El
siguiente combate lo libraban dos jóvenes. Tendrían unos dieciocho
años. Una vez más, el púgil del equipo rojo tenía la belleza y el
del azul la determinación. Este último me recordaba al niño azul
que había participado en la primera pelea. Tenía el mismo tipo de
pelo, tatuajes muy parecidos, aunque en mayo número, y una masa
muscular perfectamente definida. Hubiera sido un excelente modelo
para una clase de anatomía. Empezó el combate, o más bien sonó la
campana que daba inicio al combate. La cuestión es que parecía que
no querían pegarse. Se pasaron, para desesperación del público y
del árbitro, un minuto paseando por el cuadrilátero sin tocarse.
Era un tanteo exageradamente largo. Por fin, el azul se lanzó a
atacar. Hubo un intercambio de golpes. Sonaban con mucha potencia. Se
notaba la diferencia de fuerza con respecto a los enfrentamientos
anteriores. El primer asalto finalizó casi sin contacto.
El
resto de los asaltos fueron una copia del primero. Apenas se pegaban.
El rojo no tomó la iniciativa en ninguna ocasión. El azul, más por
presión del árbitro que por voluntad propia, inició en algunas
ocasiones el ataque. Eso, y su mayor capacidad técnica, nos hicieron
pensar que había ganado. Al final ese fue el resultado. Con esa
victoria el equipo azul sumaba su cuarto punto: cuatro a cero. A
pesar de que se habían golpeado poco, ambos tenían el cuerpo
encarnado por los impactos, lo que da una idea de lo dura que es esa
lucha. Para entonces yo ya había llegado a algunas conclusiones
sobre el muay thai. Una de ellas era que no se podían dar golpes
bajos. Cuando un contendiente pegaba, por error, en los genitales al
otro inmediatamente se disculpaba y el combate se interrumpía. Se
podía tirar al rival al suelo, pero una vez en él no se le tocaba.
En ese sentido, no era como el judo o la lucha libre. Se podía
golpear con cualquier parte del cuerpo. Para evitar que las patadas
fueran letales, los contendientes llevaban lo pies descalzos. Por lo
demás, barra libre.
Quedaban
dos combates más, el principal y el internacional. Antes de ellos
hubo un descanso que estuvo amenizado por dos actos. En el primero
salieron al cuadrilátero dos varones de unos treinta años. Portaban
espadas. Iban con el torso desnudo, descalzos, con una cinta en la
cabeza y unos pantalones negros que les llegaban hasta los gemelos.
Interpretaron una danza de combate. Tenía cierto peligro. Aunque las
espadas no estuvieran afiladas eran metálicas. Se movían a gran
velocidad y simulaban un duelo. Chocaban las espadas de tal modo que
saltaban chispas. Requería una gran precisión porque si alguno se
equivocaba podía llevarse un buen golpe. Me llamó la atención que
había cierta ambigüedad tanto en el baile como en el propio físico
de los combatientes. El ejercicio requería fuerza y en ese sentido
era algo muy masculino. Sin embargo, algunos movimientos eran
delicados. Lo mismo ocurría con los participantes. Los dos tenían
cuerpos de hombre pero sus rostros eran ligeramente femeninos. De
todos modos, no eran kathoey (transexuales), algo muy común en
Tailandia.
El
segundo número para amenizar el descanso fue un combate simultáneo
entre cinco jóvenes. Vestían como el resto de los luchadores de
muay thai pero con dos diferencias: llevaban los ojos tapados con
unos antifaces y sus guantes estaban más acolchados de lo normal. El
árbitro los hizo girar sobre sí mismos y cuando estuvieron
desorientados sonó la campana. Se movían por el cuadrilátero hasta
encontrarse. Entonces se golpeaban a ciegas, la mayor parte de las
veces en la espalda. Los puñetazos sonaban muy fuerte pero se notaba
que el impacto estaba amortiguado por el gran acolchamiento de los
guantes. Aun así, las marcas rojas de los golpes pronto abundaron en
espaldas, brazos y torsos. No se daban patadas. Era un número
cómico. Cuando pillaban al árbitro también le sacudían. Viendo
ese espectáculo confirmé que los combatientes de muay thai eran
tipos realmente duros. Si me hubieran soltado a mí en ese
cuadrilátero a los cinco minutos me habrían tenido que llevar a la
UVI. Para ellos era solo una diversión, menos que un entrenamiento.
“We
will rock you” de Queen anunció el inicio del combate principal.
Los púgiles subieron al ring. Hasta entonces los de rojo se habían
caracterizado por su belleza. En esta ocasión no fue menos. Su
contendiente era un verdadero Apolo. Pilar se quedó con la boca
abierta nada más verlo. Quería que se lo empaquetaran y se lo
mandaran a España sudado y todo como estaba. No solo tenía un
cuerpo tal que parecía una escultura viviente sino que, además, era
muy guapo. Una vez más, el de los azules era feo. Quizá no tanto,
pero comparado con el rojo en un pase de modelos no habría tenido
ninguna posibilidad. De todos modos, esa noche no se trataba de
desfilar sino de luchar. Estaba por determinar quién de los dos
sería el mejor. Notros queríamos que fuera el rojo.
muy buena anectoda; Bastante entretenida.
ResponderEliminarSaludos
Hola.
EliminarMuchas gracias por tu comentario y por leer el blog.
Saludos.