Cuando
llegamos al hotel después de nuestro viaje en moto los grillos
cantaban con gran entusiasmo. Aun así, me dormí enseguida: estaba
muerto de cansancio. No hubo tormenta ni croaron las ranas. ¡Menos
mal! A eso de las cinco de la madrugada me despertó una pesadilla.
No estaba estructurada, sino que fue una sensación de angustia
intensa pero indeterminada que me trajo a la mente a la mayoría de
las cosas que temo: soledad, enfermedad, pérdida de seres
queridos... Me afectó tanto que me puse a llorar. No soy de lágrima
fácil así que no tengo muy claro qué me ocurrió. Supongo que
estaba agotado. Cuando me tranquilicé supe que en el soneto de
diciembre debía intentar trasmitir lo que me había ocurrido. Aunque
no lo escribí esa misma mañana, sino que lo completé a lo largo
del viaje a Tailandia, la semilla de la que crecería ya había sido
plantada.
Esa
mañana la dedicamos a ver templos. Estuvimos en varios pero ya no
recuerdo sus nombres. Lo cierto es que casi no recuerdo nada de
aquellas visitas. Ha pasado más de un mes desde que estuve en
Tailandia y mi memoria ya no es lo que era. Solo quedan en mi mente
algunos detalles. Por ejemplo, en uno de los templos había unas
esculturas realistas de monjes. Estaban muy logradas. Tenían
cabello, vello, arrugas y verrugas. Impresionantes. Nos hicimos
algunas fotos y en ellas parecen monjes de carne y hueso. Otro
detalle que recuerdo es la ofrenda que hicimos en uno de los templos.
Justo pasado el umbral de la puerta había una escultura. No era muy
grande, algo más alta que yo. La ofrenda consistía en cubrirla con
pan de oro. Comprabas una pequeña lámina de ese material y la
pegabas en su superficie. Tantas ofrendas había recibido a lo largo
del tiempo que ya era casi completamente dorada. Yo le coloqué mi
trocito en un brazo. Pilar no sé qué hizo con el suyo pero acabó
pringada. Tenía polvo dorado hasta en la nariz. Por lo visto se
había hecho la ofrenda a sí misma. El tercer y último detalle que
recuerdo de aquellos templos es que en uno de ellos había una
reunión de monjes jóvenes. Se veían decenas de niños y
adolescentes. Probablemente habían asistido a un curso, o algo
similar. La imagen de tantos jóvenes con la cabeza afeitada
caminando por los exteriores del templo resultaba muy llamativa, en
gran parte debido al contraste de color entre sus túnicas naranjas y
el verde de los jardines.
Aquel
día, además de ver templos, hicimos la que para mí fue la mejor
compra de todo el viaje: una tarjeta SIM de datos para el móvil.
Habíamos leído en las guías que merecían la pena y que se
compraban en las tiendas 7-eleven. Un par de veces habíamos entrado
en esos comercios y echado un vistazo pero no las habíamos
encontrado. Sí habíamos visto que tenían unos cartones que eran
para rellenar de gigas la SIM, pero no la tarjeta propiamente dicha.
La cuestión es que para comprarla tienes que pedirla a los
vendedores. No está expuesta. Eso es así porque para conseguirla es
necesario mostrar el pasaporte. Recomiendo a todo el que vaya a
Tailandia que se haga con una. Nosotros compramos una de 1,7 GB
utilizable durante una semana por unos trece euros. A partir de ese
momento mi vida cambió. Tenía acceso a información de todo lo que
merecía la pena verse y hacerse en Tailandia, podía llamar a España
por WhatsApp y, lo mejor, tenía acceso a Google Maps. Lo de perderse
por las calles de Chiang Mai ya era historia.
Con
la tarjeta en el móvil, lo que equivalía a tener el poder de la
información en las manos, nos fuimos a comer. Me sentía capaz de
todo así que decidí afrontar el reto de tomar una comida bien
picante. Encontramos un restaurante con una terraza acogedora que
estaba tranquilo. Solo tres o cuatro mesas estaban ocupadas. Nos vino
a tomar la comanda una mujer. Pilar pidió un plato de arroz, yo una
sopa y para compartir unas salchichas tailandesas. La mujer me
advirtió de que la sopa era muy picante. Yo puse cara de macho
ibérico y solté un “mejor” lleno de convicción. La camarera
sonrió. Debió de pensar “te vas a enterar”. Llegaron las
viandas. Encaré la sopa con determinación. Para la segunda
cucharada ya se me caía el moco. Tengo que decir en mi favor que,
aunque se me enrojecieron los ojos, fui capaz de tomármela toda sin
llorar. Cuando había terminado la sopa, convencido de que lo peor ya
había pasado, comprobé que las salchichas también picaban lo suyo.
En toda la comida no hubo un segundo de tregua para mi paladar. Me
sentía como un dragón de Juego de Tronos, capaz de echar fuego por
la boca. A pesar del sufrimiento nos lo comimos todo. Lo peor llegó
a la mañana siguiente. Al hacer de cuerpo el picante se deslizó por
mi ano con saña. Sentía como si una cuchilla cortara mis
almorranas. Me dieron hasta escalofríos. No obstante, mejor no
adelantar acontecimientos. Estábamos a mediodía y todavía nos
quedaban muchas cosas por hacer antes de ir al baño a liberarnos de
ese fuego.
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