo, incluidos aparatos electrónicos. En esa ocasión no
prestamos demasiada atención a los puestos callejeros. Teníamos
hambre y nuestra prioridad era encontrar un sitio en el que cenar.
Nos metimos por unas cuantas callejuelas hasta que dimos con una en
la que había varios restaurantes. Intentamos mirar las cartas de los
primeros pero no podíamos hacerlo porque enseguida se nos acercaba
algún empleado a invitarnos a entrar. Ni a Pilar ni a mí nos gusta
que nos agobien. Cada vez que se nos acercaba una de esas personas
nos alejábamos. De esta manera fuimos pasando de un local a otro a
lo largo de la calle hasta que llegamos a uno en el que el personal
que hacía el reclamo para que te quedaras a cenar eran tres chicas
jóvenes. En vez de acosarnos lo que hicieron cuando nos vieron fue
empezar a gritar como histéricas. No era un grito estridente. Era
más bien como el gorjeo de los pájaros. Además, movían las manos
como si estuvieran aleteando. Nos hicieron gracia. Nos pusimos a
mirar la carta lo que hizo que las chicas aumentaran sus grititos.
Era un barullo agradable. El menú nos convenció así que decidimos
entrar. Cuando las tres chicas vieron que nos metíamos en el local
se pusieron como locas. Eran unas criaturas encantadoras. Pilar imitó
su gorjeo y yo me limité a contemplarlas maravillado. El cuarenta
por ciento de los hombres que viajan solos a Tailandia lo hace por
turismo sexual. Cuando uno está allí lo entiende. Las tailandesas
son muy guapas. Desde mi punto de vista las más atractivas de las
mujeres orientales. También los hombres de ese país lo son. Tienen
una combinación de rasgos asiáticos y occidentales perfecta. Además
de guapas, las mujeres son dulces y cariñosas. Es imposible no
sentirse seducido por ellas.
Todo
el personal del restaurante era femenino, algo nada raro en ese país.
Cenamos bastante bien. Después de llenar la tripa y de que nuestra
temperatura corporal recuperara de nuevo los treinta y siete grados
nos sentíamos en disposición de regresar al hotel dando un paseo.
Mientras
callejeábamos en dirección a nuestro alojamiento nos topamos con el
Mercado de Anusan, que es una calle comercial con puestos a ambos
lados y en el centro. En ese momento un grupo de travestis, todos
impresionantemente vestidos, anunciaban su espectáculo. Actuaban en
un local de esa misma calle todos los días a las nueve de la noche.
A Pilar le apetecía verlo así que decidimos que iríamos el sábado
a la noche. En ese momento estábamos demasiado cansados tras la
excursión y lo que nos apetecía era descansar en el hotel.
Queríamos llegar cuanto antes a la habitación. Miramos el mapa.
Parecía que iba a ser sencillo. Una calle larga en línea recta,
luego girar a la izquierda, recorrer unos doscientos metros, giro a
la derecha, otra calle larga y enseguida el hotel. Sí, sí, así de
sencillo. A los cinco minutos ya estábamos perdidos. Una hora más
tarde seguíamos vagando desorientados por callejuelas oscuras.
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