domingo, 6 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 7 de noviembre de 2016 por la tarde.

Para la tarde yo quería ir a una biblioteca situada bastante lejos de donde estábamos. Desde Wat Arun la mejor opción para ir era coger un barco y subir río arriba un buen número de paradas. El trasporte fluvial en Bangkok es una opción barata y con encanto. El problema, al igual que ocurre con los autobuses, es saber qué ferry coger. Los hay con banderas de distintos colores: amarilla, naranja, azul, etc.
   Mostramos el móvil con el destino al que íbamos a la persona que vendía los billetes. No tenía ni idea de dónde era. Quizá fuera porque estaba escrito en alfabeto latino. Se lo enseñé en tailandés y el resultado fue el mismo: no sabía qué parada era esa. Lo cierto es que estaba a mucha distancia de donde nos encontrábamos. Un joven militar que andaba por ahí se ofreció a ayudarnos. Le mostré la dirección. La conocía. Resultó que él iba a esa misma parada.
   Cuando vimos que el militar se montaba en un ferry, lo seguimos. La revisora nos preguntó a dónde íbamos. Volvimos a mostrar la dirección. Nos hizo un gesto indicando que el barco no llegaba hasta allí, sino unas cuantas paradas más abajo, o eso le entendimos. No había problema. Avanzar nos venía bien. En la parada que ella nos decía ya buscaríamos una alternativa para subir más al norte.
   Al llegar al lugar que nos había dicho la revisora estuvimos a punto de bajarnos pensando que el trayecto del ferry había terminado. Sin embargo, vimos que el militar seguía allí. También otras muchas personas. El barco ascendía más tramo del río. Nos quedamos.
    Bangkok tiene una zona considerada turística que ocupa un cuadrado, bastante amplio, en el centro de la ciudad. Por ahí circulan las dos líneas de Skyline, están los rascacielos, los monumentos más importantes, los hoteles, etc. Ese día nosotros íbamos a salir de ese cuadrado. No porque quisiéramos conocer la Bangkok menos turística, sino porque queríamos ir a un lugar que no estaba en el centro. La revisora debió de pensar que nos habíamos equivocado al querer ir tan al norte.
 
   Después de un rato navegando, el militar pasó a nuestro lado y nos dijo que esa parada era la que buscábamos. Le dimos las gracias y nos bajamos detrás de él. En la calle no había tuk-tuks ni taxis esperando clientes. Lo que había eran motos. Los viajeros las contrataban para ir a su destino. Supusimos que serían más baratas y rápidas que los otros vehículos, pero menos apropiadas para turistas. Cuando llegamos habría una docena. Todas se ocuparon. En unos instantes nos habíamos quedado Pilar y yo solos.
   Según Google Maps había un trayecto de unos veinte minutos andando desde donde nos había dejado el ferry hasta nuestro destino. Comenzamos a recorrerlo. Por ahí no se veían rascacielos. Las casas eran bajas, como mucho de tres alturas, y recordaban a las de Chiang Mai. En los bajos había los comercios habituales: peluquería, taller de reparación de motocicletas, frutería, etc. Era una zona que, al menos para nosotros, carecía de interés. No se veían farangs. Los tailandeses estaban a lo suyo. Nada de masajes. Se trataba de una zona residencial.
   Mientras andábamos por ahí vimos pasar el autobús 14. Para nosotros era emblemático. Habíamos recorrido unos cuantos kilómetros en él. Pilar, visto que aquel barrio no le aportaba nada, decidió irse al hotel a darse un baño en la piscina y a descansar. Esperamos juntos en la parada hasta que vino el siguiente. Se montó en él como si fuera una tailandesa de toda la vida.
   Seguí caminando en dirección a la biblioteca. Era el único farang de la zona, lo que me hacía sentirme un tanto extraño, aunque no inquieto. Los tailandeses son gente amable y respetuosa y Bangkok, pese a sus ocho millones de habitantes, una ciudad muy segura. Cuando llegué a mi destino me encontré la desagradable sorpresa de que la biblioteca había desaparecido. En su lugar había un almacén cargado de trastos y unas jaulas con gallinas. Las pollas me cacarearon al unísono como si les divirtiera mi cara de frustración. Así las cosas, tenía dos opciones: volver al hotel o ir a otra biblioteca. Me incliné por esta última. La única pega era que estaba muy dejos de donde me encontraba, al sur de la zona turística. Tenía que cruzar una gran parte de la ciudad de arriba abajo.
   Para llegar a mi destino debía coger dos autobuses, el número 14, que parecía estar en todas partes, y luego el 547. Me monté en el 14 en la misma parada que había utilizado Pilar. Esa parte del trayecto fue fluida. Me apeé en Pathum Wan Junction, uno de los nudos de trasporte de Bangkok. Ahí busqué la marquesina del 547 y me puse a esperar. Después de casi quince minutos abordé a un trabajador de la compañía de transportes y le pregunté si estaba en la parada correcta. Me parecía extraño tanta demora. Me respondió que sí. Seguí esperando. En eso dieron las seis de la tarde. Por algún sistema de megafonía que había en la plaza se oyó la voz de una mujer y comenzó a sonar una música. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo, se puso en pie y adoptó una pose respetuosa. Hice lo mismo. Supuse que era el himno de Tailandia. No sé si eso era algo que se hacía todos los días o si se debía a la reciente muerte de Bhumibol. Supongo que no sonó todo el himno entero porque en un minuto había finalizado. Seguí esperando unos diez minutos más, pero el autobús no llegaba. Como ya he dicho, ese era uno de los problemas de ese medio de trasporte: resultaba impredecible. Tal vez la frecuencia de esa línea fuera baja o quizá estaba parado en un atasco. Decidí buscar una alternativa. Cerca estaba la estación National Stadium del Skytrain. Había llegado el momento de probar el metro tailandés.
   A diferencia de los metros convencionales, en los que hay que bajar escaleras para llegar a ellos, en este hay que subirlas porque va por las alturas. La parada estaba atiborrada de gente. Era hora punta. No tenía ni idea de cómo iba ese sistema de transporte. Eché un vistazo por ahí. Antes de entrar a las vías había unos carteles que explicaban el funcionamiento. El precio era diferente dependiendo de la distancia que recorrieras. Se pagaba por paradas. Había dos tipos de tablas. En una ponía las estaciones y en el otro el precio en bats que correspondía a cada cantidad de estaciones. No recuerdo las cifras exactas, pero no era caro. Una vez que sabías cuánto tenías que pagar lo hacías en unas máquinas preparadas para ello. Esas máquinas solo admitían monedas. Tenían varios botones, cada uno con uno de los precios posibles. Pulsabas en el tuyo, metías las monedas y te daba el billete. Si te equivocabas y pagabas de menos al llegar a tu destino no podías abandonar la estación. A mí me ocurrió en una ocasión. El vigilante me acompañó, muy amablemente, a la taquilla para que abonara la diferencia. Mejor que no te pase porque se pierde bastante tiempo. También se pierde tiempo esperando para cambiar billetes por monedas. Me acostumbré a llevar siempre cambio.
   Tuve que hacer cola para entrar al vagón. Había tanta gente que en el primer tren que llegó no pude montarme. En el segundo lo logré. Delante de mí iba un militar bastante joven. Tenía los brazos y las piernas muy musculosos. Cuando llevábamos recorridas un par de paradas noté olor a pintura. Me sorprendió. Eché un vistazo a mi alrededor. No olía a pintura sino a esmalte de uñas. El militar se las estaba pintando. Por lo visto llevaba una vida de día y otra de noche.
   Cuando salí de la biblioteca contacté por WhatsApp con Pilar. Estaba en el hotel. El baño en la piscina la había dejado relajada y sin ganas de salir a cenar. A mí me pasaba algo parecido. No me apetecía lanzarme en busca de un restaurante. Decidimos tomar algo en la habitación. Era grande y tenía cocina. Mi amiga se encargó de comprar unos sándwiches y unos bollos. Nos los comimos tranquilamente mientras veíamos la televisión tailandesa. En todas las cadenas hablaban de Bhumibol. Solo en una había una película pero no ocupaba la pantalla completa sino solo un recuadro. El resto mostraba una imagen del rey muerto.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 8 de noviembre de 2016.

Soy una persona a la que le gusta la novedad. Cuando me engancho a una canción puedo escucharla diez veces en un mismo día. Sin embargo, es bastante probable que un mes después no quiera oírla más y que si la ponen en una emisora de radio cambie de canal. Tengo un amigo que lleva toda su vida comiendo la misma marca de chocolate. Para mí eso es inconcebible. Por mucho que me guste una marca al final acabo cansándome de ella y probando otra. Me ocurre con todo: con la pasta de dientes, con el gel de baño, con lo autores de novelas… A medida que me hago mayor, ese hambre de novedad se hace más intenso e insaciable. Por supuesto, Tailandia no fue una excepción. La magia de los primeros días estaba desapareciendo. Pronto nada de ese lugar me sorprendería y el cuerpo me pediría cambiar de aires.
   La mañana del día 8 fuimos al barrio chino. Si hubiera sido el primer lugar de Tailandia que veía habría llenado varios folios describiéndolo. Eran muchas las impresiones que un sitio así podía provocar. Sin embargo, mis sentidos estaban embotados. Cuando estás en una habitación en la que una máquina hace un ruido fuerte pero constante acabas por no escucharlo. Solo vuelves a ser consciente de que ha existido cuando desaparece. Algo así me ocurrió con ese barrio y su mercado. Había infinidad de puestos, y de lo más variado, pero casi ninguno me impresionaba. Los había en los que se vendía oro. Lo hacían a lo grande. Mirabas una de esas tiendas y te sentías como Pizarro ante el tesoro de Atahualpa. A unos pocos metros del Dorado a la tailandesa te encontrabas puestos de comida en los que se exponían alimentos que parecían no comestibles. Yo no me atreví a probar ninguno. También abundaban los vendedores de lotería. Por supuesto, estaban también los tenderetes clásicos con relojes, pañuelos, bolsos, etc.
   El barrio chino tenía una calle principal ancha, Charoen Krung, y muchas callejuelas estrechas. Los puestos de venta se disponían por todas partes. En las calles estrechas apenas quedaba sitio para pasar. Eso no impedía que circularan motos por ellas. Es lo que más me asombró de aquel lugar. Íbamos casi en fila de a uno entre los puestos y tenías que apartarte para que pasaran las motocicletas.
   Ese día, a pesar de ser un laborable por la mañana, o quizá por ello, había mucha gente. Algunos éramos farang, pero abundaban más los tailandeses. El barrio chino no era un lugar de exposición. Ahí la gente iba a comprar y a comer. También a rezar. Visitamos un par de templos. No eran espectaculares pero tenían el interés de que no eran exactamente como los tailandeses. Se notaba el estilo “made in China”.
   Después de un par de horas por Chinatown empezamos a agobiarnos. Demasiado barullo. Necesitábamos algo de paz. Decidimos ir al parque Lumpini, uno de los pulmones de Bangkok. Sabíamos el número del autobús que debíamos tomar, pero no la dirección. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de acertar a la primera. Cuando vimos pasar uno nos montamos. Al principio no sabíamos si lo habíamos cogido en la dirección correcta o no. Tardamos unos quince minutos en ubicarnos. Cuando lo hicimos nos dimos cuenta de que habíamos errado el tiro. Estábamos alejándonos de nuestro destino. Nos bajamos en cuanto pudimos. Aun así, ya nos habíamos salido de la zona turística de Bangkok. Estábamos en una avenida muy ancha de las afueras. No recuerdo el nombre. Cruzamos al otro lado y nos pusimos a esperar el mismo autobús pero de sentido opuesto.
   La avenida en la que estábamos tenía mucho tráfico. Pasaban por ella varias líneas de autobús, pero parecía que la nuestra era la menos frecuente. No teníamos prisa pero el lugar no era muy acogedor. El ruido de los motores lo llenaba todo. Para poder comunicarnos teníamos que hablar casi a gritos. La polución, omnipresente en toda la ciudad, parecía tener ahí su trono. Los vehículos llegaban en oleadas. Teníamos la sensación de que debía de haber un semáforo próximo que hacía que el trafico discurriera de modo intermitente. Durante unos segundos no se veían apenas coches pero de pronto era como si se hubiera producido una estampida de animales metálicos. Las motocicletas aparecían en primer lugar. Posiblemente ocupaban las primeras posiciones en el semáforo y en cuanto se ponía en verde salían a toda velocidad. Se acercaban por la avenida como insectos. El nombre que Piaggio puso al vehículo que diseñó para él Corradino D’Ascanio, vespa (avispa), no podía ser más adecuado. Tras las avispas llegaban los coches y algo más retrasados los autobuses. Teníamos el cuello doblado de tanto mirar hacia ellos en espera del nuestro. Apareció cuando llevábamos más de media ahí plantados.
   El trayecto hasta el parque nos llevó muchísimo tiempo. Creo que fueron más de noventa minutos. No teníamos prisa. La parte más positiva fue que nos dejó en la misma puerta. Lumpini es más famoso por sus gentes que por su vegetación. Ahí se dan cita deportistas, paseantes, grupos de adolescentes, etc. haciendo todo tipo de actividades. Es un parque agradable, con un lago grande y cientos de metros de caminos que puedes recorrer entre árboles y praderas. Al ser por la mañana estaba un tanto vacío. Había algunos jóvenes corriendo pero lo que abundaba era la gente mayor. Jubilatas a la tailandesa, supusimos. En Bangkok, debido a la polución que lo cubre, es poco frecuente poder ver el sol. Ese día tuvimos la suerte de que se hizo una grieta en la escama de hollín y pudimos disfrutar de él. Tras tantos días de actividad y gentío agradecimos esas horas de calma.
   Después de comer en un restaurante tailandés nos separamos. Pilar se fue a la piscina del hotel y yo a la misma biblioteca del día anterior. Volvimos a juntarnos en la habitación a eso de las ocho de la tarde. Decidimos ir a cenar a una pizzeria. En unas veinticuatro horas debíamos partir hacia España. Nos esperaban dos vuelos de más de siete horas cada uno. Hacerlos con el estómago en malas condiciones podía resultar un infierno. Había llegado el momento de ser prudentes en las comidas. Quizá ya lo estábamos siendo en todo. No buscábamos nuevas experiencias. Estábamos haciendo un turismo de lo más convencional. Aun así, a ultima hora del día la liamos.
   Busqué en Google dónde estaba la pizzeria más cercana. Había una en un centro comercial próximo al hotel. Nos encaminamos hacia allí. Entre pitos y flautas para cuando llegamos eran más de las nueve de la noche. Pedimos algo de picar y un par de pizzas. Estaba todo buenísimo. Además, el sitio era agradable y estábamos muy a gusto conversando. El tiempo pasaba sin que nos diéramos cuenta. Una empleada vino a recordarnos que el mundo no se había detenido para nosotros. Debíamos abonar la cuenta porque iban a cerrar. Echamos un vistazo. No quedaba nadie en el local, solo los empleados. Pagamos y salimos del restaurante. Eran algo más de las diez de la noche y el centro comercial cerraba a las diez. Apenas se veía gente, solo trabajadores de las tiendas que abandonaban sus puestos de trabajo como si se estuvieran incendiando. Nos dirigimos hacia las escaleras mecánicas. Ya no funcionaban y las habían vallado. Estábamos en la cuarta planta. La única alternativa para bajar eran los ascensores. Nos dirigimos hacia ellos.
   Nunca había visto un centro comercial tan vacío. Era asombroso lo rápido que había desaparecido todo el mundo. Llegamos a los ascensores. Un par de empleados los esperaban. Nos montamos todos juntos.
   En el centro de Bangkok se puede caminar a dos niveles, el del suelo y el de las vías del Skytrain. Nosotros habíamos entrado al centro comercial por este último. Por eso, dentro del ascensor no pulsamos al botón de la planta baja sino al del primer piso. Cuando llegamos nos apeamos. Fuimos los únicos. Los trabajadores habían pulsado el botón del sótano. En esa primera planta no había nadie. La imagen del centro comercial era postapocalíptica. Ni siquiera se veían vigilantes jurados. Empezó a entrarnos algo de nerviosismo. Nos daba miedo que pensaran que habíamos ido a robar.
   Volvimos al ascensor. Cuando se abrió la puerta vimos que ya había dos chicos jóvenes dentro. Nos sonrieron. De natural soy un tanto antisocial pero en ese momento agradecí ver un par de caras agradables. Los muchachos iban al sótano. Los imitamos. El subsuelo resultó ser un aparcamiento. Seguimos a los jóvenes pensando que irían a la puerta de salida, pero nos equivocamos. Fueron hacia unas motos, se montaron y salieron de ahí a toda velocidad. Nos acercamos hacia el lugar por el que habían abandonado el edificio. Era para vehículos. La puerta para los peatones debía de estar en otro sitio. El aparcamiento tenía todavía algunas motos y coches pero se vaciaba rápido.
   Dimos una vuelta por el aparcamiento pero no conseguimos encontrar la puerta de salida. A lo lejos vimos un vigilante jurado. Nos lanzamos a por él como si fuera Antinoo y nosotros Adriano. Lo abordamos con tanto entusiasmo que lo sobresaltamos. Hablaba mal inglés pero creímos entenderle que la salida estaba donde los ascensores. Volvimos hacia ellos. Para cuando llegamos el aparcamiento casi se había vaciado. Era asombroso lo rápido que seguía desapareciendo todo el mundo. Parecía la escena de suspense de una película de ciencia ficción.
   En los ascensores no se veía ni un alma. Había unos carteles pero no decían dónde estaba la salida para los peatones. Volvimos a asomarnos al aparcamiento. Ya ni siquiera se veía al vigilante jurado. Habían apagado algunas luces y el lugar empezaba a parecer siniestro. Faltaba poco para que entráramos en pánico. Oímos que un ascensor se ponía en marcha. Fuimos hacia él. Esperamos a que llegara. Se bajaron cuatro personas. Tres fueron hacia el aparcamiento. Una mujer se encaminó hacia un pasillo estrecho que había en el otro sentido. La seguimos. Abrió una puerta. Comunicaba con otro pasillo. Seguimos detrás de ella como si fuera nuestro mesías. Abrió otra puerta. Daba a la calle. Habíamos encontrado la salida.
   Estábamos en la trasera del centro comercial. Ahí si había mucha gente. Los trabajadores esperaban que fueran a recogerles. Llegaban motos y coches y se iban llevando a sus conocidos. También había unos cuantos tuk-tuks. En cuanto nos vieron aparecer, un par se acercaron hacia nosotros. Dos farangs serían una fuente de ingresos mucho más interesante que dos empleados tailandeses. Los rechazamos. Estábamos cerca del hotel. Teníamos menos de quince minutos caminando. Además, después del agobio que habíamos pasado necesitábamos estirar las piernas y quemar la adrenalina. El único inconveniente era que había comenzado a llover, aunque no lo hacía con mucha intensidad. Me había acostumbrado a ver Bangkok bajo la lluvia. Desde que habíamos llegado esa había sido la climatología más habitual. Era nuestra última noche en la capital. Lo mínimo que podíamos hacer era disfrutarla un poco más en su verdadera esencia o, por lo menos, en la esencia que nosotros conocíamos.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 9 de noviembre de 2016. Final.

El avión que debíamos coger para regresar a España no salía hasta la noche así que nos tomamos todo el día con mucha calma. Nos levantamos tarde. Podíamos usar la habitación hasta las 12 de la mañana por lo que ingerimos el desayuno con parsimonia. Hicimos las maletas y las dejamos en la recepción del hotel. Ese día, como todos los que habíamos pasado en Bangkok, anunciaban lluvia. Para no acabar con la ropa con la que debíamos viajar empapada decidimos no andar por la calle. Nos meteríamos en un centro comercial y pasaríamos el día allí.
   Fuimos al mismo centro comercial en el que casi nos habíamos quedado encerrados la noche anterior. Como era un día laborable no había demasiada gente. Subimos hasta la planta en la que estaban los cines. Echamos un vistazo a la cartelera. Había una película de acción protagonizada por Tom Cruise, una japonesa, otra de miedo, una de superhéroes y una francesa que parecía una comedura de cabeza semimetafísica. Esta última la descartamos de inmediato. Pilar ya había visto la de superhéroes. La de miedo tenía un horario que no nos iba bien. Descartamos la de Tom Cruise porque estábamos seguros de que la podríamos ver en España si nos entraba el interés. Así las cosas, nos quedaba la japonesa. La emitían en versión original subtitulada en inglés y en tailandés. No quedaba claro en qué sesión era en inglés. A pesar de ello, cogimos entradas para esa tarde.
   Todavía faltaban unas horas para que empezara la película. Decidimos pasar las primeras jugando a los bolos. La bolera estaba en la misma planta que el cine. Lo de la globalización es tremendo. Da igual que estés en Asia, en América o en Europa. En todos los sitios los centros comerciales son iguales.
   Había que alquilar unos zapatos para poder jugar. Para ponerse los zapatos había que tener calcetines, así que compramos unos. Con el kit completo fuimos hacia las pistas. Estaban todas libres. Éramos los únicos clientes. Mejor, porque yo había jugado dos veces en la vida a los bolos y Pilar era tan experta en ese campo como yo, es decir, que no tenía ni idea. Sin público ante el que avergonzase nos iba a resultar mucho más fácil soltarnos la melena. Empezamos la primera partida. Abrí el juego como un verdadero campeón. En el primer lanzamiento conseguí un strike. Ni yo mismo me lo creía. Seguimos jugando y logré unos cuantos más. Haber visto tanta película americana en la que sale gente jugando a bolos debía de haberme enseñado algo. Estaba pletórico. Me fui tan arriba que decidí coger una bola muy pesada. Retrocedí en la pista, adopté una postura digna del mejor Gran Lebowski, cogí carrerilla, lancé la bola y me jodí el hombro.
   El día de la llegada a Bangkok me había hecho daño en el hombro cargando con la maleta. Había tenído dolor todos los días, aunque no muy intenso. La mañana de la bolera ya me encontraba bien. Eso hasta que lancé la bola pesada. No me rompí nada, al menos nada demasiado duro. Quizá alguna fibra muscular. No me sentía muy mal, pero esa noche había que arrastrar de nuevo la maleta hasta el aeropuerto y eso iba a ser duro.
   Después de la bolera nos fuimos a comer algo. La cena de la noche anterior nos había gustado tanto que decidimos volver al mismo restaurante. No nos decepcionó. Nos dimos un homenaje con todas las de la ley. Con la tripa bien llena nos dirigimos hacia la sala de cine. Nuestra película comenzaba en unos minutos.
   La película que íbamos a ver se titulaba Death Note. Inicialmente, Death Note fue un manga. En Japón tuvo mucho éxito. Tanto que dio lugar a un anime y a varias películas. La última de esas películas era la que íbamos a ver. De todo esto yo no tenía ni idea hasta el momento en el que entramos al cine y me puse a mirar algo de información en internet.
   Estábamos sentados en las butacas y todavía no sabíamos si los subtítulos iban a ser en inglés o en tailandés. De todos modos, eso me preocupaba poco. Más me asustaba el aire acondicionado. Allí dentro íbamos a pasar frío de verdad.
   Había poco público. La mayoría de los espectadores eran adolescentes tailandeses. Algunos llevaban el uniforme escolar. No sabíamos si habrían hecho novillos o si ya habían acabado las clases del día. Pilar y yo éramos los más viejos con diferencia. Habíamos reventado la media de edad.
   Apagaron las luces. Primero echaron unos cuantos trailers. Todos eran de películas de Hollywood excepto uno que era de una película tailandesa. Volvieron a encender las luces. En la pantalla apareció un vídeo con imágenes de Bhumibol. Sonó el himno de Tailandia. La gente se puso en pie. Nosotros también. Entre unas cosas y otras llevábamos allí unos veinte minutos, tiempo suficiente para saber que íbamos a morir congelados. Me puse el jersey. Me acordé de que en la bolera había comprado unos calcetines. Me los coloqué. ¡Qué maravilla! Los bolos me habían fastidiado el hombro pero me iban a salvar de una neumonía.
   Comenzó la película. Era en japonés pero tenía subtítulos en tailandés y en inglés. Era la primera vez en mi vida que veía un film subtitulado en dos idiomas. Los tailandeses son gente inteligente. No solo piensan en sí mismos sino también en los turistas. Cada vez me gustaba más ese país.
   Podría escribir decenas de folios sobre Death Note. Me voy a reprimir porque no quiero destriparla. En su favor diré que tiene una gran banda sonora, algunos planos de Tokio espectaculares y que salen unos personajes virtuales muy bien logrados y con una estética realmente interesante. En sí, la base de la película es sencilla. Hay unos libros, los Death Note, en los que si escribes el nombre de una persona muere. Son, por lo tanto, libros muy peligrosos y poderosos que todo el mundo desea tener. A partir de un argumento tan simple el guionista consigue crear la trama más rocambolesca que he visto en mi vida. Nada es lo que parece y continuamente hay giros impredecibles. Es la cosa más enrevesada que uno pueda imaginarse. Los personajes, de nombres imposibles para nosotros los occidentales, cambian de comportamiento constantemente para sorprender al espectador. Por ejemplo, los dos protagonistas masculinos, Ryuzaky y Mishima, no saben si dispararse o comerse la boca, aunque yo los veo más inclinados a esto último. Los libros aparecen y desaparecen y cambian de manos. Cuando llevábamos una hora de película no tenía ninguna duda de que el guionista vivía en Fukushima y había comido mucho pescado radiactivo. Esa era la única explicación que se me ocurría para entender la concepción un guión así. Tenía que prestar toda mi atención para no perderme. Los giros en la trama se sucedían. Miré a Pilar. Tenía una cara de perplejidad indescriptible. Solo le faltaba tener un signo de interrogación dibujado sobre la cabeza. Estábamos en esas cuando la película, que ya había rizado el rizo en más de diez ocasiones, tomó un nuevo giro absolutamente surrealista. Me quedé con la boca abierta. Pilar, que yo no sabía si estaba estática por congelación o por asombro, reaccionó y dijo, totalmente sería, “esto se les ha ido de las manos”. Me dio un ataque de risa. Quizá no era el momento más oportuno para lanzar unas carcajadas, ya que Ryuzaky y Mishima se enfrentaban a sus enemigos, a sus problemas de identidad sexual y a las dificultades de su amor imposible en un momento de especial dramatismo.
   Cuando terminó la película vi caras de satisfacción entre los adolescentes. Por lo visto les había gustado. Es posible que entre cierto tipo de público se convierta en un film de culto. A nosotros no nos había entusiasmado pero tampoco nos había aburrido. Había sido todo un ejercicio mental. Si hacer trabajar al cerebro evitase realmente el alzhéimer, algo que yo no creo, nosotros ya habríamos quedado protegidos de esa enfermedad de por vida.
   Después de la película todavía disponíamos de unas horas. Yo las aproveché yendo a la biblioteca y Pilar haciendo las últimas compras. A las ocho de la tarde pasamos por el hotel a recoger las maletas. Fuimos al aeropuerto en trasporte público. El tema de los autobuses era algo arriesgado por los atascos. Tomamos el Skytrain hasta Phaya Thai y de ahí el tren. Pensábamos que a esas horas este último iría vacío, pero nada de eso. Cientos de trabajadores del centro de la ciudad regresaban a sus casas en la periferia. Tuvimos que hacer el trayecto de pie. Tampoco fue mucho, una media hora. Completamos los trámites en el aeropuerto sin problemas. Un rato después nuestro avión despegaba. Eché un último vistazo a Bangkok desde la ventanilla. Fue muy breve. Detesto las despedidas largas. Tailandia había merecido la pena, pero ya era historia.