Pilar
tiene una gran capacidad de orientación. Aunque a mí Chiang Mai me
parecía un rompecabezas indescifrable para ella ya no suponía
ningún misterio. Había aprendido a moverse por el centro sin
problemas. Hasta esa tarde habíamos estado siempre juntos pero por
primera vez íbamos a darnos unas horas libres. Gracias a la tarjeta
SIM del móvil me sentía capaz de llegar a cualquier parte. Por lo
tanto, se suponía que ambos éramos capaces de encontrar el hotel
sin perdernos independientemente del punto de partida.
Pilar
no solo se había recuperado bien del masaje que le habían dado en
Luang Prabang sino que estaba dispuesta a recibir otro. Habíamos
visto en internet que existía un lugar en el que se empleaban a
ciegos como masajistas. La idea era dar trabajo a personas con
discapacidad. Se dice que los ciegos, al no poder utilizar la vista,
desarrollan más el resto de los sentidos. Tienen fama de ser los
mejores masajistas. Entre que le hiciera una masaje una ex
presidiaria o una ciega, Pilar prefirió que se lo hiciera esta
última. Estuve de acuerdo con ella. Me parecía más seguro para su
columna vertebral.
Después
de comer localizamos en el móvil la ubicación del centro de
masajes. Estaba cerca del restaurante. La acompañé hasta la puerta.
Como ya he dicho en otra ocasión, yo no estaba interesado en los
masajes. No iba a entrar al local. Visto desde fuera no tenía mal
aspecto. Además, estaba en una calle importante bien iluminada. Me
pareció que no la dejaba en un mal sitio. Después de ser masajeada,
Pilar tenía intención de ir al hotel y disfrutar un rato de la
piscina. Nos aseguramos de que sería capaz de llegar sin problemas.
Afortunadamente, ambos edificios estaban a poca distancia y
calculamos que no necesitaría más de quince minutos para hacer el
trayecto. Yo había decidido visitar una “biblioteca” en las
afueras de la ciudad. Sin el móvil no habría podido encontrarla.
Gracias a Google Maps la hallé sin problemas, aunque después de una
buena caminata. Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar y eso que
fui a buen paso. En las afueras de Chiang Mai las calles son más
anchas y tienen más vehículos que en la zona turística lo que hace
que cruzar una avenida sea aun más arriesgado. Salvo ese detalle,
poco más se puede decir de esa parte de la ciudad.
Habíamos
quedado a las siete y media en el hotel para ir a ver un combate de
lucha tailandesa. Mientras regresaba me preguntaba cómo le habría
ido a Pilar, ¿Le habrían hecho uno de esos masajes en los que la
masajista se pone de pie encima del cliente? Si era ciega el asunto
podía haber acabado mal. Si ya es difícil mantener el equilibrio
sobre un cuerpo humano con todos los sentidos intactos mucho más
debía de serlo para alguien ciego. Confiaba en que la profesional no
se hubiera partido los morros por una caída desde el torso de mi
amiga. Por otra parte, estaba el peligro para el cliente. A saber
dónde podían pisarte. Me imaginaba a Pilar con el dedo gordo de una
tailandesa metido en la boca o, peor aún, en el ojo.
Cuando
llegué al hotel me encontré a mi amiga en perfecto estado de forma.
La masajista no se le había subido encima. Le había dado tres
opciones de masaje: suave, medio y fuerte. Pilar había elegido el
suave. “¡Y menos mal!”, exclamó. Apenas hablamos nada más.
Eran más de las siete y media y queríamos cenar y llegar a tiempo
al estadio en el que íbamos a ver el combate de muay thai. Una vez
más, sin tiempo a descansar nos lanzamos a la calle.
Supuestamente,
en Chiang Mai había tres recintos para ver boxeo tailandés.
Consultamos en internet cuál sería mejor. El más profesional
estaba en la zona del bazar nocturno. Nos encaminamos hacia allí.
Tardamos media hora en llegar. A todos los sitios íbamos caminando.
Cuando llegamos a la dirección que venía en la página web no
encontramos un pabellón sino una tienda de ropa y accesorios de muay
thai. Vendían pantalonetas, guantes, etc. Supusimos que el local de
lucha estaría cerca. Dimos un par de vueltas pero como no lo
encontrábamos acabamos por preguntar a la dependienta de la tienda.
El estadio ya no existía. Había desaparecido. Teníamos que ir a
uno de los otros dos. De uno de ellos leímos que era turístico pero
serio y del otro que estaba plagado de prostitutas y ladyboys que no
hacían sino pedirte que te tomaras una copa. Nos decantamos por el
primero. Yo quería ver muay thai, no otras historias. Pilar pasaba
de los dos pero por acompañarme no le parecía mal ir al serio. Nos
encaminamos hacia él. Estaba lejos y el tiempo apuraba así que
fuimos muy deprisa. Llegamos hacia las ocho y media con la lengua
colgando. Ese día habíamos andado un buen montón de kilómetros.
Los combates empezaban a las nueve. Cogimos las entradas. Había de
dos tipos. Las VIP, que costaban unos veinte euros, y las normales,
que eran unos doce. Compramos las VIP. A mí me hacía mucha ilusión
ver el espectáculo y ya que estaba allí quería verlo bien. No
sabía cuándo volvería a Tailandia, si es que volvía. Las entradas
VIP nos permitían sentarnos en las primeras filas. Fuimos a cenar a
un restaurante que había cerca. No teníamos tiempo para gran cosa
así que pedimos unas hamburguesas. No sabemos de qué carne estaban
hechas. Hasta entonces no habíamos visto muchas vacas. Algún búfalo
sí. En cualquier caso, sabían bien. A las nueve menos cinco
entramos en el estadio. Nada más cruzar la puerta supe que ese sitio
me iba a gustar.
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