Llegamos
a Chiang Mai a la hora prevista. Cogimos las maletas y pasamos los
trámites burocráticos sin incidencias. En la puerta de salida nos
esperaba el conductor del hotel. Habíamos contratado el servicio por
internet a un precio de 300 bats (unos 9 euros). Tardamos unos veinte
minutos en hacer el trayecto desde el aeropuerto al hotel. En la
recepción todo el personal eran mujeres. Había cuatro. Una de
ellas, la más veterana, vestía de un modo diferente y parecía la
jefa. Nos atendió ella. Decidimos pagar la cuenta por anticipado.
Tuvo un detalle y el traslado en el coche nos lo rebajó a 200 bats
sin que nosotros se lo hubiéramos pedido. Apenas estuvimos unos
minutos en la habitación; justo lo necesario para vaciar las
maletas.
Chiang
Mai es un peligro para el peatón. Hay pocas aceras y las que hay son
estrechas. En el centro de la ciudad no hay ningún semáforo y los
que hay en la periferia están en verde unos diez segundos y la
mayoría de los coches no los respetan. Cruzar una calle es toda una
prueba de supervivencia. Teníamos un mapa que nos habían dado en la
recepción. Pronto fuimos conscientes de que servía para poco. Solo
algunas avenidas tenían cartel con su nombre y en muchas de ellas
únicamente en tailandés. A los diez minutos de haber salido del
hotel ya nos habíamos perdido. Estábamos mirando el mapa cuando se
nos acercó un joven. En las guías de Tailandia recomiendan tener
cuidado con la gente que ofrece su ayuda. Aquel chico no nos generó
ninguna desconfianza. No vestía de oscuro pero llevaba un lazo negro
sujeto a la manga con un alfiler. Todavía estaba en vigencia el luto
por el Rey de Tailandia. La mayoría de la población lo respetaba.
El joven nos preguntó a dónde íbamos. Le mostramos el mapa y le
dijimos la dirección. Nos guió. Fue muy amable, como la mayoría de
los tailandeses.
Esa
tarde no hicimos gran cosa. Visitamos un par de templos próximos a
nuestro alojamiento. Me parecieron más espectaculares que los de
Luang Prabang. Además, estaban adornados con flores con motivo de la
muerte de Bumibhol lo que los embellecía más. En uno de ellos dos
chicas europeas nos preguntaron dónde estábamos. Eran incapaces de
ubicarse en el mapa. No me sorprendió. Les dije la zona aproximada
en la que nos encontrábamos, aunque sin mucha seguridad.
Chiang
Mai había sido una ciudad amurallada y eso se notaba. Las calles en
las que había estado la muralla delimitaban un cuadrado que era el
núcleo turístico; el equivalente al casco antiguo de una ciudad
europea, solo que mucho más feo. Si exceptuábamos los templos, que
realmente merecían la pena, el resto de la ciudad no llegaba al
aprobado en estética.
Tras
haber paseado un par de horas entramos a una agencia turística. En
los alrededores de la ciudad había algunas atracciones que la
mayoría de las guías recomendaban. A mí no me gustan las
excursiones organizadas. Cuando estoy de vacaciones prefiero ir a mi
aire. Sin embargo, si queríamos ver algo más que Chiang Mai no
quedaba otra alternativa que contratar alguna. Optamos por una que
era de lo más completa: visita al Templo Blanco, a las casas negras
y al poblado de las mujeres jirafa. La haríamos al día siguiente.
Cuando salíamos de la agencia nos abordó un farang. Estaba
totalmente perdido. Por lo que nos dijo, llevaba varias horas
intentando encontrar su hotel. En esta ocasión pudimos ser útiles.
Sabíamos dónde estábamos. Sacamos el mapa y le mostramos como
llegar a su destino. Mientras estábamos en ello se nos acercó una
mujer. Tendría unos treinta y muchos años mal llevados. Se ofreció
a ayudarnos. A diferencia de lo que nos había ocurrido con el joven
anterior, no nos inspiró ninguna confianza. Era amable, casi
embaucadora, pero del mismo modo que una serpiente ante un ratón.
Quizá fueran prejuicios nuestros debido a una cuestión estética.
Tenía unas venas muy marcadas en la mandíbula que le conferían un
aspecto de hechicera. Desde luego, a mí toda ella me daba repelús.
Cualquiera puede timarte, eso es indudable, pero es más fácil que
lo haga alguien atractivo. A esa mujer, que tal vez solo tenía
buenas intenciones, la largamos rápidamente, aunque de un modo
educado.
Para
cenar me apetecía un sitio tranquilo. Encontramos un restaurante
familiar que nos dio buena impresión. Era muy sencillo pero parecía
limpio. Solo había dos mesas ocupadas. En una había una pareja
joven de extranjeros. En la otra estaban sentados una niña y un
adolescente: los hijos de los dueños. El padre era el que atendía
al público y, supusimos, la madre la cocinera. Nos tomaron la
comanda. Pedimos un plato cada uno y otro para compartir. Los platos
nos los sirvió la niña. Avanzaba con ellos totalmente concentrada
para que no se le cayera nada. Pilar estaba encantada con ella. El
padre la miraba orgulloso. La comida me gustó. Eran platos sabrosos
pero sin estridencias. En los días en que estuve en Chiang Mai
descubrí que era un buen lugar para disfrutar de la comida
tailandesa. Yo me había hecho a la idea de que la gastronomía en
ese país era rara, casi extravagante. Supongo que estaba
influenciado por algunas imágenes que había visto en la televisión
del mercado chino de Bangkok. Uno se imagina que lo que sale en esos
reportajes es lo que la gente come, pero no es así. En Chiang Mai
hay montones de restaurantes familiares, casi todos con unos precios
excelentes, en lo que comes lo mismo que los tailandeses. Después de
haber pasado por unos cuantos puedo afirmar que la comida tailandesa
es bastante normal. Los tres elementos principales que la componen
son el arroz, los fideos y el pollo. Quizá lo más llamativo sea el
picante, aunque están acostumbrados a cocinar sin él para no dañar
el fino paladar de los farang.
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