lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 3 de noviembre de 2016 al mediodía.

Junto al Templo Blanco había un restaurante al que nos llevaron a comer a todos los excursionistas. En la puerta del local, nuestro guía nos dio a cada uno una tarjeta por valor de 100 bats (unos 3 euros). Con esa tarjeta te comprabas lo que querías, o lo que podías. El sitio no era demasiado grande. Tenía una barra larga en la que pedías la comida y un montón de mesas para sentarte. Cuando entramos debía de haber ahí más de doscientas personas. El barullo era impresionante. Desconozco las medidas de seguridad en cuanto a aforo de los locales de Tailandia pero o son muy laxas o no existen o ese sitio no las respetaba. A mí me da lo mismo comer una cosa que otra, y más cuando estoy de viaje. Lo que no soportaba de aquel restaurante era el hacinamiento. Estaba a punto de optar por ayunar cuando Pilar decidió tomar las riendas. “Ya pido yo”, se ofreció. Supongo que vio mi cara y pensó que o hacía algo o yo desaparecía de allí por la vía rápida. En ese momento se nos acercó la pareja de españoles. Ellos ya habían pedido y sabían cómo funcionaba aquel lugar. Nos dieron algunas instrucciones de las que Pilar tomó buena nota. Yo estaba superado por la situación así que no se podía contar conmigo. “Busca un sitio para sentarnos”, me pidió Pilar. Creo que tenía sus dudas de que fuera a ser capaz de hacer algo tan simple. Eché un vistazo al local. Ni una mesa libre. ¡Cómo iba a haberla si no había sitio ni para estar de pie! Allí ponías a un antropofóbico y moría en el acto.
   Vi a Pilar hacer una inmersión en aquel amasijo de cabezas, troncos y extremidades. Me recordó a los delfines cuando nadan bajo una ola. A saber por dónde salía, si es que salía. Me dirigí hacia un extremo. Había visto una mesa libre. Estaba acercándome cuando me vi superado por una viejecita asiática que, como el velero bergantín, no cortaba el mar sino volaba. Pasó a mi lado a la velocidad del rayo y me dejó sin mesa y con dos palmos de narices. Estaba muy ágil, la viejecita. Seguro que luego a sus amigas les contaba que tenía artrosis, artritis, fibromialgia y mil enfermedades incapacitantes más, pero en ese momento no se le notaban.
   Estuve a la deriva un rato por aquel mar de humanidad hasta que se me acercó una empleada del restaurante. Debió de darse cuenta de que o me ayudaba o no conseguía un sitio ni en toda la eternidad. Me acompañó a una puerta lateral y luego me señaló hacia unas mesas que había en la calle. Estaban junto a unas basuras y tenías que sentarte en una especie de tronco cortado, pero como se trataba de una callejuela tranquila y no había nadie me pareció el paraíso terrenal. Dejé el sombrero a modo de marca territorial y entré para avisar a Pilar de que estaba allí afuera. Tardé unos diez minutos en dar con ella. La hallé, exactamente, en el otro extremo. No estaba nada agobiada. Al contrario, se había hecho dueña de la situación. Había comprado dos platos de comida, tres botellas de agua y todavía le quedaba dinero en las tarjetas para algo más. En fin, una crack de la microeconomía de supervivencia.
   Nos sentamos en la mesa. Teníamos un plato de pasta y otro de arroz. No estaban mal pero tuvimos que tragárnoslos rápido porque solo nos habían dado media hora para comer y habíamos necesitado unos veinte minutos para hacer la comanda. Aun así, me dio tiempo hasta de lavarme los dientes. Lo único positivo de aquel sitio es que adyacente al restaurante había unos baños con varios lavabos altos. Creo que tuve que pagar veinte bats por entrar pero fue un dinero bien invertido. Me pude limpiar la boca sin necesidad de hacer contorsionismo ni de pringarme la ropa, que es lo que tienes que hacer en la mayoría de los sitios cuando te quieres lavar los dientes. Siempre he pensado que los que diseñan los lavabos tienen cabezas microscópicas, que les caben en cualquier espacio, y articulaciones tan elásticas como una gimnasta soviética. Esa es una de las explicaciones que se me ocurre para que les parezca lógico poner el grifo casi pegado al desagüe. La otra es que viajen siempre con un vaso encima.
   Cuando estuvimos junto a la camioneta le comenté al guía que prefería sentarme solo adelante que con Pilar atrás. Sonaba a acto de traición, pero qué le vamos a hacer. Soy un blando y un comodón. “¿No te había dicho al principio que te sentarás ahí?”, me dijo el guía en un tono casi acusatorio. Lo ignoré. Una de las frases que más detesto es la de “ya te lo había dicho”.
   Nos pusimos en marcha camino de la Casa Negra (Baandam Museum). Muchas veces las llaman el Templo Negro, pero en realidad no es un templo. Se trata de un museo. Como también está en la zona de Chiang Rai llegamos en unos pocos minutos. El guía nos dio una hora para visitarlo. Nos bajamos de la camioneta y nos adentramos en aquel lugar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario