lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 2 de noviembre de 2016 por la tarde.

Llegamos a Chiang Mai a la hora prevista. Cogimos las maletas y pasamos los trámites burocráticos sin incidencias. En la puerta de salida nos esperaba el conductor del hotel. Habíamos contratado el servicio por internet a un precio de 300 bats (unos 9 euros). Tardamos unos veinte minutos en hacer el trayecto desde el aeropuerto al hotel. En la recepción todo el personal eran mujeres. Había cuatro. Una de ellas, la más veterana, vestía de un modo diferente y parecía la jefa. Nos atendió ella. Decidimos pagar la cuenta por anticipado. Tuvo un detalle y el traslado en el coche nos lo rebajó a 200 bats sin que nosotros se lo hubiéramos pedido. Apenas estuvimos unos minutos en la habitación; justo lo necesario para vaciar las maletas.
   Chiang Mai es un peligro para el peatón. Hay pocas aceras y las que hay son estrechas. En el centro de la ciudad no hay ningún semáforo y los que hay en la periferia están en verde unos diez segundos y la mayoría de los coches no los respetan. Cruzar una calle es toda una prueba de supervivencia. Teníamos un mapa que nos habían dado en la recepción. Pronto fuimos conscientes de que servía para poco. Solo algunas avenidas tenían cartel con su nombre y en muchas de ellas únicamente en tailandés. A los diez minutos de haber salido del hotel ya nos habíamos perdido. Estábamos mirando el mapa cuando se nos acercó un joven. En las guías de Tailandia recomiendan tener cuidado con la gente que ofrece su ayuda. Aquel chico no nos generó ninguna desconfianza. No vestía de oscuro pero llevaba un lazo negro sujeto a la manga con un alfiler. Todavía estaba en vigencia el luto por el Rey de Tailandia. La mayoría de la población lo respetaba. El joven nos preguntó a dónde íbamos. Le mostramos el mapa y le dijimos la dirección. Nos guió. Fue muy amable, como la mayoría de los tailandeses.
   Esa tarde no hicimos gran cosa. Visitamos un par de templos próximos a nuestro alojamiento. Me parecieron más espectaculares que los de Luang Prabang. Además, estaban adornados con flores con motivo de la muerte de Bumibhol lo que los embellecía más. En uno de ellos dos chicas europeas nos preguntaron dónde estábamos. Eran incapaces de ubicarse en el mapa. No me sorprendió. Les dije la zona aproximada en la que nos encontrábamos, aunque sin mucha seguridad.
   Chiang Mai había sido una ciudad amurallada y eso se notaba. Las calles en las que había estado la muralla delimitaban un cuadrado que era el núcleo turístico; el equivalente al casco antiguo de una ciudad europea, solo que mucho más feo. Si exceptuábamos los templos, que realmente merecían la pena, el resto de la ciudad no llegaba al aprobado en estética.
   Tras haber paseado un par de horas entramos a una agencia turística. En los alrededores de la ciudad había algunas atracciones que la mayoría de las guías recomendaban. A mí no me gustan las excursiones organizadas. Cuando estoy de vacaciones prefiero ir a mi aire. Sin embargo, si queríamos ver algo más que Chiang Mai no quedaba otra alternativa que contratar alguna. Optamos por una que era de lo más completa: visita al Templo Blanco, a las casas negras y al poblado de las mujeres jirafa. La haríamos al día siguiente. Cuando salíamos de la agencia nos abordó un farang. Estaba totalmente perdido. Por lo que nos dijo, llevaba varias horas intentando encontrar su hotel. En esta ocasión pudimos ser útiles. Sabíamos dónde estábamos. Sacamos el mapa y le mostramos como llegar a su destino. Mientras estábamos en ello se nos acercó una mujer. Tendría unos treinta y muchos años mal llevados. Se ofreció a ayudarnos. A diferencia de lo que nos había ocurrido con el joven anterior, no nos inspiró ninguna confianza. Era amable, casi embaucadora, pero del mismo modo que una serpiente ante un ratón. Quizá fueran prejuicios nuestros debido a una cuestión estética. Tenía unas venas muy marcadas en la mandíbula que le conferían un aspecto de hechicera. Desde luego, a mí toda ella me daba repelús. Cualquiera puede timarte, eso es indudable, pero es más fácil que lo haga alguien atractivo. A esa mujer, que tal vez solo tenía buenas intenciones, la largamos rápidamente, aunque de un modo educado.
   Para cenar me apetecía un sitio tranquilo. Encontramos un restaurante familiar que nos dio buena impresión. Era muy sencillo pero parecía limpio. Solo había dos mesas ocupadas. En una había una pareja joven de extranjeros. En la otra estaban sentados una niña y un adolescente: los hijos de los dueños. El padre era el que atendía al público y, supusimos, la madre la cocinera. Nos tomaron la comanda. Pedimos un plato cada uno y otro para compartir. Los platos nos los sirvió la niña. Avanzaba con ellos totalmente concentrada para que no se le cayera nada. Pilar estaba encantada con ella. El padre la miraba orgulloso. La comida me gustó. Eran platos sabrosos pero sin estridencias. En los días en que estuve en Chiang Mai descubrí que era un buen lugar para disfrutar de la comida tailandesa. Yo me había hecho a la idea de que la gastronomía en ese país era rara, casi extravagante. Supongo que estaba influenciado por algunas imágenes que había visto en la televisión del mercado chino de Bangkok. Uno se imagina que lo que sale en esos reportajes es lo que la gente come, pero no es así. En Chiang Mai hay montones de restaurantes familiares, casi todos con unos precios excelentes, en lo que comes lo mismo que los tailandeses. Después de haber pasado por unos cuantos puedo afirmar que la comida tailandesa es bastante normal. Los tres elementos principales que la componen son el arroz, los fideos y el pollo. Quizá lo más llamativo sea el picante, aunque están acostumbrados a cocinar sin él para no dañar el fino paladar de los farang.

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