Uno
de mis temores antes de ir al estadio de muay thai era que los
combates no fueran reales; que no fuera más que un circo para
turistas en el que los luchadores solo simularan pegarse. Nada más
entrar al pabellón intuí que no iba a ser así. Aquel lugar olía a
boxeo tailandés por los cuatro costados. Los jueces y demás
personal masculino que andaban por ahí tenían las narices rotas. Se
notaba que eran tipos duros que se habían llevado más de una
paliza. Cuando entramos sonaba música en directo. Recordaba a la de
los encantadores de serpientes. Los músicos eran tres, dos con
tambores y uno con algo parecido a un oboe, y estaban en una
balconada situada enfrente de nosotros. El estadio recordaba a una
nave industrial. Uno de los lados cortos era por donde habíamos
entrado. Los dos lados largos eran una sucesión de bares. Habría
unos cinco por lado. El cuadrilátero estaba, más o menos, en el
centro. En cuanto entramos, una chica miró nuestras entradas y nos
acompañó. Nos sentó en tercera fila. La primera estaba ocupada por
la campana y los jueces que la manejaban. En la segunda había dos
grupos de extranjeros. Los habían sentado separados dejando un
espacio entre ambos de modo que delante de nosotros solo había
asientos vacíos. Teníamos una visibilidad excepcional. Pagar más
por la entrada VIP había merecido la pena. La chica nos preguntó si
queríamos beber algo. Le dijimos que sí y nos tomó la comanda. Los
precios eran los normales para Chiang Mai.
Mientras
esperábamos que comenzaran los combates echamos un vistazo al
programa del día. Había alguna palabra en inglés pero la mayoría
estaba escrito en tailandés. Estaban previstos seis combates. Nos
pareció entender que el tercer combate era de mujeres, el quinto el
principal y el sexto el internacional. De los demás, ni idea. Los
luchadores se distribuían en dos grupos, el azul y el rojo. No
sabíamos nada del reglamento. Hacía algunos años, yo había visto
unos pocos combates en Eurosport pero lo único que recordaba era que
se pegaban duro.
Al
poco de haber llegado un tipo subió al ring.
Como todos los de allí, no tenía tabique nasal o si lo tenía
estaba aplanado por los golpes. Dijo unas palabras y dio paso a un
músico. Era el del oboe. Había bajado del balconcito. Se colocó en
el centro del cuadrilátero y tocó una melodía que quizá estaba
dedicada al recientemente fallecido Rey de Tailandia. Eso no lo
supimos con seguridad. Cuando acabó, los jueces empezaron a tomar
posiciones. Empezaba el espectáculo.
Por
megafonía se anunció algo en inglés, comenzó a sonar “Smoke on
the water” de Deep Purple y aparecieron los púgiles. Nos quedamos
estupefactos. Eran dos niños. Pilar calculó que tendrían unos
trece años. Uno de ellos llevaba el pantalón rojo y el otro azul.
Interpreté, erróneamente, que la distinción de azules o rojos se
hacía por la pantaloneta. ¡Hasta ese extremo llegaba mi ignorancia
sobre el muay thai! En el siguiente combate, al ver que uno la
llevaba amarilla y el otro negra, me di cuenta de que lo que marcaba
el color eran los guantes.
Ver
a los niños dispuestos a pegarse nos dejó algo impresionados.
Supusimos que no serían combates reales sino ejercicios de
entrenamiento pese a que ellos parecían tomárselo muy en serio. El
de azul tenía todos los músculos del cuerpo definidos. Me pareció
asombroso que a esa edad ya pareciera un maniquí de anatomía.
Además, en su corta vida le había dado tiempo a hacerse cuatro
tatuajes. El púgil rojo tenía cara de bueno y cierto aire de
inocencia. El azul, en cambio, parecía curtido en mil batallas. Los
muchachos no habían aparecido solos. Cada uno llevaba su personal
auxiliar, todos ellos adultos. Antes de empezar el combate hicieron
unos movimientos rituales. El de rojo desplegó toda una parafernalia
de gestos: se agachaba, simulaba que remaba, iba a las cuatro
esquinas, etc. Casi cinco minutos de paseo por el ring. El azul
también visitó todos los rincones, pero sus movimientos fueron
menos floridos. El árbitro, un adulto, les dijo algo, sonó la
campana y empezó el combate.
Enseguida
me di cuenta de dos cosas. La primera fue que aquello no era un
ejercicio de entrenamiento. Los niños se pegaban durísimo. La
segunda, que el muay thai no debía de tener muchas reglas porque
parecía valer casi todo. Se daban codazos, patadas, rodillazos...
Pilar apenas miraba al cuadrilátero. “¡Ay, dios mío!”, decía
cada vez que se golpeaban, lo que ocurría casi cada segundo. Cuando
acabó el primer asalto los púgiles se dirigieron hacia sus
esquinas. Los preparadores sacaron una especie de paellera gigantesca
y colocaron dentro a cada uno de sus pupilos. Ponían esa “paellera”
para que no se mojara la lona ya que les echaban agua por encima.
Supongo que era para despejarlos. Además, un preparador los cogía
por la cintura y los elevaba como si quisiera estirarles los
músculos. Todo seguía un ritual de siglos de antigüedad.
Comenzó
el segundo asalto. La lluvia de golpes era constante, aunque el que
más recibía era el de rojo. Si antes de empezar el combate hubiera
tenido que apostar por uno de ellos lo habría hecho por el azul. Se
le notaba un hambre de victoria que no existía en su rival. El rojo
recibía tres golpes por cada uno que lanzaba. El azul era todo un
atleta. Tenía el cuerpo duro y se movía con destreza. Para cuando
terminó el segundo asalto el rojo ya estaba medio grogui. “¿Por
qué no paran el combate?”, se preguntaba Pilar con intranquilidad.
Sonó
la campana dando comienzo al tercer asalto. El azul salió con
fuerza. Soltó una ráfaga de puñetazos que casi tumban al rojo.
Pilar miraba unos instantes y luego apartaba la cara horrorizada. Yo
estaba fascinado y espantado al mismo tiempo. Mientras, el azul
seguía castigando a su rival. Codazo, codazo, patada y puñetazo fue
la siguiente tanda. El rojo se derrumbó. Cayó al suelo como un
fardo. El árbitro detuvo el combate y dio ganador al azul. Este fue
corriendo al rincón rival, hizo un gesto de disculpa y luego bebió
algo del agua que le ofrecieron. Debía de ser un ritual. Después
fue a su rincón a celebrar la victoria con los suyos. Mientras
tanto, el rojo seguía sobre la lona. El árbitro llamó a los
asistentes. Sujetaba la cabeza del púgil con delicadeza. El niño
estaba inconsciente pero con los ojos abiertos. Pilar y yo contuvimos
la respiración. Entraron un par de personas al cuadrilátero y
avanzaron hacia el cuerpo del muchacho. Su inmovilidad era
aterradora; parecía que se le hubiera escapado el alma. Pilar se
tapó la cara. No podía soportarlo más.
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