lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la noche.

Cuando salíamos de la sauna, Pilar saludó a un joven. Se había montado en una motocicleta y llevaba una niña con él. “Este ha sido mi masajista”, me dijo. Le pregunté qué tal le había ido. “Muy bien. Me ha estirado músculos que ni siquiera sabía que exitían”. Me alegré de que a mi amiga le hubiera gustado. Estaba relajada y hambrienta. Yo solo hambriento. La noche de nuestra llegada habíamos visto en los puestos callejeros un pescado asado y teníamos ganas de probarlo. Eran nuestras últimas horas en Luang Prabang y por lo tanto nuestra última oportunidad para hacerlo. Nos encaminamos hacia el Mercado Nocturno.
   Cuando llegamos al mercado acababa de desembarcar un autobús plagado de turistas. Una horda de farangs había ocupado la mayoría de los puestos callejeros de comida. No teníamos prisa. Podíamos habernos ido a otra parte y volver más tarde, pero cometimos el error de quedarnos. Avanzábamos con dificultad por una callejuela perpendicular a Sisavangvong Road cuando perdí a Pilar. Me había quedado algo rezagado. La masa homogénea de pálida carne caucásica que se me había plantado delante me impedía verla. Caminé esquivando a todo tipo de gente. Un grupo de cincuentones germánicos se detuvo a hablar como si estuvieran a la puerta de misa y no me dejaba pasar; un joven con rastas me echó el humo de su tabaco en la cara; una adolescente americana me pisó. Estaba ya harto y creía que la cosa no podía empeorar cuando me topé de frente con un matrimonio joven, ambos rubios, que llevaban dos niños en brazos y otro en una silleta.
   Después de meter codo a diestro y siniestro conseguí llegar a donde estaba Pilar. Se había plantado delante de un puesto en el que había un cartel que decía que cada plato costaba 15.000 kips y podías llenarlo con la comida que quisieras. Era una especie de bufé libre. Acordé con Pilar que ella cogería pasta y otras cosas a modo de primer plato y que yo me haría con el pez a la brasa. En el puesto había dos vendedores. Una mujer controlaba una esquina y un hombre la otra. El pescado estaba en la zona del hombre. Fui hacia allí y cogí un plato. Cuando el vendedor vio que iba a colocar un pez en él me detuvo. Cogió una especie de bandeja y puso el pescado en ella. Me pidió que esperara unos minutos que lo iba a calentar.
   En menos de quince minutos el vendedor me dio el pescado. Tenía buena pinta. Me dijo que fuera hacia la otra esquina. Me reuní con Pilar a medio camino. Cuando llegamos a donde estaba la vendedora nos pidió que le pagáramos. Como habíamos cogido dos platos pensé que serían 30.000 kips. Resultó que no. Nos pidió 45.000. El pescado costaba 30.000. Ya estábamos con las marrullerías habituales. Entre eso y el agobio por la masificación de gente me estaba cabreando. Para colmo, cuando nos fuimos a sentar en una mesa que estaba casi vacía me dijo que ahí no. Por lo visto no les pertenecía a ellos. Nos indicó que nos sentáramos en una que estaba llena. Apenas había sitio. Me quedé de pie. Estaba bastante enfadado. La vendedora ni se inmutó pero tuvo que leer en mi mirada que estaba para pocas fiestas. Le dije que me iba a sentar en la otra mesa. Ella volvió a señalarme, impertérrita, el mismo hueco que antes. Pilar se sentó y me dijo que hiciera lo mismo. La obedecí a regañadientes. En el mismo sitio que nosotros había una pareja de extranjeros que ocupaban casi todo el banco con sus mochilas. Estaban bien cómodos. No se apartaron ni un milímetro a pesar de que vieron que casi no había espacio para los demás. En momentos así uno lamenta no tener una metralleta.
   Empezamos a comer. No habíamos pedido bebidas. No quería darle ni un kip más a esa vendedora. Para mi sorpresa, tanto la pasta como el pescado estaban excelentes. De hecho, de todas las comidas que habíamos hecho en Luang Prabang estaba siendo la más sabrosa. El resto de los farang fueron levantándose de la mesa. Por lo visto tenían que retornar al autobús. Por fin teníamos sitio y buena comida. Me tranquilicé. El enfado se diluyó y su lugar fue reemplazado por la satisfacción. Pese a que soy más de carne que de pescado, aquel animal del Mekong hizo que me reconciliara con el mundo.

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