lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 4 de noviembre de 2016 por la noche (parte 3)

El siguiente combate lo libraban dos jóvenes. Tendrían unos dieciocho años. Una vez más, el púgil del equipo rojo tenía la belleza y el del azul la determinación. Este último me recordaba al niño azul que había participado en la primera pelea. Tenía el mismo tipo de pelo, tatuajes muy parecidos, aunque en mayo número, y una masa muscular perfectamente definida. Hubiera sido un excelente modelo para una clase de anatomía. Empezó el combate, o más bien sonó la campana que daba inicio al combate. La cuestión es que parecía que no querían pegarse. Se pasaron, para desesperación del público y del árbitro, un minuto paseando por el cuadrilátero sin tocarse. Era un tanteo exageradamente largo. Por fin, el azul se lanzó a atacar. Hubo un intercambio de golpes. Sonaban con mucha potencia. Se notaba la diferencia de fuerza con respecto a los enfrentamientos anteriores. El primer asalto finalizó casi sin contacto.
   El resto de los asaltos fueron una copia del primero. Apenas se pegaban. El rojo no tomó la iniciativa en ninguna ocasión. El azul, más por presión del árbitro que por voluntad propia, inició en algunas ocasiones el ataque. Eso, y su mayor capacidad técnica, nos hicieron pensar que había ganado. Al final ese fue el resultado. Con esa victoria el equipo azul sumaba su cuarto punto: cuatro a cero. A pesar de que se habían golpeado poco, ambos tenían el cuerpo encarnado por los impactos, lo que da una idea de lo dura que es esa lucha. Para entonces yo ya había llegado a algunas conclusiones sobre el muay thai. Una de ellas era que no se podían dar golpes bajos. Cuando un contendiente pegaba, por error, en los genitales al otro inmediatamente se disculpaba y el combate se interrumpía. Se podía tirar al rival al suelo, pero una vez en él no se le tocaba. En ese sentido, no era como el judo o la lucha libre. Se podía golpear con cualquier parte del cuerpo. Para evitar que las patadas fueran letales, los contendientes llevaban lo pies descalzos. Por lo demás, barra libre.
   Quedaban dos combates más, el principal y el internacional. Antes de ellos hubo un descanso que estuvo amenizado por dos actos. En el primero salieron al cuadrilátero dos varones de unos treinta años. Portaban espadas. Iban con el torso desnudo, descalzos, con una cinta en la cabeza y unos pantalones negros que les llegaban hasta los gemelos. Interpretaron una danza de combate. Tenía cierto peligro. Aunque las espadas no estuvieran afiladas eran metálicas. Se movían a gran velocidad y simulaban un duelo. Chocaban las espadas de tal modo que saltaban chispas. Requería una gran precisión porque si alguno se equivocaba podía llevarse un buen golpe. Me llamó la atención que había cierta ambigüedad tanto en el baile como en el propio físico de los combatientes. El ejercicio requería fuerza y en ese sentido era algo muy masculino. Sin embargo, algunos movimientos eran delicados. Lo mismo ocurría con los participantes. Los dos tenían cuerpos de hombre pero sus rostros eran ligeramente femeninos. De todos modos, no eran kathoey (transexuales), algo muy común en Tailandia.
   El segundo número para amenizar el descanso fue un combate simultáneo entre cinco jóvenes. Vestían como el resto de los luchadores de muay thai pero con dos diferencias: llevaban los ojos tapados con unos antifaces y sus guantes estaban más acolchados de lo normal. El árbitro los hizo girar sobre sí mismos y cuando estuvieron desorientados sonó la campana. Se movían por el cuadrilátero hasta encontrarse. Entonces se golpeaban a ciegas, la mayor parte de las veces en la espalda. Los puñetazos sonaban muy fuerte pero se notaba que el impacto estaba amortiguado por el gran acolchamiento de los guantes. Aun así, las marcas rojas de los golpes pronto abundaron en espaldas, brazos y torsos. No se daban patadas. Era un número cómico. Cuando pillaban al árbitro también le sacudían. Viendo ese espectáculo confirmé que los combatientes de muay thai eran tipos realmente duros. Si me hubieran soltado a mí en ese cuadrilátero a los cinco minutos me habrían tenido que llevar a la UVI. Para ellos era solo una diversión, menos que un entrenamiento.
   “We will rock you” de Queen anunció el inicio del combate principal. Los púgiles subieron al ring. Hasta entonces los de rojo se habían caracterizado por su belleza. En esta ocasión no fue menos. Su contendiente era un verdadero Apolo. Pilar se quedó con la boca abierta nada más verlo. Quería que se lo empaquetaran y se lo mandaran a España sudado y todo como estaba. No solo tenía un cuerpo tal que parecía una escultura viviente sino que, además, era muy guapo. Una vez más, el de los azules era feo. Quizá no tanto, pero comparado con el rojo en un pase de modelos no habría tenido ninguna posibilidad. De todos modos, esa noche no se trataba de desfilar sino de luchar. Estaba por determinar quién de los dos sería el mejor. Notros queríamos que fuera el rojo.

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