lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la mañana.

Cuando llegamos al hotel después de nuestro viaje en moto los grillos cantaban con gran entusiasmo. Aun así, me dormí enseguida: estaba muerto de cansancio. No hubo tormenta ni croaron las ranas. ¡Menos mal! A eso de las cinco de la madrugada me despertó una pesadilla. No estaba estructurada, sino que fue una sensación de angustia intensa pero indeterminada que me trajo a la mente a la mayoría de las cosas que temo: soledad, enfermedad, pérdida de seres queridos... Me afectó tanto que me puse a llorar. No soy de lágrima fácil así que no tengo muy claro qué me ocurrió. Supongo que estaba agotado. Cuando me tranquilicé supe que en el soneto de diciembre debía intentar trasmitir lo que me había ocurrido. Aunque no lo escribí esa misma mañana, sino que lo completé a lo largo del viaje a Tailandia, la semilla de la que crecería ya había sido plantada.
    Esa mañana la dedicamos a ver templos. Estuvimos en varios pero ya no recuerdo sus nombres. Lo cierto es que casi no recuerdo nada de aquellas visitas. Ha pasado más de un mes desde que estuve en Tailandia y mi memoria ya no es lo que era. Solo quedan en mi mente algunos detalles. Por ejemplo, en uno de los templos había unas esculturas realistas de monjes. Estaban muy logradas. Tenían cabello, vello, arrugas y verrugas. Impresionantes. Nos hicimos algunas fotos y en ellas parecen monjes de carne y hueso. Otro detalle que recuerdo es la ofrenda que hicimos en uno de los templos. Justo pasado el umbral de la puerta había una escultura. No era muy grande, algo más alta que yo. La ofrenda consistía en cubrirla con pan de oro. Comprabas una pequeña lámina de ese material y la pegabas en su superficie. Tantas ofrendas había recibido a lo largo del tiempo que ya era casi completamente dorada. Yo le coloqué mi trocito en un brazo. Pilar no sé qué hizo con el suyo pero acabó pringada. Tenía polvo dorado hasta en la nariz. Por lo visto se había hecho la ofrenda a sí misma. El tercer y último detalle que recuerdo de aquellos templos es que en uno de ellos había una reunión de monjes jóvenes. Se veían decenas de niños y adolescentes. Probablemente habían asistido a un curso, o algo similar. La imagen de tantos jóvenes con la cabeza afeitada caminando por los exteriores del templo resultaba muy llamativa, en gran parte debido al contraste de color entre sus túnicas naranjas y el verde de los jardines.
    Aquel día, además de ver templos, hicimos la que para mí fue la mejor compra de todo el viaje: una tarjeta SIM de datos para el móvil. Habíamos leído en las guías que merecían la pena y que se compraban en las tiendas 7-eleven. Un par de veces habíamos entrado en esos comercios y echado un vistazo pero no las habíamos encontrado. Sí habíamos visto que tenían unos cartones que eran para rellenar de gigas la SIM, pero no la tarjeta propiamente dicha. La cuestión es que para comprarla tienes que pedirla a los vendedores. No está expuesta. Eso es así porque para conseguirla es necesario mostrar el pasaporte. Recomiendo a todo el que vaya a Tailandia que se haga con una. Nosotros compramos una de 1,7 GB utilizable durante una semana por unos trece euros. A partir de ese momento mi vida cambió. Tenía acceso a información de todo lo que merecía la pena verse y hacerse en Tailandia, podía llamar a España por WhatsApp y, lo mejor, tenía acceso a Google Maps. Lo de perderse por las calles de Chiang Mai ya era historia.
    Con la tarjeta en el móvil, lo que equivalía a tener el poder de la información en las manos, nos fuimos a comer. Me sentía capaz de todo así que decidí afrontar el reto de tomar una comida bien picante. Encontramos un restaurante con una terraza acogedora que estaba tranquilo. Solo tres o cuatro mesas estaban ocupadas. Nos vino a tomar la comanda una mujer. Pilar pidió un plato de arroz, yo una sopa y para compartir unas salchichas tailandesas. La mujer me advirtió de que la sopa era muy picante. Yo puse cara de macho ibérico y solté un “mejor” lleno de convicción. La camarera sonrió. Debió de pensar “te vas a enterar”. Llegaron las viandas. Encaré la sopa con determinación. Para la segunda cucharada ya se me caía el moco. Tengo que decir en mi favor que, aunque se me enrojecieron los ojos, fui capaz de tomármela toda sin llorar. Cuando había terminado la sopa, convencido de que lo peor ya había pasado, comprobé que las salchichas también picaban lo suyo. En toda la comida no hubo un segundo de tregua para mi paladar. Me sentía como un dragón de Juego de Tronos, capaz de echar fuego por la boca. A pesar del sufrimiento nos lo comimos todo. Lo peor llegó a la mañana siguiente. Al hacer de cuerpo el picante se deslizó por mi ano con saña. Sentía como si una cuchilla cortara mis almorranas. Me dieron hasta escalofríos. No obstante, mejor no adelantar acontecimientos. Estábamos a mediodía y todavía nos quedaban muchas cosas por hacer antes de ir al baño a liberarnos de ese fuego.

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