lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la noche (parte 1)

Uno de mis temores antes de ir al estadio de muay thai era que los combates no fueran reales; que no fuera más que un circo para turistas en el que los luchadores solo simularan pegarse. Nada más entrar al pabellón intuí que no iba a ser así. Aquel lugar olía a boxeo tailandés por los cuatro costados. Los jueces y demás personal masculino que andaban por ahí tenían las narices rotas. Se notaba que eran tipos duros que se habían llevado más de una paliza. Cuando entramos sonaba música en directo. Recordaba a la de los encantadores de serpientes. Los músicos eran tres, dos con tambores y uno con algo parecido a un oboe, y estaban en una balconada situada enfrente de nosotros. El estadio recordaba a una nave industrial. Uno de los lados cortos era por donde habíamos entrado. Los dos lados largos eran una sucesión de bares. Habría unos cinco por lado. El cuadrilátero estaba, más o menos, en el centro. En cuanto entramos, una chica miró nuestras entradas y nos acompañó. Nos sentó en tercera fila. La primera estaba ocupada por la campana y los jueces que la manejaban. En la segunda había dos grupos de extranjeros. Los habían sentado separados dejando un espacio entre ambos de modo que delante de nosotros solo había asientos vacíos. Teníamos una visibilidad excepcional. Pagar más por la entrada VIP había merecido la pena. La chica nos preguntó si queríamos beber algo. Le dijimos que sí y nos tomó la comanda. Los precios eran los normales para Chiang Mai.
   Mientras esperábamos que comenzaran los combates echamos un vistazo al programa del día. Había alguna palabra en inglés pero la mayoría estaba escrito en tailandés. Estaban previstos seis combates. Nos pareció entender que el tercer combate era de mujeres, el quinto el principal y el sexto el internacional. De los demás, ni idea. Los luchadores se distribuían en dos grupos, el azul y el rojo. No sabíamos nada del reglamento. Hacía algunos años, yo había visto unos pocos combates en Eurosport pero lo único que recordaba era que se pegaban duro.
   Al poco de haber llegado un tipo subió al ring. Como todos los de allí, no tenía tabique nasal o si lo tenía estaba aplanado por los golpes. Dijo unas palabras y dio paso a un músico. Era el del oboe. Había bajado del balconcito. Se colocó en el centro del cuadrilátero y tocó una melodía que quizá estaba dedicada al recientemente fallecido Rey de Tailandia. Eso no lo supimos con seguridad. Cuando acabó, los jueces empezaron a tomar posiciones. Empezaba el espectáculo.
   Por megafonía se anunció algo en inglés, comenzó a sonar “Smoke on the water” de Deep Purple y aparecieron los púgiles. Nos quedamos estupefactos. Eran dos niños. Pilar calculó que tendrían unos trece años. Uno de ellos llevaba el pantalón rojo y el otro azul. Interpreté, erróneamente, que la distinción de azules o rojos se hacía por la pantaloneta. ¡Hasta ese extremo llegaba mi ignorancia sobre el muay thai! En el siguiente combate, al ver que uno la llevaba amarilla y el otro negra, me di cuenta de que lo que marcaba el color eran los guantes.
   Ver a los niños dispuestos a pegarse nos dejó algo impresionados. Supusimos que no serían combates reales sino ejercicios de entrenamiento pese a que ellos parecían tomárselo muy en serio. El de azul tenía todos los músculos del cuerpo definidos. Me pareció asombroso que a esa edad ya pareciera un maniquí de anatomía. Además, en su corta vida le había dado tiempo a hacerse cuatro tatuajes. El púgil rojo tenía cara de bueno y cierto aire de inocencia. El azul, en cambio, parecía curtido en mil batallas. Los muchachos no habían aparecido solos. Cada uno llevaba su personal auxiliar, todos ellos adultos. Antes de empezar el combate hicieron unos movimientos rituales. El de rojo desplegó toda una parafernalia de gestos: se agachaba, simulaba que remaba, iba a las cuatro esquinas, etc. Casi cinco minutos de paseo por el ring. El azul también visitó todos los rincones, pero sus movimientos fueron menos floridos. El árbitro, un adulto, les dijo algo, sonó la campana y empezó el combate.
   Enseguida me di cuenta de dos cosas. La primera fue que aquello no era un ejercicio de entrenamiento. Los niños se pegaban durísimo. La segunda, que el muay thai no debía de tener muchas reglas porque parecía valer casi todo. Se daban codazos, patadas, rodillazos... Pilar apenas miraba al cuadrilátero. “¡Ay, dios mío!”, decía cada vez que se golpeaban, lo que ocurría casi cada segundo. Cuando acabó el primer asalto los púgiles se dirigieron hacia sus esquinas. Los preparadores sacaron una especie de paellera gigantesca y colocaron dentro a cada uno de sus pupilos. Ponían esa “paellera” para que no se mojara la lona ya que les echaban agua por encima. Supongo que era para despejarlos. Además, un preparador los cogía por la cintura y los elevaba como si quisiera estirarles los músculos. Todo seguía un ritual de siglos de antigüedad.
   Comenzó el segundo asalto. La lluvia de golpes era constante, aunque el que más recibía era el de rojo. Si antes de empezar el combate hubiera tenido que apostar por uno de ellos lo habría hecho por el azul. Se le notaba un hambre de victoria que no existía en su rival. El rojo recibía tres golpes por cada uno que lanzaba. El azul era todo un atleta. Tenía el cuerpo duro y se movía con destreza. Para cuando terminó el segundo asalto el rojo ya estaba medio grogui. “¿Por qué no paran el combate?”, se preguntaba Pilar con intranquilidad.
   Sonó la campana dando comienzo al tercer asalto. El azul salió con fuerza. Soltó una ráfaga de puñetazos que casi tumban al rojo. Pilar miraba unos instantes y luego apartaba la cara horrorizada. Yo estaba fascinado y espantado al mismo tiempo. Mientras, el azul seguía castigando a su rival. Codazo, codazo, patada y puñetazo fue la siguiente tanda. El rojo se derrumbó. Cayó al suelo como un fardo. El árbitro detuvo el combate y dio ganador al azul. Este fue corriendo al rincón rival, hizo un gesto de disculpa y luego bebió algo del agua que le ofrecieron. Debía de ser un ritual. Después fue a su rincón a celebrar la victoria con los suyos. Mientras tanto, el rojo seguía sobre la lona. El árbitro llamó a los asistentes. Sujetaba la cabeza del púgil con delicadeza. El niño estaba inconsciente pero con los ojos abiertos. Pilar y yo contuvimos la respiración. Entraron un par de personas al cuadrilátero y avanzaron hacia el cuerpo del muchacho. Su inmovilidad era aterradora; parecía que se le hubiera escapado el alma. Pilar se tapó la cara. No podía soportarlo más.

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