Cuando
salíamos de la sauna, Pilar saludó a un joven. Se había montado en
una motocicleta y llevaba una niña con él. “Este ha sido mi
masajista”, me dijo. Le pregunté qué tal le había ido. “Muy
bien. Me ha estirado músculos que ni siquiera sabía que exitían”.
Me alegré de que a mi amiga le hubiera gustado. Estaba relajada y
hambrienta. Yo solo hambriento. La noche de nuestra llegada habíamos
visto en los puestos callejeros un pescado asado y teníamos ganas de
probarlo. Eran nuestras últimas horas en Luang Prabang y por lo
tanto nuestra última oportunidad para hacerlo. Nos encaminamos hacia
el Mercado Nocturno.
Cuando
llegamos al mercado acababa de desembarcar un autobús plagado de
turistas. Una horda de farangs había ocupado la mayoría de los
puestos callejeros de comida. No teníamos prisa. Podíamos habernos
ido a otra parte y volver más tarde, pero cometimos el error de
quedarnos. Avanzábamos con dificultad por una callejuela
perpendicular a Sisavangvong Road cuando perdí a Pilar. Me había
quedado algo rezagado. La masa homogénea de pálida carne caucásica
que se me había plantado delante me impedía verla. Caminé
esquivando a todo tipo de gente. Un grupo de cincuentones germánicos
se detuvo a hablar como si estuvieran a la puerta de misa y no me
dejaba pasar; un joven con rastas me echó el humo de su tabaco en la
cara; una adolescente americana me pisó. Estaba ya harto y creía
que la cosa no podía empeorar cuando me topé de frente con un
matrimonio joven, ambos rubios, que llevaban dos niños en brazos y
otro en una silleta.
Después
de meter codo a diestro y siniestro conseguí llegar a donde estaba
Pilar. Se había plantado delante de un puesto en el que había un
cartel que decía que cada plato costaba 15.000 kips y podías
llenarlo con la comida que quisieras. Era una especie de bufé libre.
Acordé con Pilar que ella cogería pasta y otras cosas a modo de
primer plato y que yo me haría con el pez a la brasa. En el puesto
había dos vendedores. Una mujer controlaba una esquina y un hombre
la otra. El pescado estaba en la zona del hombre. Fui hacia allí y
cogí un plato. Cuando el vendedor vio que iba a colocar un pez en él
me detuvo. Cogió una especie de bandeja y puso el pescado en ella.
Me pidió que esperara unos minutos que lo iba a calentar.
En menos de quince minutos el vendedor me dio el pescado. Tenía buena
pinta. Me dijo que fuera hacia la otra esquina. Me reuní con Pilar a
medio camino. Cuando llegamos a donde estaba la vendedora nos pidió
que le pagáramos. Como habíamos cogido dos platos pensé que serían
30.000 kips. Resultó que no. Nos pidió 45.000. El pescado costaba
30.000. Ya estábamos con las marrullerías habituales. Entre eso y
el agobio por la masificación de gente me estaba cabreando. Para
colmo, cuando nos fuimos a sentar en una mesa que estaba casi vacía
me dijo que ahí no. Por lo visto no les pertenecía a ellos. Nos
indicó que nos sentáramos en una que estaba llena. Apenas había
sitio. Me quedé de pie. Estaba bastante enfadado. La vendedora ni se
inmutó pero tuvo que leer en mi mirada que estaba para pocas
fiestas. Le dije que me iba a sentar en la otra mesa. Ella volvió a
señalarme, impertérrita, el mismo hueco que antes. Pilar se sentó
y me dijo que hiciera lo mismo. La obedecí a regañadientes. En el
mismo sitio que nosotros había una pareja de extranjeros que
ocupaban casi todo el banco con sus mochilas. Estaban bien cómodos.
No se apartaron ni un milímetro a pesar de que vieron que casi no
había espacio para los demás. En momentos así uno lamenta no tener
una metralleta.
Empezamos
a comer. No habíamos pedido bebidas. No quería darle ni un kip más
a esa vendedora. Para mi sorpresa, tanto la pasta como el pescado
estaban excelentes. De hecho, de todas las comidas que habíamos
hecho en Luang Prabang estaba siendo la más sabrosa. El resto de los
farang fueron levantándose de la mesa. Por lo visto tenían que
retornar al autobús. Por fin teníamos sitio y buena comida. Me
tranquilicé. El enfado se diluyó y su lugar fue reemplazado por la
satisfacción. Pese a que soy más de carne que de pescado, aquel
animal del Mekong hizo que me reconciliara con el mundo.
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