Junto
al Templo Blanco había un restaurante al que nos llevaron a comer a
todos los excursionistas. En la puerta del local, nuestro guía nos
dio a cada uno una tarjeta por valor de 100 bats (unos 3 euros). Con
esa tarjeta te comprabas lo que querías, o lo que podías. El sitio
no era demasiado grande. Tenía una barra larga en la que pedías la
comida y un montón de mesas para sentarte. Cuando entramos debía de
haber ahí más de doscientas personas. El barullo era impresionante.
Desconozco las medidas de seguridad en cuanto a aforo de los locales
de Tailandia pero o son muy laxas o no existen o ese sitio no las
respetaba. A mí me da lo mismo comer una cosa que otra, y más
cuando estoy de viaje. Lo que no soportaba de aquel restaurante era
el hacinamiento. Estaba a punto de optar por ayunar cuando Pilar
decidió tomar las riendas. “Ya pido yo”, se ofreció. Supongo
que vio mi cara y pensó que o hacía algo o yo desaparecía de allí
por la vía rápida. En ese momento se nos acercó la pareja de
españoles. Ellos ya habían pedido y sabían cómo funcionaba aquel
lugar. Nos dieron algunas instrucciones de las que Pilar tomó buena
nota. Yo estaba superado por la situación así que no se podía
contar conmigo. “Busca un sitio para sentarnos”, me pidió Pilar.
Creo que tenía sus dudas de que fuera a ser capaz de hacer algo tan
simple. Eché un vistazo al local. Ni una mesa libre. ¡Cómo iba a
haberla si no había sitio ni para estar de pie! Allí ponías a un
antropofóbico y moría en el acto.
Vi
a Pilar hacer una inmersión en aquel amasijo de cabezas, troncos y
extremidades. Me recordó a los delfines cuando nadan bajo una ola. A
saber por dónde salía, si es que salía. Me dirigí hacia un
extremo. Había visto una mesa libre. Estaba acercándome cuando me
vi superado por una viejecita asiática que, como el velero
bergantín, no cortaba el mar sino volaba. Pasó a mi lado a la
velocidad del rayo y me dejó sin mesa y con dos palmos de narices.
Estaba muy ágil, la viejecita. Seguro que luego a sus amigas les
contaba que tenía artrosis, artritis, fibromialgia y mil
enfermedades incapacitantes más, pero en ese momento no se le
notaban.
Estuve
a la deriva un rato por aquel mar de humanidad hasta que se me acercó
una empleada del restaurante. Debió de darse cuenta de que o me
ayudaba o no conseguía un sitio ni en toda la eternidad. Me acompañó
a una puerta lateral y luego me señaló hacia unas mesas que había
en la calle. Estaban junto a unas basuras y tenías que sentarte en
una especie de tronco cortado, pero como se trataba de una callejuela
tranquila y no había nadie me pareció el paraíso terrenal. Dejé
el sombrero a modo de marca territorial y entré para avisar a Pilar
de que estaba allí afuera. Tardé unos diez minutos en dar con ella.
La hallé, exactamente, en el otro extremo. No estaba nada agobiada.
Al contrario, se había hecho dueña de la situación. Había
comprado dos platos de comida, tres botellas de agua y todavía le
quedaba dinero en las tarjetas para algo más. En fin, una crack de
la microeconomía de supervivencia.
Nos
sentamos en la mesa. Teníamos un plato de pasta y otro de arroz. No
estaban mal pero tuvimos que tragárnoslos rápido porque solo nos
habían dado media hora para comer y habíamos necesitado unos veinte
minutos para hacer la comanda. Aun así, me dio tiempo hasta de
lavarme los dientes. Lo único positivo de aquel sitio es que
adyacente al restaurante había unos baños con varios lavabos altos.
Creo que tuve que pagar veinte bats por entrar pero fue un dinero
bien invertido. Me pude limpiar la boca sin necesidad de hacer
contorsionismo ni de pringarme la ropa, que es lo que tienes que
hacer en la mayoría de los sitios cuando te quieres lavar los
dientes. Siempre he pensado que los que diseñan los lavabos tienen
cabezas microscópicas, que les caben en cualquier espacio, y
articulaciones tan elásticas como una gimnasta soviética. Esa es
una de las explicaciones que se me ocurre para que les parezca lógico
poner el grifo casi pegado al desagüe. La otra es que viajen siempre
con un vaso encima.
Cuando
estuvimos junto a la camioneta le comenté al guía que prefería
sentarme solo adelante que con Pilar atrás. Sonaba a acto de
traición, pero qué le vamos a hacer. Soy un blando y un comodón.
“¿No te había dicho al principio que te sentarás ahí?”, me
dijo el guía en un tono casi acusatorio. Lo ignoré. Una de las
frases que más detesto es la de “ya te lo había dicho”.
Nos
pusimos en marcha camino de la Casa Negra (Baandam Museum). Muchas
veces las llaman el Templo Negro, pero en realidad no es un templo.
Se trata de un museo. Como también está en la zona de Chiang Rai
llegamos en unos pocos minutos. El guía nos dio una hora para
visitarlo. Nos bajamos de la camioneta y nos adentramos en aquel
lugar.
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