Por
internet habíamos quedado con el hotel que el chófer viniera a
recogernos a las 16,40 horas y ya eran más de las ocho de la tarde.
Confiábamos en que el SMS que había enviado hacía unas horas
anunciado nuestro retraso hubiera sido efectivo y teníamos la
esperanza de que al cruzar el último control policial nuestro
conductor estuviera en el vestíbulo. Se abrió la puerta y vimos a
un grupo de unas seis o siete personas con carteles. Nos acercamos y
leímos los nombres que figuraban en ellos. Ninguno era el mío.
Volvimos a leerlos de nuevo por si no lo habían escrito del todo
bien. Nuestro chófer no estaba. Era definitivo. Otros conductores
habían esperado a sus clientes pero el nuestro no. No pasaba nada.
Cogeríamos un taxi. Salimos a la calle y no había parada de taxis.
En realidad no había nada de nada. Solo un grupo de hombres que, en
cuanto nos vieron aparecer, nos rodearon. De noche, sin conocer el
idioma y, en mi caso, sin saber nada del lugar al que acabábamos de
llegar la cosa no pintaba bien. Pilar estaba igual de preocupada que
yo. El que parecía el cabecilla del grupo nos preguntó a dónde
íbamos. Le dijimos el nombre de nuestro hotel. Sin decir nada más
sacó el móvil e hizo una llamada. Un joven nos preguntó otra vez
lo mismo. Le explicamos lo qué nos había ocurrido. Nos entendió.
Le dijo una parrafada al cabecilla, que todavía seguía hablando por
teléfono, y nos pareció que este incorporaba la información que le
habíamos dado a su conversación. En cualquier caso eran
suposiciones porque hasta ese momento aprender laosiano no había
sido una de nuestras prioridades. El cabecilla colgó y se introdujo
entre sus colegas hasta hacerse invisible. “A ver cómo acaba
esto”, dijo Pilar. Una frase que le oiría decir en varias
ocasiones durante este viaje. No me dio tiempo a responderle.
Enseguida apareció el cabecilla. Venía acompañado de un hombre
mayor. El cabecilla dijo algo que no entendimos y el hombre mayor nos
sonrió y se lanzó a por nuestras maletas. Le dije que cogiera solo
la de Pilar. Así lo hizo. Después se puso en marcha y lo seguimos.
Anduvimos por un aparcamiento hasta que llegamos a un vehículo que
no estaba nada mal. Era la típica camioneta para los traslados al
aeropuerto. Estaba nueva y limpia. Metimos las maletas, nuestros
cuerpos y nos pusimos en marcha hacia el hotel, o eso suponíamos.
Las afueras de la mayoría de las ciudades suelen ser cutres y las de
Luang Prabang no eran una excepción. Quizá no fuera así. Tal vez
teníamos esa impresión debido al cansancio del viaje. De cualquier
modo, me sentía en territorio hostil. En un cuarto de hora, más o
menos, llegamos a donde estaba nuestro hotel. Pilar había mirado
fotografías y lo reconoció. Estaba muy bien situado, en la calle
donde se celebra el mercado nocturno. En ese momento la zona estaba muy
concurrida, con lugareños vendiendo sus mercancías a ras de suelo y
turistas deambulando por los puestos. El conductor detuvo la
furgoneta y nos bajamos. Él cogió una maleta y se puso a caminar
con determinación. Lo seguimos. Pasamos entre la gente como peces
por un arrecife y llegamos al hotel. El recepcionista sabía quiénes
éramos sin que nos hubiéramos presentado. Inmediatamente me mostró
un papel en el que había un párrafo que decía que el chófer
esperaba como máximo hasta las veinte horas. Le dije que no había
problema. No teníamos intención de protestar. Lo que a mí me
interesaba resolver era qué hacíamos con el conductor que nos había
llevado. Esperaba su dinero. Le pregunté al recepcionista si le
pagábamos nosotros o si lo hacía él. El recepcionista se tocó el
pecho, sacó un billete de una caja, del que en ese momento yo
desconocía su valor, y se lo dio al chófer. Este se despidió de
nosotros con una sonrisa y desapareció. Solucionado ese problema
comenzamos con los trámites del registro. Mientras lo hacíamos
apareció un camarero. En el mismo vestíbulo de la recepción estaba
también el bar. Nos traían unas bebidas. El recepcionista nos las
acercó mientras nos decía de qué estaban hechas. No entendimos ni
una palabra. Tenían color rojo. Yo las miraba con aprensión.
Imaginaba que en ese líquido habría millones de microorganismos
desconocidos para mi tubo digestivo capaces de hacerme estar dos días
seguidos sentado en la taza del váter. Pilar cogió uno de los
vasos, dijo “esto es lo que nunca se debe hacer”, y dio un trago.
Yo también bebí de la mía. Me veía a mi mismo vomitando a la par
que diarreando, pero no beber hubiera sido una descortesía. Sabía
muy bien, sobre todo a limón, y estaba fresco. Me lo hubiera tomado
de un trago pero si llevaba agua corriente podía amargarme el viaje.
Di un segundo sorbo y lo dejé sobre el mostrador. Para entonces el
recepcionista ya había terminado los trámites. Cogió una llave y
nos pidió que le siguiéramos. El hotel era pequeño, con tan pocas
habitaciones que no estaban numeradas sino que tenían nombre. La
nuestra se llamaba “Calm”. Después de más de veinticuatro horas
de viaje por fin teníamos un lugar en el que estar en calma. De
todos modos, no era eso lo que habíamos ido a buscar. Aunque
estábamos cansados apenas estuvimos veinte minutos en la habitación.
El tiempo de asearnos y cambiarnos. Ni siquiera deshicimos las
maletas. En la calle estaba el mercado nocturno. Se veía animado.
Debíamos estar allí.
A veces siento la necesidad de escribir. A pesar de mi inconstancia he conseguido terminar dos novelas, una obra de teatro, varios sonetos y algunas cosas más. Si quieres enviarme un comentario sobre algo de lo que hayas leído en mi blog puedes hacerlo a esta dirección de correo electrónico: andres.garralda@gmx.es
miércoles, 9 de noviembre de 2016
Viaje a Laos y Tailandia. Día 30 de octubre de 2016 por la noche.
Aunque
Luang Prabang es la tercera ciudad más poblada de Laos tiene menos
de 80.000 habitantes. Es famosa por sus templos budistas, la llaman
la ciudad de los mil templos, y por los edificios coloniales
franceses. Se recorre fácilmente caminando. La impresión que tienes
cuando miras su mapa es que la parte más importante de la ciudad
está en una lengua de tierra entre los ríos Mekong y Nam Khane. La
base de esa lengua se amplía y tiene algunos otros lugares de
interés, pero no tan relevantes. Hay una avenida que recorre toda la
lengua desde la punta hasta la base. En la zona más próxima a esta
última se llama Sisavangvong Road y en la parte cercana a la punta
se llama Sakkaline Road. No obstante, cuando uno camina por ella no
nota la transición. En esa avenida se ubicaba nuestro hotel y es ahí
donde se instala el mercado nocturno. Fue salir de la recepción y ya
estábamos en el lugar más importante de la ciudad. El mercado ocupa
casi toda la avenida. Hay puestos a ambos lados y también en el
centro por lo que a penas queda sitio para transitar. Lo normal es
que tengas que caminar en fila india. La mayoría de los puestos son
mantas tiradas en el suelo sobre las que están las mercancías y los
vendedores. Estos no son individuos solitarios sino que se reúne
toda la familia. Ahí están la abuela, los padres y los nietos. Los
productos que se venden son los típicos de mercadillo: artesanía,
pañuelos de algodón, café, ropa... Desde la avenida principal
salen, perpendicularmente, calles más pequeñas que se dirigen hacia
los extremos de la lengua de tierra. En la zona más próxima a
nuestro hotel esas calles estaban repletas de lugares para cenar.
Apenas quedaba espacio para caminar por ellas. A un lado se situaban
las “cocinas” y los expositores, por llamarlos de algún modo,
con las mercancías y al otro pequeñas mesas con sillas donde podías
sentarte para comer lo que habías comprado. Entre lo que se puede
conseguir me llamó la atención un pez ensartado en un palo y que
hacían a la brasa. Supuse que procedía del río Mekong. Soy más de
carne pero me hice el propósito de probarlo, aunque no esa primera
noche. También había salchichas, con un aspecto similar al del
producto de desecho de la digestión que expulsamos por el ano,
pasta, arroz, fruta, etc.
Mientras
deambulábamos por el mercado nocturno vimos varias agencias de
viajes. Queríamos contratar una excursión que incluyera un
recorrido en barco por el Mekong. Es uno de los ríos más
importantes del mundo y, desde la Guerra del Vietnam, se ha
convertido en mítico por la cantidad de veces que ha salido en
películas. Entramos en la agencia. Según la dependienta había tres
cosas importantes para ver en los alrededores de Luang Prabang: la
cueva Pak Ou, la catarata Tad Kouang Si y montar en elefante. Se
podía hacer todo en un día pero nos pareció demasiado maratoniano.
Decidimos contratar un paquete que incluía un viaje en barco por el
Mekong hasta las cuevas y montar en elefante. Nos quedaríamos sin
ver las cataratas. La excursión sería dos días más tarde.
Cuando
volvimos a la calle me enfrenté a mi primera compra. En Laos hay que
regatear y eso es algo que no me gusta nada. Suelo evitar los países
en los que sé que voy a tener que hacerlo. Reconozco que por culpa
de esto me voy a perder muchos lugares interesantes, pero no pasa
nada. El mundo es muy grande y abarcarlo todo es imposible. Mi primer
objeto de deseo fue un abanico. Lo quería para regalar. La vendedora
era una chica joven muy atractiva. Tenía un rostro dulce y sonreía
de una manera cautivadora. Con mi torpeza para regatear intuía que
iba a salir esquilmado. Le pregunté el precio. Cuando me lo dijo me
quedé sorprendido. Era el equivalente a veinte euros. Para ser un
mercadillo y teniendo en cuenta la calidad del objeto me parecía
exageradamente caro. “¿Le ofrezco una cuarta parte?” le dije a
Pilar. Ella asintió. Estuvimos regateando, pese a que me aburre y me
agota, hasta que llegamos a un acuerdo por diez euros. Había
conseguido rebajarlo a la mitad. Aún así, seguía pareciéndome muy
caro. Vimos otras cosas que me interesaban pero cuando me decían el
precio se me quitaban las ganas de comprar. Ni aunque regateara como
Messi obtendría un buen resultado. Por ejemplo, un imán para el
frigorífico costaba diez euros. Estaba espantado.
Decidimos
dejar las compras y comer algo. Después del viaje estábamos
cansados y algo destemplados por lo que no teníamos el cuerpo para
grandes experimentos gastronómicos. Junto al hotel había un puesto
que vendía pasteles y bollos. Decidimos comprar un par de magdalenas
de chocolate y comérnoslas en nuestra habitación. Lo mejor del
hotel es que teníamos un balcón con vistas a la calle principal. El
mercado nocturno al alcance de nuestros ojos. En el balcón había
una mesa y dos sillas. Ahí nos comimos los bollos. Podría decir que
fue idílico, pero no voy a mentir. Aunque las vistas eran excelentes
y podías disfrutar cómodamente del ambiente callejero sin que nadie
te pisara ni empujara había dos cosas que me agobiaban: los
mosquitos, que no eran muchos pero los presentes parecían estar
enamorados de mí, y el olor a brasas. Ese olor es algo que me
perseguiría por toda la ciudad. En cada esquina había alguien
haciendo comida a la brasa. Justo debajo de nuestra ventana teníamos
una mujer asando plátanos. Supongo que se turnaría con alguna otra
porque el negocio estaba en funcionamiento quince horas al día. Cada
vez que me asomaba al balcón me llegaba el tufo a plátano asado.
Esa
misma noche, después de dormir unas pocas horas y tener la mente
algo más despejada, me desperté dándome cuenta de que había
cometido un error. Había calculado mal el valor de los objetos. No
sé porqué se me había metido en la cabeza que 10000 kips eran 10
euros cuando en realidad son solo uno. Había regateado por un
abanico que costaba dos euros hasta rebajarlo a uno. Casi me sentía
culpable pensando en el rostro agraciado y amable de la chica que me
lo había vendido. Por los imanes para el frigorífico no pedían
diez euros sino uno. Recordando el precio de las cosas que había
visto me di cuenta de que el mercado nocturno era realmente barato.
Decidí que haría todas las compras del viaje ahí mismo.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la mañana.
Nos
despertamos temprano. Para las seis de la mañana ya estábamos en
marcha. En Luang Prabang la actividad comienza nada más amanecer. El
mercado nocturno cierra a las diez de la noche y para las once ya
está todo recogido. Los bares que están abiertos después de esa
hora son para extranjeros. Me asomé al balcón. Se veían algunos
turistas y muchos monjes. Pilar me contó que todos los días, al
amanecer, los monjes abandonan sus templos y recorren las calles en
busca de donativos de comida. Decidimos que a la mañana siguiente
nos levantaríamos pronto para verlo.
Después
de desayunar nos pusimos en marcha. Nuestro plan para ese día era
visitar templos. No todos porque aunque no tiene mil, como he dicho
antes se conoce a Luang Prabang como la ciudad de los mil templos,
hay más de cincuenta. Nada más salir del hotel y empezar a recorrer
la avenida Sisavangvong nos topamos con algunos, aunque inicialmente
los ignoramos. Nuestra idea era aprovechar la buena temperatura que
hacía a primera hora de la mañana para subir la colina Phousi. Esta
pequeña elevación del terreno se sitúa en pleno corazón de la
ciudad y es famosa por sus vistas y porque en su cima está el templo
That Chomsi. Cuando llegamos a la base de la colina ya había un buen
montón de turistas pero no estaban interesados en That Chomsi sino
en el Palacio Real, que es un conjunto de edificios situados justo
enfrente. Además de turistas había un pequeño mercadillo. Todas
las vendedoras eran mujeres y los productos con los que comerciaban
eran ofrendas para poner en los templos. Había varios tipos.
Nosotros nos hicimos con unas flores anaranjadas. Tenían el mismo
color que las túnicas de los monjes. Dentro de mis múltiples
contradicciones está la de no ser creyente pero hacer ofrendas en
todos los templos que visito, sean de la religión que sean. Tengo
que reconocer que hacerlas no me ha dado mal resultado. Siempre pido
lo mismo y hasta ahora se ha cumplido así que continúo con mis
magias. El kit de culto con el que nos hicimos en Phousi incluía dos
velas pequeñas, tipo tarta de cumpleaños, dos palos de incienso y
dos flores naranjas. Decir dos flores naranjas no es del todo exacto
ya que lo que compras es un objeto complejo que voy a tratar de
describir de arriba abajo. La parte superior tiene varias flores muy
pequeñas agrupadas formando dos esferas. Esas bolas van unidas a un
cono construido con la hoja de una planta. La base de ese cono se
inserta en una estructura que recuerda a una maceta y que está hecha
con el mismo tipo de hoja. La parte superior de la maceta vuelve a
estar adornada con flores naranjas distribuidas en círculo. Toda
esta maravilla del diseño junto con el resto de cosas las pudimos
adquirir por el módico precio de diez mil kips.
Comenzamos
la ascensión a la colina. Íbamos solos. Para llegar al templo hay
que subir más de trescientos escalones. Lo cierto es que no es
complicado ni cansado. La pendiente es suave y el camino está en
medio de la vegetación por lo que no te da el sol directamente. A
medida que nos acercábamos a la cima oíamos cada vez más fuerte
una música. A mí me recordaba a los villancicos navideños cantados
por niños. Reconozco que me gustaba la ambientación que creaba.
Llenaba el lugar de fantasía. Cuando llegamos arriba descubrimos de
dónde procedía esa música. Sentada en unos escalones de la parte
baja del templo había una niña. Estaba comiendo fruta. A su
alrededor tenía montado un pequeño campamento: una radio, botellas
de agua, un recipiente para las limosnas... Parecía ser la cuidadora
de las ofrendas ya que donde se encontraba había alineadas decenas
de flores naranjas como las que habíamos comprado. Decidí hacer el
ritual ahí. Encendí la vela y el palo de incienso, los clavé en la
“maceta” y coloqué todo pegado a las otras ofrendas. Pilar me
imitó. Luego nos centramos en ver el templo. Es bastante sencillo.
Su principal aliciente es la ubicación. Desde la cima de la colina
tienes una vista completa de Luang Prabang. Hicimos algunas fotos e
iniciamos el regreso. Mientras descendíamos la música que sonaba
era contemporánea. Adele, concretamente. Al llegar abajo el número
de vendedoras había aumentado. Además de los artículos que ya
habíamos visto antes se había añadido otro. Eran pájaros vivos.
Estaban encerrados en pequeñas jaulas hechas con las mismas hojas
que se utilizan para hacer las macetas de flores naranjas. El aleteo
de los pájaros era tan intenso y la estructura de la jaula tan
ligera que todo el conjunto se movía. No me gustó. Esa iba a ser
una ofrenda que jamás haría.
Después
del That Chomsi visitamos el Palacio Real. No es un una estructura
única sino un pequeño complejo de edificios. También hay un jardín
y una gran estatua. Dentro de ese conjunto está el teatro de Luang
Prabang. Ese día, por la tarde, había función. Decidimos comprar
entradas. El programa anunciaba varias danzas y algo que no sabíamos
si era una obra de teatro o un ballet. Hasta ese momento solo se
habían vendido dos localidades. Teníamos casi todo el teatro para
nosotros. Cogimos asientos en la primera fila y centrados.
A
lo largo de esa mañana visitamos varios templos. Lo que más me
llamó la atención es que, la mayoría, no son edificios vacíos.
Los monjes viven allí. Cuando entras los ves rezando, lavando la
ropa, comiendo... Me resultaba algo incómodo porque era como colarte
en la casa de una persona a la que no conoces.
Entre
templo y templo el calor iba aumentando y el sol me estaba quemando
la coronilla. Quería comprarme un sombrero pero, a pesar de que en
Luang Prabang había muchos puestos callejeros, no encontraba nada
que me convenciera. Ya estábamos pensando en ir a comer cuando vi
uno que me enamoró. Más ridículo no podía ser. Era de una tela de
muchos colores. Forma cilíndrica. El ala no era lisa sino formada
por un montón de triángulos. Y por si todo esto fuera poco tenía
un pompón en la parte de arriba. Aquello fue amor a primera vista.
La vendedora era una mujer mayor. Había varios sombreros similares;
solo cambiaban un poco los colores. Me probé el que me gustaba y
milagrosamente me estaba bien. La mayoría de los sombreros me quedan
grandes pero ese era de mi talla. Me puse algún otro a petición de
Pilar pero o me estaban grandes o no me gustaban tanto. Quería ese
sombrero y lo quería ya. Empezamos con el regateo. Para mí siempre
un terreno peligroso. No recuerdo las cifras exactas por las que nos
movimos pero creo recordar que andábamos sobre los tres o cuatro
euros. Teniendo en cuenta su diseño tan rompedor se me hacía una
cifra ridícula. Aún así forcé la máquina. Tenía que demostrarme
a mí mismo que no era un inútil regateando. Y pasó lo que uno
piensa que jamás va a ocurrir. Mi última oferta fue rechazada y la
mujer guardó el sombrero. ¡Qué decepción! Me había quedado sin
él quizá por veinte céntimos de euro o menos. Mientras nos
alejábamos de la tienda tuve la impresión de que el sol pegaba más
fuerte y que carbonizaba mi coronilla simplemente por venganza. Pilar
me consoló. “Seguro que encontramos otro igual por ahí”, me
dijo. En eso centramos nuestros siguientes pasos. Había que
encontrar otro similar y regatear mejor. Aprovechábamos nuestras
visitas a templos para mirar en las tiendas. En la mayoría no los
tenían. Por fin encontramos un puesto que los vendía. Ninguno de
los suyos tenía los colores del anterior, aunque no estaban mal. Me
probé algunos. No me servían; eran demasiado grandes. Además,
pedían más dinero que el mejor precio que nos había dado la
anterior vendedora. Los descartamos. Continuamos nuestra
peregrinación de templo en templo y de puesto en puesto con
resultados similares. Siempre el fracaso absoluto. Es en este momento
cuando llegue a una conclusión épica: “no hay sombrero como el
primero”. Pilar ya estaba algo harta de nuestra búsqueda así que
sacó su vena pragmática. “Vamos a la primera tienda y lo
compramos”, me dijo con determinación. A mí eso me parecía una
derrota, casi una humillación. Pero había que ser práctico. Al
ritmo que íbamos los cuatro pelos que me quedan en la cabeza iban a
morir chamuscados. Me tragué mi orgullo regateador y volvimos al
puesto donde lo habíamos visto. En cuanto llegamos ofrecimos el
mejor precio que nos había dado la vendedora. Cerramos el trato de
inmediato. Ya estaba en condiciones de ir a comer con una elegancia
sin parangón.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 al mediodía.
Después
de haber empachado nuestro espíritu con un banquete de templos
decidimos que era el momento de hacer lo mismo con nuestro cuerpo,
pero en este caso con comida y no con edificios. Mientras recorríamos
las calles habíamos visto un restaurante con muy buena pinta. Era
parte de un hotel que estaba formado por dos edificios de estilo
colonial francés. Cada uno de ellos estaba a un lado de la calle.
Uno de los edificios tenía habitaciones y un bar con terraza y el
otro habitaciones y el restaurante. Los camareros se movían de un
lado a otro cruzando la calle con las bandejas. Era una distribución
poco práctica. Echamos un vistazo a la carta. El precio era unas
cinco veces superior a la mayoría de los locales de Luang Prabang
pero aún así era económico comparado con lo que se paga en
Pamplona. El lugar parecía muy agradable. “Vamos a darnos un
homenaje”, dijo Pilar. Asentí. Eramos los únicos clientes,
supusimos que porque todavía eran las doce del mediodía.
Preguntamos si se podía comer a esa hora y nos confirmaron que sí.
Nos sentaron en una mesa muy bien situada, en el extremo de la
terraza, junto a la avenida principal. La vegetación del restaurante
hacía que el lugar estuviera relativamente fresco y que no nos diera
el sol directamente. Pedimos las bebidas y nos trajeron las cartas.
Les echamos un vistazo. Desconocíamos lo que eran la mayoría de las
cosas. Afortunadamente, tenían un par de menús completos que eran
fáciles de pedir. Pilar decidió que tomaría el Lao Degustation
y yo me incliné por The Explorer. Dejamos las cartas sobre la
mesa y esperamos a que vinieran a tomarnos nota. De acuerdo al tipo
de indumentaria que llevaban, había dos tipos de camareros. Unos,
que tenían más edad, llevaban una prenda tipo levita que combinaba
los colores rojo y blanco, aunque con predominio de este último, los
otros, más jóvenes, vestían una camisa blanca que a ambos lados de
la botonera tenía unas bandas anchas de color rojo y unos pantalones
rojos bombachos que les llegaban hasta las espinillas. Este último
uniforme era muy llamativo y evocaba reminiscencias de la época
colonial. Me gustaba. El propio edificio combinaba esos dos colores.
También, delante de la puerta principal, había un coche antiguo de
color rojo. El conjunto resultaba muy atractivo y una invitación a
comer en ese lugar. Enseguida se nos acercó un camarero. Era de los
veteranos; vestía la levita. Nos preguntó qué íbamos a comer. Yo
le señalé las cartas. No sé qué interpretó pero antes de que
pudiera pedir las cogió y se las llevó. Debía de haber pensado que
solo íbamos a beber. Quizá lo temprano de la hora le había hecho
pensar eso. Nos quedamos cortados. El camarero había sido tan rápido
que para cuando reaccionamos ya no estaba a la vista. Esperamos un
rato a ver si aparecía de nuevo pero nada. Pilar vio pasar a otro y
lo llamó. Este era muy joven, quizá unos veinte años. Vestía los
bombachos. Era un chico algo gordito y muy sonriente. Nos cayó bien
desde el principio. Le pedimos las cartas y nos entendió a la
primera. También nos entendió a la primera lo que queríamos comer.
Hasta ahí todo perfecto. Los menús que elegimos incluían varios
platos. Cada vez que nos traía uno el camarero nos daba un montón
de explicaciones para que supiéramos qué estábamos comiendo. Era
un tipo realmente simpático que nos tenía encantados. Después de
un par de platos y de que nos hubiera hecho unas cuantas fotografías
nos preguntó de dónde éramos. Respondimos que de España. Dijo
“hola” en un español bastante aceptable que acabó por
enamorarnos. Le ensañamos a decir gracias en español. Personalmente
la comida no me estaba gustando mucho. Había una especia, Pilar
piensa que era cilantro, que estaba en casi todos los alimentos y que
no me hacía ninguna gracia. Mataba al resto de los sabores. En Laos
se debe de utilizar mucho porque me topé con ella en muchas
ocasiones. Todo me sabía a lo que quiera que fuera eso. A pesar de
ello, estaba disfrutando de la comida gracias a la simpatía del
camarero. “Luego nos tenemos que hacer una foto con él”, dijo
Pilar. Me pareció bien. Lo hubiéramos hecho de no ser porque
después de uno de los platos fue al otro edificio y no regresó.
Pensamos que ya habría acabado su turno. Lo sustituyó uno de
levita; el mismo que no nos había entendido al principio y se había
llevado las cartas por error. Acabamos de comer y pedimos la cuenta.
Ya la teníamos sobre la mesa e íbamos a pagar cuando vimos que el
camarero joven regresaba. Venía sonriente pero al ver que ya estaba
la factura sobre la mesa se le cambió la cara. En ese momento me di
cuenta de un par de cosas. Los últimos platos nos los habían
servido con premura. Casi sin acabarlos nos los quitaban de la mesa.
Lo mismo con la petición del postre. Apenas tuvimos tiempo para
pensar qué queríamos tomar. Recordé que el precio del menú
incluía un 10% de pago para el servicio. Sospeché que el camarero
veterano se había aprovechado de la ausencia del joven para hacerse
con esa comisión. En cuanto el joven llegó a la mesa cogió el
recipiente en el que estaban la cuenta y el dinero y miró la
factura. Nuevamente se le cambió la cara. Mis sospechas se habían
confirmado. El veterano se la había jugado. El lugar que ocupaban
los camareros quedaba a mi espalda así que no podía ver qué
pasaba. Le dije a Pilar que observara y me contara. “Están
hablando los dos”, me dijo. No se oían gritos. “¿Se han
enzarzado de alguna manera?”, le pregunté. Me respondió que no
con un gesto de la cabeza. En Asia es muy poco frecuente ver a la
gente discutir. Tienen el concepto que cuando uno grita o se enoja
muestra a los demás lo peor de sí mismo. Digamos que “lavan los
platos sucios en casa”, no de cara al público. Al cabo de un rato
regresó el camarero joven con el cambio. Antes de que se fuera,
Pilar metió la propina en el recipiente y luego le apuntó con el
dedo en un gesto que decía claramente “esto es para ti”. Lo vi
sonreír antes de que desapareciera de mi ángulo visual. “¿Qué
ha hecho con la propina?”, pregunté a Pilar. “No se la ha
quedado. Se la ha dado al que está en la caja”, me respondió.
Al
final la comida me había dejado un mal sabor de boca, y no por culpa
del cilantro. Cuando nos íbamos, el camarero joven nos despidió
sonriente y nos dijo “gracias” en español lo mejor que pudo. Fue
un detalle agradable y profesional, pero la magia ya se había roto y
no hubo fotografía de los tres juntos.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la tarde (parte 1)
Habíamos
terminado de comer bastante pronto. Mientras recorríamos los templos
habíamos visto tuk-tuks que ofrecían traslado hasta la catarata Tad
Kouang Si. Los tuk-tuks son taxis que recuerdan a los motocarros. La
parte delantera es la mitad de una moto y la trasera es similar a un
carro con bancos corridos a ambos lados. Los de Laos eran muy
alegres. Estaban pintados con muchos colores vivos. Pilar había
leído en una guía que se tardaba, más o menos, una hora en llegar
a las cataratas. Como todavía no eran ni las tres de la tarde
teníamos tiempo para ir, estar allí una hora y regresar
puntualmente para nuestra cita con el teatro laosiano. Fuimos a
nuestra habitación a lavarnos los dientes y a por dinero y bajamos a
la calle. Justo delante de nuestro hotel había un par de taxis pero
no los cogimos porque antes debíamos pasar por una caseta de cambio
para convertir algunos euros en kips. Acabábamos de hacer esa
operación cuando pasó un tuk-tuk por delante nuestra. No es
necesario hacerles gestos ni gritarles para que se detengan. Basta
con el poder de la mirada. Esto puede parecer exagerado pero es la
realidad. En cuanto miras a un taxi con un mínimo de interés, tanto
en Laos como en Tailandia, el conductor frena el vehículo, se coloca
a tu lado y ofrece sus servicios. Si no les dices que no te siguen
cinco o seis metros antes de continuar a su ritmo. El conductor de
ese tuk-tuk intuyó que lo necesitábamos y se detuvo. Le dijimos que
queríamos ir a las cataratas, que nos esperara allí media hora o
algo más, y que nos trajera de vuelta a Luang Prabang. Estaba
dispuesto. Empezamos el tedioso proceso del regateo. Al final
acordamos un precio de 200.000 kips; unos 23 euros. Nos estábamos
montando en el vehículo cuando se acercó una persona al chófer. Lo
reconocí. Era uno de los taxistas de enfrente del hotel. Esa misma
mañana me había dado cuenta al asomarme al balcón de que nos
observaba. Estaba expectante por si requeríamos sus servicios. Se
puso a hablar con el conductor. No hubo gritos ni malos modos, al
menos aparentemente, pero aquella no fue una conversación amistosa.
Por supuesto no entendimos lo que se dijeron. Tal vez el taxista de
enfrente del hotel le pidió una comisión o tal vez lo amonestó.
Después de lo que había ocurrido en el restaurante, esa escena me
hizo sentirme como un trozo de carnaza en un río lleno de pirañas.
El turista era una presa que todos querían devorar.
El
tuk-tuk se puso en marcha. Estábamos en las afueras de Luang Prabang
cuando el vehículo se hizo a un lado y se detuvo. Detrás nuestra
aparcó una camioneta. Su conductor se bajó y vino hacia nosotros.
El chófer del tuk-tuk nos dijo que era amigo suyo y que debíamos
continuar con él. Eso no nos gustó pero habíamos leído que las
cataratas estaban lejos y el tuk-tuk tal vez no fuera el vehículo
ideal para llegar hasta allí. El nuevo conductor era un
“sonrisitas”. Parecía no hablar inglés y cuando nos dirigíamos
a él contestaba riéndose. La camioneta era nueva y confortable. Nos
dejamos llevar. La carretera no era demasiado buena pero tampoco un
desastre. Por ella casi no circulaban tuk-tuks. Se veían camionetas
como la nuestra y motocicletas. En un par de ocasiones nos cruzamos
con algunos búfalos. El paisaje era verde y montañoso, como siempre
en Luang Prabang.
Tardamos
algo menos de una hora en llegar a la catarata. Cuando nos bajamos,
Sonrisitas no dio a entender que quería que le pagáramos. Le
dijimos que nos esperara ahí una media hora, que era lo que habíamos
pactado con el otro conductor, e ignoramos su petición. Sacó el
móvil y nos lo mostró dándonos a entender que debía volver a casa
o algo así. Ya teníamos al típico taxista marrullero. Quería más
dinero. Ese tipo de cosas me sacan de mis casillas. Pasamos de él.
Si pensaba que nos iba a dar miedo que nos dejara ahí tirados estaba
equivocado. Se veían montones de camionetas en el aparcamiento.
Podíamos negociar el regreso con cualquiera de ellas. Entonces
Sonrisitas, que supuestamente solo hablaba laosiano, jugó otra baza
y nos dijo en un perfecto inglés que ida y vuelta serían 400.000
kips, el doble de lo que habíamos pactado. Hicimos como si no le
hubiéramos oído y lo dejamos ahí, pero ya no estábamos cómodos.
Enfilamos la subida hacia la catarata cabreados. Esto mismo me ha
pasado en montones de ocasiones. Es uno de los motivos por los que
solo utilizo taxis en casos de extrema necesidad. Estoy cansado de
este tipo de estafa.
A
pesar de que Sonrisitas había logrado meterme el veneno de la
incertidumbre en el cuerpo disfruté del rato que estuvimos en la
catarata. Nada más comenzar la ascensión nos encontramos con un
centro de rehabilitación del oso laosiano. Pudimos ver varios
ejemplares tras las verjas. Según decían los carteles habían
conseguido rescatar a más de treinta de manos de los furtivos. El
lugar tenía una tienda y los beneficios de lo que vendían iban
destinados a la recuperación de esos animales. Me pareció una buena
causa y me compré una camiseta con el siguiente texto:
“Freethebears”. Estaba seguro de que iba a ser una prenda
adecuada para ponerme en alguno de los bares a los que voy en Madrid.
Desde
la zona de los osos seguimos ascendiendo hacia la catarata. A la
derecha del camino discurre el río. Tiene zonas con rápidos,
pequeñas cascadas y piscinas naturales. Había visto algunas fotos
en internet y el agua se veía de un color verde intenso. Me di
cuenta de que no eran un fotomontaje. El agua es realmente de ese
color. Algunas personas se estaban bañando. Me daban envidia. Es un
lugar muy atractivo. Nosotros habíamos ido a echar un vistazo pero
muchos turistas aprovechan para pasar el día entero. La zona está
acondicionada para ello: hay vestuarios, mesas para comer, papeleras,
etc. La ascensión continúa hasta que se llega a la catarata
principal. Me sorprendió su altura. Era más espectacular de lo que
me imaginaba. ¡Ojo!, no es Iguazú ni el Niágara, pero merece una
visita. Hay un puente que cruza el río y desde ahí se tiene una
vista frontal de todo el desnivel. El agua caé con bastante fuerza y
crea un aerosol que acaba calándote a nada que te demores haciendo
fotografías. A pesar de que se avecinaba un incidente con
Sonrisitas, la visita había merecido la pena. Mientras descendíamos
noté a Pilar preocupada. “¿Por qué no piden lo que quieren ganar
realmente en vez de andar así?”, dijo. Yo la entendía. Si nos
hubieran dicho desde el principio 400.000 kips tal vez habríamos
aceptado sin problemas. De esta manera, en cambio, se había creado
una situación que ya estaba siendo desagradable y que podía
empeorar. “A ver cómo acaba esto”, añadió Pilar. Yo me hacía
la misma pregunta.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la tarde (parte 2).
Cuando
llegamos al lugar del aparcamiento donde habíamos quedado con
Sonrisitas nos llevamos una sorpresa: la camioneta no estaba. Me
parecía increíble. El conductor no podía haber renunciado a cobrar
su dinero. “Si no está, mejor”, le dije a Pilar, aunque estaba
convencido de que aparecería. Estábamos en una esquina del
aparcamiento y en la opuesta había tres hombres que parecían
conductores. Nos gritaron algo que no entendimos. “¿Alguno de
ellos es nuestro chófer?”, le pregunté a Pilar. Yo soy muy mal
fisonomista y ya no recordaba la cara de Sonrisitas. “No”, me
respondió. “Tenía una camiseta azul pero no como esa”, añadió.
Se refería a la prenda que llevaba uno de esos conductores.
Volvieron a gritarnos algo pero seguimos sin entenderlos. Supuse que
se ofrecían a llevarnos. Los ignoramos y empezamos a buscar la
camioneta en la que habíamos ido. No podía estar lejos. Estábamos
recorriendo el aparcamiento cuando Pilar me llamó la atención.
“¡Míralo, ahí está!”, me dijo. Sonrisitas, por desgracia,
había aparecido. Estaba junto a los tres conductores que nos habían
dicho algo. Traía cara de dormido. Habría estado echando la siesta
detrás de los vehículos. “Ha estado bebiendo cerveza”, nos dijo
en inglés uno de los conductores. Era una broma, pero no estábamos
para gracias. Tampoco Sonrisitas estaba muy sonriente. Nos montamos
en la camioneta en silencio.
Durante
el viaje de regreso, Pilar y yo apenas hablamos. Estábamos
preocupados. Yo me había metido en una espiral de paranoia y estaba
dándole vueltas a todos los posibles desenlaces. El que más me
apetecía era abrirle la cabeza a Sonrisitas ahí mismo. Los
titulares de los periódicos no me habrían dejado en muy buen lugar:
“Mata a un taxista por veinte euros”. La noticia seguiría, más
o menos, así: “Oftalmólogo español asesina brutalmente a un
pobre ciudadano laosiano”. Si lo piensas un poco, matar a alguien
por veinte euros no tiene sentido. Sin embargo, en aquel momento me
parecía algo lógico y que contribuiría a mejorar un poquito el
mundo. En cualquier caso, era fantasear para eliminar la ansiedad.
Para haberlo hecho me faltaban veinte centímetros de altura y veinte
kilogramos de músculo y me sobraban veinte años. Además, la vida
en una cárcel laosiana no tiene que ser muy agradable; y seguro que
me metían en una. Si algo tenía claro es que entre los conductores
de Luang Prabang no éramos unos desconocidos y que si querían
localizarnos sabrían dónde hacerlo. Por lo tanto, sea como fuere
que resolviéramos el conflicto había que tener en cuenta que
nosotros no sabíamos nada de Sonrisitas pero que él podría llegar
a saber todo de nosotros. En un país extranjero y sin conocer el
idioma teníamos todas las de perder.
Otra
idea que se me ocurrió era la de regatear. A fin de cuentas, parecía
el deporte nacional laosiano. Si nos pedía 400.000 kips podíamos
intentar dejarlo en 300.000 y si no cedía amenazar con acudir a la
Policía. Me daba rabia pagarle 100.000 kips más de los negociados
pero siempre sería mejor que perder 200.000.
Estábamos
casi en Luang Prabang y no había podido disfrutar del paisaje. La
paranoia había ocupado por completo mi mente. Tenía la impresión
de que nos habíamos cruzado con unos búfalos pero apenas les había
prestado atención. Seguro que los bosques de Laos habían pasado por
delante de mis ojos pero no los había visto. Lo que sí había visto
era una posible salida. “Le voy a dar doscientos mil y veinte mil
de propina como si no hubiera oído nada de lo que ha dicho”, le
dije a Pilar. “En cuanto lo haya hecho nos largamos y no le damos
opción a replicar”, añadí. Pilar no parecía muy convencida pero
asintió. Ella llevaba el dinero del fondo. Me dio cuatro billetes de
cincuenta mil kips y dos de diez mil. Los separé en dos montones y
me guardé uno en cada mano. El vehículo se detuvo. Sonrisitas nos
abrió la puerta. Pilar bajó primero. La seguí. Me coloqué junto
al conductor y con mi mejor sonrisa, aunque no tan exquisita como la
suya, le puse los cuatro billetes de cincuenta mil en la mano.
Mientras los contaba le endosé los dos billetes de diez mil a modo
de propina. Sin esperar respuesta nos pusimos en marcha. Me pareció
oír a Sonrisitas dándonos las gracias, aunque apenas le hice caso.
Aquel tipo y sus marrullerías ya eran historia.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la noche.
Por
la mañana la idea de ir al teatro nos había parecido excelente. A
las seis y cuarto de la tarde, cuando íbamos camino del Palacio
Real, esa idea ya no me parecía tan brillante. Hacía solo un día
que habíamos llegado a Luang Prabang después de un viaje de más de
veinticuatro horas. La noche anterior solo habíamos dormido tres o
cuatro horas y nos habíamos pasado la jornada yendo de un lado a
otro sin parar. Para colmo, el incidente con Sonrisitas me había
comido la energía. En definitiva, estaba cansado y tenía sueño y
en esas condiciones el teatro laosiano tal vez no fuera el mejor
lugar al que acudir. Aun así, enfilamos la avenida Sisavangvong con
energía. El mercado nocturno ya estaba instalado y ocupaba por
completo la avenida. Los puestos estaban tan apelotonados que casi
habían tapado por completo la entrada al Palacio Real. De hecho,
pasamos por delante sin verla. Nos dimos cuenta cuando ya nos
habíamos alejado un buen trecho. Íbamos con el tiempo justo y por
culpa de ese despiste casi llegamos tarde. Subimos las escaleras del
edificio corriendo. En la puerta del salón nos esperaba un conserje;
un hombre mayor elegantemente vestido. Nos llevó hasta nuestros
asientos. Eran perfectos. En todo el centro de la primera fila. La
función todavía no había comenzado pero la orquesta ya estaba
interpretando. Eran media docena de músicos. No podría decir el
nombre de ninguno de los instrumentos que tocaban: parecían
tradicionales asiáticos. Me sorprendió que el ritmo fuera tan
alegre. Había visto en televisión alguna ópera china y la música
me había parecido lenta y poco melódica. No sé por qué pensaba,
erróneamente, que el teatro laosiano sería algo parecido.
Todos
los espectadores éramos turistas. Estaríamos unos veinte. El teatro
era de tamaño medio, con una única planta pero con bastantes filas.
Los asientos cómodos y amplios. Había varios aparatos de aire
acondicionado distribuidos por toda la extensión de la sala.
Funcionaban a potencia máxima. A los cinco minutos de estar ahí me
sentía como si me hubiera pillado una ventisca en los Alpes.
Apareció un presentador y se colocó entre el escenario y el
público. Nos dio las gracias, en francés y en inglés, por haber
ido al espectáculo, hizo una breve descripción de lo que nos iban a
ofrecer y se despidió. Vi que se colocaba junto a la orquesta. Desde
ahí presentó el primer número. La música comenzó a sonar, otra
vez un ritmo animado, y apareció un grupo de bailarinas. Eran unas
doce. Llevaban unos gorros terminados en punta y trajes de seda de
colores brillantes. Se movían al unísono. El baile recordaba a un
número de natación sincronizada pero ejecutado lentamente. Movían
poco los pies y mucho las manos. En estas últimas recaía la fuerza
expresiva de esa danza, que duró unos cinco minutos.
El
presentador nos anunció el segundo número. Esta vez los
participantes eran dos hombres. Llevaban unos gorros que, además de
la cabeza, les cubrían la cara. El baile simulaba una pelea. Uno de
los bailarines llevaba una especie de porra en la mano que hacia
girar al mismo tiempo que daba vueltas por el escenario. Se movían
ligeramente agachados. Tanto ese número como el anterior me habían
gustado pero empezaba a sentir sueño. Habían sido demasiadas horas
sin descansar.
Llegó
el plato fuerte de la velada. En el cartel anunciador habíamos leído
que representaban el secuestro de la reina o de la diosa Sida (no
recuerdo si era una cosa u otra). El presentador explicó la historia
de esa reina. Aquí es donde debería hacerme el intelectual y decir
que viendo aquella representación me emocioné tanto que se me
saltaron las lágrimas. Pero no fue así. Lo que ocurrió realmente
es que me entró un sueño criminal. No podía mantenerme despierto.
No quiero que se me malinterprete, el espectáculo merece la pena y
lo aconsejo. El problema era yo. Estaba agotado. Mi cuerpo no podía
más. Además de sueño tenía frío. Pensé que acabaría como un
explorador del Polo Norte muerto por congelación al quedarse
dormido. En cualquier caso, lo que más me preocupaba no era mi salud
sino la falta de respeto que supondría para los bailarines dormirme
delante de sus narices. Porque el problema principal era que
estábamos en primera fila y en el centro. Si hubiera estado en una
de las últimas me habría echado una buena siesta sin ningún pudor,
pero tan cerca de los actores no debía hacerlo. Me verían y
pensarían que su actuación era un muermo. Mientras yo me peleaba
con mis párpados para mantenerlos separados, los bailarines seguían
a lo suyo. La que interpretaba a la reina Sida tenía la cara
descubierta y hacía gestos muy expresivos. Recordaba a las películas
de cine mudo. Los hombres habían salido con la cara tapada, igual
que en el baile anterior. Intentaba seguir la trama pero me resultaba
imposible. El esfuerzo para no dormirme acaparaba todas mis energías.
Apareció un bailarín con una máscara de ciervo. El malo se lo
cargó. También se cargó a otro que por lo visto había ido a
ayudar a la reina. Las peleas se representaban con los hombres dando
vueltas por el escenario. Sida las observaba poniendo cara de
espanto. Mi cara también debía de ser un espanto: el reflejo del
combate entre el sueño más rabioso y la voluntad por respetar el
trabajo de los actores. No recuerdo como acabó la historia de Sida.
No di ninguna cabezada, de eso estoy seguro, pero veía las cosas
como en una presentación de diapositivas de Power Point en vez de
como en una película en tiempo real. Mi cerebro no podía captarlo
todo.
A
la representación del secuestro de Sida le siguió un baile muy
animado en el que, sin duda, participaban niños y jóvenes. Iban
disfrazados de mono. Después hubo una actuación de un grupo grande
de hombres, como siempre con máscaras que les tapaban la cara, y por
último otra actuación femenina muy similar a la que había iniciado
el espectáculo. En total habían sido unos ochenta minutos. Los
había resistido despierto y sin morir de frío. Los bailarines
salieron al escenario a saludar. Lo hacían por grupos en el orden en
el que habían sido sus actuaciones. Al final había sobre el
escenario casi cincuenta personas. Todo un despliegue. Después de
recibir muchos aplausos posaron juntos. Lo hacían para que el
público pudiera hacerse fotografías con ellos. Pilar me hizo una.
Todavía no la he visto. Seguro que salgo con cara de dormido.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 en la madrugada.
Pilar
había leído que a las cinco y media de la mañana los monjes salían
de sus templos y recorrían las calles recogiendo limosnas. A esa
“ceremonia” se le llama Tak Bat y es uno de los acontecimientos
más famosos de Luang Prabang. Supuestamente, esa es la forma con la
que los monjes obtienen su comida diaria. La noche del día 31 nos
acostamos pronto, a eso de las once, para estar en plena forma a la
madrugada siguiente. Pusimos el despertador a las cinco y diez.
Estaba convencido de que mucho antes de esa hora ya estaría
despierto. Una vez más, y como casi siempre, mis previsiones no
fueron realistas. Tenía el ritmo de sueño cambiado y, aunque había
caído dormido muy pronto, para la una de la madrugada ya estaba
despierto. Me pasé la mayor parte de la noche dando vueltas en la
cama. Creo que fue hacia las cuatro cuando por fin me dormí. El
sonido del despertador me sobresaltó. Justo en ese momento estaba
casi en coma. Me levanté de muy mal genio. Mi escasa espiritualidad
estaba a punto de desaparecer por completo. ¡Cómo se me había
ocurrido levantarme a esa hora para ver a unos monjes! Pilar parecía
más despejada. Creo que hasta fue capaz de saludarme. Yo no lograba
articular palabra. Me arrastré hasta la ropa y me la puse de
cualquier manera. Abrimos las ventanas: todavía era de noche.
Bajamos a la recepción del hotel. Dos japonesas de unos cincuenta
años estaban sentadas en uno de los sofás. Las saludamos en
laosiano y nos contestaron en inglés. Supuse que se habían
levantado para ver el Tak Bat pero no entendía qué hacían
sentadas. Quizá estuvieran esperando a su guía turístico. Fuimos
hacia una de las puertas y estaba cerrada. Vale, ya sabía qué
hacían las niponas. Esperaban a que apareciera el recepcionista y
abriera. Pilar se dirigió hacia la otra puerta. A pesar de la hora
que era y de lo poco que habíamos dormido estaba llena de energía.
Tiró con tanta fuerza de la manilla que la arrancó. Se quedó
perpleja. Las japonesas y yo nos reímos. Justo había terminado de
colocar la manilla en su sitio cuando apareció el recepcionista. Por
fin pudimos salir a la calle. Las niponas se dirigieron hacia la
derecha y nosotros hacia la izquierda. El día anterior habíamos
decidido el templo en el que nos colocaríamos. No se veía ni un
alma. Todavía era de noche y no parecía que fuera a amanecer en
breve. Poco a poco me iba despejando y mi animadversión hacia el
mundo desaparecía. La temperatura en Luang Prabang a esa hora era
excelente y se agradecía el silencio de la noche. Nos sentamos en un
banco junto al templo. El aire era puro; no olía a brasas.
Llevábamos unos diez minutos ahí cuando apareció un grupo de unas
seis personas. Eran turistas. Venían en un viaje organizado. Uno de
ellos colocó un dispositivo sobre el suelo. Era una sucesión de
cinco banquetas bajas unidas a una plataforma plana. Delante de cada
una de ellas colocó un cuenco con arroz. Los turistas se sentaron en
ellas. Nos quedamos impresionados. Acabábamos de descubrir que se
hacían visitas guiadas al Tak Bat, y con todo tipo de comodidades.
Poco a poco fue apareciendo más gente. No demasiada. Además de los
turistas VIP, había otra pareja de españoles, tres o cuatro mujeres
laosianas y un japones. También una joven que vendía arroz. Tenía
dos modalidades: crudo en bolsas o cocido en un recipiente. Las dos
costaban lo mismo, diez mil kips. Compramos el arroz cocido. Eran
algo más de las seis de la mañana y todavía no había ocurrido
nada. Los monjes no aparecen a una hora determinada, sino al
amanecer. Mi consejo para el que quiera acudir a ese acto es que
consulte en el calendario astronómico la hora de salida del sol.
Amaneció
a eso de las seis y cuarto. En ese momento la chica a la que le
habíamos comprado el arroz puso una alfombra en el suelo e indicó a
Pilar que se arrodillara en ella. Hizo lo mismo con el japonés, que
por lo visto también había sido cliente suyo. Ambos habían pasado
a formar parte de una hilera de personas arrodilladas junto al
bordillo de la acera. Como yo no tenía nada que ofrecer me coloqué
detrás de esa hilera dispuesto a sacar fotografías. Enseguida
aparecieron los monjes. Iban en fila india y en silencio. Vestían
sus túnicas naranjas y portaban, colgado del hombro, un recipiente
metálico de unos treinta centímetros de diámetro. Pasaban junto a
las personas que estaban arrodilladas en la acera y les aproximaban
el cuenco. Los feligreses hacían una reverencia con la cabeza y
depositaban las limosnas. En esa primera ronda no vimos muchos
monjes. Unos quince o así. Después de eso las mujeres laosianas,
que parecían ser las únicas que conocían el ritual a la
perfección, se levantaron y empezaron a hablar entre ellas. Pilar
también se puso en pie. Le enseñé las fotos que había sacado.
Parecía satisfecha. “Cuando vuelvan les das tú el arroz”, me
dijo. Apenas había gastado un tercio de la cantidad que había en el
cuenco. “Cuesta mucho separarlo”, me comentó refiriéndose a la
consistencia que había adquirido ese arroz cocido pero al que la
madrugada había enfriado. Se entregaba directamente con las manos,
lo que me hizo sentir cierta lástima por los monjes.
Unos
diez minutos más tarde vimos que de nuevo se acercaban los monjes.
Eran los mismos de antes. Ya habían hecho la ronda por la ciudad y
regresaban al templo. Me arrodillé en el mismo lugar en el que antes
había estado Pilar. Los monjes pasaban deprisa y para dar una
pequeña cantidad de arroz a cada uno de ellos tenía que maniobrar
con rapidez. Era cierto lo que había dicho mi amiga sobre lo mucho
que costaba separar los granos. Me sorprendió lo llenos que traían
los recipientes. Iban a tope. El tamaño del cuenco metálico era
igual para todos, independiente de su edad. Muchos de los monjes son
niños y adolescentes. En la fila iban ordenados de más a menos
años. Los más pequeños apenas podían cargar con sus recipientes.
Se les notaba que no tenían ganas de que les echaras más comida. Lo
que querían era llegar a su hogar y soltar la carga. Fue otro motivo
que me hizo pensar que la vida de un monje budista no debía de ser
muy agradable. Se detuvieron frente a la fachada del templo formando
una línea recta perfecta. Comenzaron un cántico, que supuse de
agradecimiento. Fue algo breve y alegre que terminó con un par de
reverencias. Después lanzaron un saludo a los que andábamos por
allí y desaparecieron.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la mañana (parte 1)
La
excursión que habíamos contratado un par de días antes no
comenzaba hasta las ocho de la mañana. Teníamos tiempo suficiente
para darnos una ducha y desayunar tranquilamente. Me estaba lavando
los dientes cuando sonó el teléfono de la habitación. Nuestro guía
ya estaba en la recepción. Se había adelantado a la hora; todavía
faltaban diez minutos para las ocho. Nos dijo su nombre, Hai, y nos
indicó que teníamos que pasar a recoger a otros turistas. Me
costaba entenderle. Su inglés estaba plagado de erres que sonaban
como eles. Teniendo en cuenta que el nuestro era un inglés con erres
que sonaban demasiado a erres la comunicación entre nosotros tres no
iba a ser fácil.
Fuimos
a buscar a los otros excursionistas caminando. Su hotel estaba a
pocos metros del nuestro. En cinco minutos se nos habían unido un
japonés de unos treinta años, que siguiendo el tópico llevaba una
supercámara de fotos, y un occidental, posiblemente norteamericano,
de unos sesenta años que vestía como un aventurero de veinticinco,
pañuelo en la cabeza incluido. Nos montamos los cinco en una
camioneta y nos pusimos en marcha. No llevaríamos ni un kilómetro
recorrido cuando nos paramos delante de otro hotel. Se incorporaron
al grupo cuatro personas más. Uno parecía norteamericano y los
otros tres, dos chicos y una chica de unos treinta y tantos años,
españoles. No nos hacía demasiada gracia compartir excursión con
gente que pudiera entender lo que decíamos. Una de las ventajas de
que nadie en un país hable mi idioma es que puedo decir todo tipo de
barbaridades sin cortarme nada en absoluto. A Pilar le gusta que diga
barbaridades, y cuanto más bestias mejor. Con españoles delante
debía ponerme un bozal. Enseguida nos dimos cuenta de que los que
parecían españoles eran realmente españoles. No llevábamos ni un
minuto en marcha cuando comenzaron a quejarse. Primero fue por los
cinturones. Por lo visto la presión que ejercían no era de su
agrado. Luego le tocó el turno al aire acondicionado; demasiado
bajo. Cuando llegamos a nuestro destino, el embarcadero junto al río
Mekong, protestaron porque les parecía que había sido una tontería
coger un vehículo para un trayecto tan corto. Lo cierto es que en
total no habrían sido ni dos kilómetros lo que nos habíamos
desplazado. “¡Qué mal que vengan estos!”, me dijo Pilar. Una
vez más, estaba de acuerdo con ella.
Hai
nos pidió que esperáramos a la sombra mientras el iba a coger los
billetes para el barco. Cuando regresó con ellos nos dijo los
números que nos habían correspondido. No embarcábamos todos a la
vez sino siguiendo un orden numérico. Los barcos eran muy pequeños
y no cabíamos todos en uno. En el embarcadero nos habíamos juntado
tres o cuatro grupos y en total seríamos unas treinta personas.
Mientras hacíamos tiempo a que llegara nuestro turno, Hai nos
explicó el itinerario que haríamos y nos comentó que él estaba de
guía solo para nosotros dos. Tal y como había empezado la excursión
pensábamos que todos los de la camioneta íbamos juntos, pero no era
así. Tenían contratados viajes distintos al nuestro. Fue un alivio.
“¡A ver si no coincidimos en el mismo barco que los españoles!”,
dijo Pilar. Cruce los dedos.
Todavía
era temprano pero el sol iba ascendiendo y cada vez calentaba más
fuerte. Era el momento de usar mi supersombrero. Lo saqué del bolso
y me lo puse. Tenía a Hai enfrente. Cuando me vio colocarme eso en
la cabeza sus ojos rasgados se volvieron redondos. Estaba atónito.
Puse cara de póquer y le pregunté todo serio: “¿Este es un
sobrero típico de alguna etnia de Laos?” “¡No!”, me respondió
algo espantado pero sonriente. “Eso solo lo usan los extranjeros”.
Luego miró el sombrero con detenimiento y señaló el pompón. “Pero
esto es propio de los hmong”, añadió. En Laos existen varias
etnias y los hmong son una de ellas. Me había gustado la reacción
de Hai. Había sido espontánea. Era muy joven, y posiblemente no
llevaba mucho tiempo como guía turístico, así que en vez de ser
complaciente con el cliente había sido sincero. Supe que nos íbamos
a llevar bien.
Llegó
el momento de subir a las naves. Los barcos eran largos y estrechos y
estaban unidos unos a otros lado con lado. Entrabas en el tuyo
caminando a través de los demás. Se movían ligeramente mientras
avanzabas lo que le daba un tono aventurero al inicio de la
excursión. Llegamos al nuestro después de atravesar otros tres. Era
una barca realmente estrecha en la que habían distribuido dos
hileras de asientos, similares a los de los autobuses, a ambos lados
dejando un pequeño pasillo central para poder pasar. En total no
cabrían más de doce personas. El diseño estaba muy bien porque te
permitía estar junto al río. Desde tu asiento bastaba con estirar
un poco la mano para tocar el agua. Hubo suerte y no coincidimos con
los españoles. En la primera fila iban dos japoneses. Uno era el que
había venido en la camioneta y el otro debía de haberse unido a
nosotros en el embarcadero. Aunque ambos eran, más o menos, de la
misma edad y podrían haber congeniado no se cruzaron una sola
palabra en toda la excursión. Tal vez preferían viajar en solitario
y evitaban cualquier roce con los demás, aunque siendo japoneses lo
mismo no se hablaban por un exceso de respeto. Nosotros ocupábamos
la segunda fila. Hai se colocó en la tercera. Después estaban un
asiático, posiblemente coreano, una pareja occidental y al final de
la embarcación el americano del pañuelo en la cabeza.
Comenzamos
a navegar. Reconozco que sentía cierta emoción. De toda la
excursión que íbamos a hacer ese día lo que más me apetecía era
recorrer un tramo del Mekong. Había visto ese río tantas veces en
las pantallas de los cines que quería conocerlo. Los barcos viajaban
próximos unos a otros a una velocidad considerable. Quizá no íbamos
tan rápido pero al estar sentado casi al borde del agua tenía esa
sensación. Mientras avanzábamos nos cruzamos con algunos barcos
grandes, parados en la orilla, en los que se veía ropa tendida.
Posiblemente funcionaban a modo de vivienda. El paisaje montañoso y
verde de Laos me rodeaba mientras el agua del Mekong, siempre turbia,
me salpicada de vez en cuando. Miré a Pilar. Su rostro mostraba que
estaba tan entusiasmada como yo. Habíamos cumplido el sueño de
navegar por el río más emblemático de Asia.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la mañana (parte 2)
La
magia da navegar por el Mekong fue perdiendo la batalla ante el
sueño. A pesar de que estaba disfrutando mirando el paisaje desde el
barco, el ruido monótono del motor y el balanceo por el agua
hicieron que me durmiera. No fue mucho tiempo, un cuarto de hora más
o menos. Desperté cuando nos acercábamos al Poblado Whisky. Esa era
nuestra primera parada en la excursión. El poblado tiene ese nombre
porque fabrican lo que llaman el whiky laosiano, que en realidad no
está hecho con malta sino con arroz.
Desembarcamos
y tras subir una pequeña cuesta llegamos al poblado. Hai nos dijo
que los habitantes pertenecían a la etnia hmong, al igual que él.
Yo señalé el pompón de mi sombrero y dije: “como esto”. Hai
sonrió y afirmó con la cabeza. Lo primero que nos encontramos allí
fue un puesto de mercadillo con una señora vendiendo licores. Los
tenía de varios tipos. Algunos con una culebra dentro, otros con un
escorpión, etc. Pilar y yo no estábamos interesados en esos
productos, pero Hai sí. Nos hizo esperar ahí hasta que se despejó
de turistas. Luego él se acercó a la señora. Comenzaron a hablar
entre ellos en laosiano, o quizá en hmong-mien, ya que esa etnia
tiene su propio idioma. No entendíamos sus palabras pero sí el
motivo de conversación. Hai quería saber cuánto costaban unas
botellas. Notamos que le decía a la señora que las quería para él.
Nada de precio de turista, precio laosiano. No cerraron ningún
trato, al menos en ese momento.
Avanzamos
por el poblado. Era una versión diurna del mercado nocturno de Luang
Prabang. Para mí carecía de interés. Me había imaginado que los
habitantes vestirían con indumentarias pintorescas o que tendrían
alguna costumbre singular. Nada de eso. Tan solo era una sucesión de
tiendas de mercadillo. Aun así, Pilar interactuó con alguno de los
habitantes. Gracias a la mediación de Hai podíamos comunicarnos con
ellos. Vimos como fabricaban el whisky laosiano, Pilar felicitó a
una señora por lo guapo que era su bebé y nos paramos delante de
una anciana que estaba fabricando un pañuelo de algodón en una
tejedora manual de madera. Pilar le compró uno de sus pañuelos y
después nos dirigimos hacia el barco. Todavía faltaban unos minutos
antes de salir. Aproveché para ir al baño. Ese día mi abdomen
había comenzado a quejarse, aunque todavía no se podía hablar de
crisis gastrointestinal. El estado de la materia que salía por mi
ano era sólido.
Cuando
terminé con mis deberes fisiológicos me reuní con Pilar y Hai.
Estaban frente al puesto de licores. Hai tenía en su mano una bolsa
con dos botellas envueltas en papel de periódico. “Veo que al
final ha comprado”, le dije a Pilar. “Sí. Me ha dicho que para
un amigo”. Me dio la risa. Quizá fuera verdad, pero sonaba a
excusa. Hai empezaba a dibujarse como un individuo singular.
Nuestra
siguiente parada fue las Cuevas de Pak Ou. También se les llama Las
Cuevas de los Mil Budas. Después de ascender ligeramente por la
ladera de un monté llegas a la primera cueva. Tiene escasa
profundidad. Apenas una oquedad en el monte. En ella hay cientos de
pequeñas figuras de buda. Desde allí sale un camino, más empinado
y largo, por el que se llega a la segunda cueva. Esta tiene unos
cincuenta metros de profundidad. En la zona más interna apenas
veíamos. Tuvimos que iluminarnos con los móviles. Al igual que en
la primera, lo que llamaba la atención eran los cientos de pequeñas
figuras de buda. El principal interés del lugar es espiritual.
Personalmente no me llamaron mucho la atención.
Cerca
de la segunda cueva había unos baños que Pilar decidió utilizar.
Nos quedamos solos Hai y yo. Durante todo el viaje, el hmong había
insistido en que le preguntáramos cosas. Quería sentirse útil.
Para entonces yo ya había notado que tenía muy poca experiencia
como guía turístico. Permanecer juntos en silencio me estaba
resultando algo incómodo por lo que improvisé una pregunta. Desde
luego, no era la cuestión más brillante que a uno se le puede
ocurrir. “¿Cuál es la principal fuente de ingresos de Laos?”,
le solté como si realmente me interesara. No me entendió. Mi inglés
no es de Oxford. Traté de que me comprendiera dándole un par de
ejemplos: “Hay países que viven de la industria, otros del
turismo”. Hai puso cara de que se había enterado y me dio su
respuesta, que fue: “A los extranjeros en Laos se les llama
farang”. No sé qué se pensó que le había preguntado,
pero eso fue lo que me dijo. Me dejó un tanto descolocado. De todos
modos, hice como que había dado en el clavo con su contestación. Lo
cierto es que me pareció más interesante ese tema que descubrir la
principal fuente de ingresos de Laos. Yo ya conocía ese término. Lo
había leído en una novela ambientada en Tailandia. Según esa
novela, farang es despectivo pero no ofensivo. Sería el
equivalente a guiri en España. El tailandés y el laosiano son
idiomas emparentados, así que no me sorprendió que la palabra se
utilizara del mismo modo en ambos países. Hai no la pronunciaba con
erre sino con ele: “falang”.
En
cuanto regresó Pilar iniciamos el descenso hacia el barco. De camino
nos cruzamos con una vendedora de un tipo de fruto seco para mí
desconocido. Era una mujer joven y con ella estaba su hijo, que
tendría unos cuatro años. El niño jugueteaba risueño por el
camino. Hai le dijo algo a la vendedora, se acercó al niño y lo
abrazó. Tanto el niño como la madre eran muy atractivos. “Los
laosianos sois muy guapos”, le dije a Hai. Esta vez me entendió a
la primera. Me dio las gracias de inmediato, pero no dejó el tema
ahí. Noté que la maquinaria de su cerebro estaba procesando mi
frase desde otra perspectiva. Me miró fijamente, sonrió y volvió a
darme las gracias.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 1).
Embarcamos
junto a la cueva e iniciamos el viaje de regreso a Luang Prabang.
Hacía calor por lo que Pilar sacó su sombrero y lo usó a modo de
abanico. Lo había comprado el mismo día que yo y era un prodigio de
diseño. Estaba formado por varillas de madera unidas por una tela.
Las varillas se deslizaban unas sobre otras de modo que se podía
recoger hasta dejarlo de un tamaño muy pequeño. Cuando desplegabas
la mitad de las varillas podía utilizarse como abanico. Cuando las
abrías todas se formaba un sombrero. La tela era verde con elefantes
dorados. Hai lo miró con auténtico interés. “Esto solo para
farang”, dije yo. Él sonrió y asintió. “Pero es muy útil”,
concedió.
Navegamos
durante más de una hora. Aunque el paisaje era bonito, me estaba
aburriendo. No llevaba móvil ni nada para leer. Echaba en falta algo
que llevarme a la mente. Pilar pasaba el tiempo sacando fotografías
y Hai dormía a pierna suelta. Los japoneses de delante siguieron sin
dirigirse la palabra hasta que llegamos a Luang Prabang.
Desembarcamos y esperamos a que apareciera la camioneta que debía
llevarnos a montar en elefante. Mientras hacíamos tiempo, Hai nos
preguntó qué queríamos comer. La excursión que habíamos
contratado incluía una comida. A pesar de que solo había dos platos
para elegir el asunto no fue sencillo. No lográbamos entender en qué
consistían esos dos platos. Después de un rato comprendimos que uno
de ellos era noodles (fideos
tipo espagueti) y el otro slice
(rebanada).
“¿Rebanada de qué?”, le pregunté a Hai. Puso cara de
perplejidad. “Rebanada es rebanada”, me dijo. En vista de que no
nos íbamos a aclarar y de que a Pilar y a mí nos da lo mismo comer
una cosa que otra le dijimos que un plato de cada tipo y ya estaba.
Así probábamos los dos.
Unos
pocos minutos más tarde llegó la camioneta. Esta vez íbamos solos
nosotros tres. Hai se sentó delante junto al conductor. El lugar al
que nos dirigíamos se llamaba Elephant Village. Teníamos contratado
un paseo en elefante de una hora, pero es un centro que oferta más
actividades. Puedes alojarte varios días y estar en contacto
constante con los elefantes: llevarlos a comer a la jungla, bañarlos
en el río, etc. Tardamos unos treinta minutos en llegar. Me pareció
que habíamos seguido el mismo trayecto que cuando fuimos a la
catarata. Debido a la hora, más tarde de la habitual para comer en
Laos, no había nadie en el centro de elefantes. El comedor, bastante
amplio y con mesas corridas, recordaba al de los campamentos
militares. Pilar y yo nos sentamos en la zona exterior, desde donde
teníamos vistas al río Nam Khan, y Hai fue en busca de nuestros
enigmáticos platos de comida. No tardó ni cinco minutos en tenerlos
listos. Uno era noodles,
fideos,
tal y como habíamos entendido y el otro
rice, es
decir arroz. La pronunciación de las erres como eles de Hai nos
había confundido. Ambos platos estaban cocinados de forma sencilla,
sin picantes ni salsas, lo que agradecí. Mi estómago no estaba
atravesando su mejor momento.
En
menos de quince minutos habíamos comido. Según nos había dicho
Hai, nuestro mahout (cuidador y jinete de elefantes) nos estaba
esperando. No quería que nos demorásemos. Desde el comedor
descendimos una pendiente y llegamos a la zona donde se montaba a los
elefantes. Pensábamos que habría un montón de turistas y de
paquidermos pero allí solo había una elefanta y un mahout. A unos
doscientos metros, en la orilla del río, un elefante macho bebía
agua. “¿Solo hay dos elefantes?”, le pregunté a Hai. Me
contestó que en total había diez, un macho, el del río, y nueve
hembras. Las ocho restantes estarían en alguna actividad.
Hai
nos guió hasta una plataforma en la que nos esperaba el mahout.
Subimos. Desde ahí estábamos a la altura de la cabeza de la
elefanta. El mahout era un muchacho de unos dieciséis años o menos.
Los laosianos son más bajos de estatura que nosotros y aquel joven
no era la excepción. Parecía un niño. A mí lo de montar en
elefanta no me hacía demasiada ilusión. No me fío nada de los
animales que son más fuertes que yo. Estaba algo intranquilo. La
diferencia tan abrumadora de tamaño entre el mahout y la elefanta no
ayudaba a que me sintiera mejor. Desconfiaba de lo que pudiera
ocurrir. Más tarde comprobé que mi instinto no me engañaba.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 2)
Antes
de montarnos en la elefanta había que alimentarla. El mahout nos
pidió que le diéramos de comer. Me pareció una buena idea. Mejor
que semejante animal estuviera con nosotros de buen rollito.
Seguíamos en la tarima, que estaría a un par de metros sobre el
suelo. La elefanta era tan alta que sus ojos estaban a la altura de
nuestras rodillas. Había un gran manojo de vegetación preparado
sobre una mesa. Pilar cogió unas cuantas ramas y se las acercó a la
elefanta. Antes de que pudiera darse cuenta ya tenía la trompa
encima. Mi amiga se sorprendió de la fuerza que tenía. La elefanta
se había limitado a coger las ramas y con ese simple movimiento casi
la había tirado. Pilar se quedó a su lado mientras se iba tragando
la vegetación. Así pudimos hacerles algunas fotos a las dos juntas.
Ninguna posó con entusiasmo. La elefanta estaba centrada en comer y
Pilar en alejarse si la cosa se ponía fea. Luego llegó mi turno de
darle comida. Cogí un buen montón de vegetación y avancé con paso
firme. En cuanto vi acercarse la trompa solté las hierbas y
retrocedí. Lo sé, soy un cobarde, pero ni loco iba a dejar que me
tocase con semejante cosa. Mientras la elefanta cogía las ramas me
acerqué. Estaba demasiado ocupada engullendo como para prestarme
atención. Toqué su cabeza. Me llamaron la atención sus pelos.
Tiene pocos y muy separados. Además, son largos y rígidos. Me
recordaron a las púas de un cepillo.
En
Elephant Village lo habitual es montar a los elefantes a pelo. Sin
embargo, para nosotros habían preparado una especie de banco de
madera. No era muy ancho pero suficiente para caber los dos juntos.
Nos sentamos. El mahout colocó una pequeña barra de seguridad,
también de madera, en la parte delantera del banco y luego se montó
en el cuello del animal. Comenzamos nuestra travesía. El mahout
guiaba a la elefanta solo con sus piernas y su voz. No llevaba fusta
ni ningún objeto con el que azuzar al animal, algo que me gustó. Sé
que en algunos centros de elefantes los maltratan y les obligan a
hacer números circenses. Por lo que había leído no era el caso del
nuestro; y lo que vi aquel día me lo corroboró.
Pese
a que mi conocimiento de la naturaleza paquidérmica es muy limitado,
por no decir inexistente, no tardé en darme cuenta de que la
elefanta tenía sus propias prioridades y que ni el mahout ni
nosotros éramos una de ellas. Apenas se movía. Andaba poco y
despacio y su principal interés era comer. Daba un par de pasitos,
cogía un buen montón de vegetación del suelo y se la comía
tranquilamente. El mahout, que sobre aquel animal aun me parecía más
pequeño e indefenso de lo que era, la alentaba a caminar emitiendo
constantemente una especie de grititos/gemidos que me recordaban a
los que hacen esas chicas de dudosa reputación en un tipo de
película en la que los diálogos no son el aspecto más importante.
En definitiva, que de no haber sido porque estaba muerto de miedo y
era plenamente consciente de que me encontraba sentado sobre la
espalda de una elefanta asilvestrada, cerrando los ojos hubiera
podido pensar que estaba delante de una película porno.
Llevaríamos
más de veinte minutos sobre la elefanta y solo habíamos avanzado
unos doscientos metros. Nuestra imagen debía de distar mucho de la
de Anibal cruzando los Alpes. De todos modos, aunque nos movíamos
poco habíamos andado lo suficiente para adentrarnos en un bosque muy
denso en el que no se veía más que vegetación. Un entorno así,
sin nadie a quien pedir auxilio, contribuía a que aumentara mi
preocupación. Lo cierto es que tampoco estuve mucho tiempo
preocupado. Enseguida pasé a estar, por decirlo finamente,
acongojado. El mahout, desesperado porque la elefanta no le hacía
caso, se bajó y empezó a animarla desde el suelo. Vi espantado como
Pilar y yo nos quedábamos solos encima de esa bestia. Una bestia que
se revelaba contra el mahout. Este se había colocado junto a su
costado y se apoyaba en ella invitándola a andar hacia adelante. La
imagen de ese casi niño, que pesaría unos cincuenta y cinco kilos,
empujando a un bicho de cuatro toneladas acabó por fulminar el poco
valor que me quedaba. No me iba de ahí corriendo porque bajar desde
el banco no era una verdadera opción. Con mi torpeza seguro que me
caía, y eran más de dos metros los que separaban mi cuerpo, nada
serrano pero al que aprecio, del suelo. La elefanta respondía al
empujón del muchacho volteando la cabeza. No solo se negaba a
caminar, dejaba bien claro que no quería que la molestasen. El
mahout se desesperaba y yo más. Pensé en decirle que por nosotros
no se preocupara, que ya habíamos tenido excursión más que
suficiente y que podíamos regresar. Cuando fui a hacerlo vi al joven
mirándome con unos ojos tan suplicantes que me cortaron el habla.
Hubiera sido como insultarlo. Suponía cuestionar su profesionalidad,
y quizá hacer que perdiera un trabajo que seguro necesitaba.
Mientras yo vivía
mi vía crucis paquidérmico, Pilar parecía estar disfrutando. No se
reía a carcajadas de mí porque temía la reacción del animal. Yo
había optado por no hacer el más mínimo ruido confiando en que la
elefanta me ignorase. Supongo que Pilar pensó que quizá no era una
mala estrategia. La paquiderma hacía albergar dudas a la más
confiada de las personas. De hecho, de vez en cuando se volvía hacia
el mahout y movía sus orejas de atrás adelante en un gesto que
parecía amenazante. Tal vez no lo fuera, pero a mí se me cortaba el
aliento. Y más se me cortó cuando la bestia, después de un
enérgico aleteo de las orejas, comenzó a temblar. ¿Sería mi
destino morir, literalmente, de un trompazo?
Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 3)
Con el mahout
desesperado, Pilar conteniendo la risa y yo al borde del ataque de
pánico lo único que faltaba para completar el cuadro de nuestra
epopeya es que la elefanta comenzara a temblar... y lo hizo. Pilar,
que hasta entonces había estado tranquila, puso cara de
preocupación. Yo, que ya estaba para poco, no hacía más que
vigilar la trompa por si acaso me atacaba con ella. Sabía que si lo
hacía mis posibilidades de parar el golpe con eficacia eran nulas,
pero en esos casos se activa el instinto y la razón poco tiene que
decir. El temblor de la elefanta duró unos pocos segundos, quizá
cinco. Fue como una pequeña convulsión. Mientas la paquiderma
vibraba el resto permanecíamos inmóviles a la expectativa de lo que
pudiera ocurrir. Entonces se oyó un sonido. Era agua cayendo. La
elefanta se había puesto a orinar. Esa noche, si sobrevivía, me
acostaría sabiendo una cosa más: los elefantes, o al menos ese en
el que estábamos montados, antes de mear tienen un pequeño temblor.
Pilar me miraba y tenía que contener las ganas de reír. Le
apetecía, pero su prudencia le aconsejaba no hacerlo. La elefanta
era imprevisible. El mahout comenzó de nuevo con su retahíla de
gemidos/grititos, pero una vez más la elefanta lo ignoró. Cogió un
manojo de matas y empezó a comerlo. Yo la observaba mientras
intentaba hacerme el invisible. Lo último que quería era que ese
monstruo fuera consciente de que yo existía. Cuando acabó de comer
tuvo un nuevo temblor. Más o menos como el de antes. Yo también
temblé. En mi caso fue de miedo. En el de ella porque iba a defecar.
No quise mirar, pero Pilar me informó al respecto. La elefanta había
soltado una boñiga capaz de alimentar a varias familias de
escarabajos peloteros durante semanas.
Después de haber
comido, meado y cagado, la elefanta se mostró más dispuesta a
moverse. Los gemigrititos del mahout comenzaron a hacer efecto. Por
fin nos movíamos de nuevo. Si bien no avanzábamos a la velocidad
del viento, sí lo hacíamos a la de un anciano con tacataca.
Abandonamos la espesura y el Nam Khan se presentó ante nuestros
ojos. “¿Cruzaremos el río?”, preguntó Pilar. No quería ni
pensarlo. Sin embargo, era una posibilidad. Cada vez estábamos más
cerca. Cuando llegamos a la orilla el mahout me pidió la cámara de
fotos. Cuando la tuvo en sus manos ordenó a la elefanta que se
detuviera. Como no había nada que comer cerca el animal parecía más
dispuesto a seguir sus instrucciones. Resultó que la gran afición
del muchacho era la fotografía. Jamás en mi vida me habían hecho
semejante reportaje. Subido en un elefante y muerto de miedo mis
posibilidades de posar no eran muchas. Aun así, improvisé cuatro:
con sombrero y con gafas, con sombrero y sin gafas, sin sombrero y
con gafas y sin sombrero y sin gafas. Por lo demás, mi cara era de
terror independientemente del complemento que llevara puesto, y así
salió en las más de cincuenta fotografías que nos hizo. Cuando el
mahout terminó de dar rienda suelta a su creatividad artística me
dio la cámara y subió al elefante con una maniobra que me dejó
boquiabierto. Le gritó algo al animal y este se agachó un poco,
luego el joven se asió a la oreja, usó la pata de la elefanta a
modo de escalón y en un segundo estaba sobre el cuello de nuestra
amiga. Era un verdadero atleta. Mientras avanzábamos por el agua
eché un vistazo a las fotografías. Eran excelentes. En un minuto mi
estima hacia ese joven había subido varios puntos. Sin miedo a
mojarse (para hacer las fotografías se había metido en el agua
hasta por encima de las rodillas), esa determinación para dominar a
la elefanta y su gran ojo fotográfico se había ganado mi
admiración.
Nos metimos en el
río hasta que el agua estuvo a punto de mojarme los pantalones.
Después seguimos avanzando hacia la misma orilla por la que habíamos
entrado pero con la idea de salir mucho más adelante. “¿Iremos
por esos rápidos?”, soltó Pilar. Había hecho la pregunta para
que me aterrorizara todavía más, pero fue entonces cuando ocurrió
algo que hizo que la que se aterrorizara fuera ella. Le picó un
insecto. En sus propias palabras: “no era una mosca, no era un
mosquito, pero se parecía a ambos”. Conclusión, le había chupado
la sangre un bicho que no sabía qué era. En cualquier caso, un
invertebrado agresivo. Enseguida empezó a notar que se le formaba un
habón. Por primera vez en aquella excursión la vi preocupada. A
saber qué clase de microorganismos podían habérsele introducido en
las venas. En ese momento ambos temíamos por nuestra vida. Pilar se
veía fallecer tras una larga agonía, acosada por fiebres de origen
desconocido que la consumían entre enormes dolores. Yo veía mi
final como algo más inmediato y violento. La elefanta me cogía con
la trompa, me tiraba al suelo y me pisoteaba. El esternón se me
clavaba en el corazón y moría. Era un final bastante brutal, aunque
rápido, lo que era de agradecer.
Mientras nosotros,
los farang, divagábamos sobre el futuro, el mahout y la elefanta
habían hecho las paces. El muchacho se abrazaba a la cabeza del
paquidermo. Se notaba que adoraba a ese animal. La elefanta, por su
parte, había metido la directa y avanzábamos a buen ritmo, quizá
tan rápido como un anciano con bastón. Una hora y veinte minutos
más tarde de haber salido regresábamos a la tarima. Allí estaba el
sonriente Hai esperándonos. Nos ayudó a bajarnos del banco. Por fin
suelo firme. Había terminado una aventura pero otras, menos
salvajes, nos esperaban.
Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la tarde (parte 1)
Nada más llegar a
la tarima, el mahout le quitó el banco a la elefanta, la montó a
horcajadas y se fueron hacia el río. Hai nos comentó que debíamos
esperar a la camioneta que nos llevaría de regreso a Luang Prabang.
Nos ofreció esperar en donde estábamos o ir al lugar en el que
habíamos comido. Pilar quería hacer algunas fotografías del
elefante macho, que permanecía donde lo habíamos visto al
principio, así que prefirió que nos quedáramos ahí. De hecho,
cogió su cámara y desapareció. Yo le dije a Hai, en broma, que si
Pilar decía ahí, yo ahí me quedaba. No sé cómo lo interpretó
él, pero me dijo: “eres un buen hombre”. Esa afirmación
requería por mi parte una réplica demasiado compleja para nuestro
nivel de inglés. Me limité a encogerme de hombros y a soltar un
ambiguo “bueno, no sé”. Nos habíamos sentado en un banco y
estábamos muy cerca el uno del otro. Estuvimos un rato en silencio.
No era incómodo. De todos modos, por hablar algo le pregunté por la
edad de la elefanta. Como había sido tan rebelde pensaba que sería
vieja. Estaba equivocado. Hai me dijo que tenía unos cuarenta años.
Todas las elefantas del centro rondaban esa edad. Como esos animales
viven más de setenta años, él consideraba que eran jóvenes. “Es
más joven que yo”, comenté. Quiso saber mi edad. Se la dije y le
pregunté la suya. Tan solo tenía veinticuatro años. “Te cambio”
le lancé en broma. “Tú te quedas como yo y yo como tú”, añadí.
Aceptó inmediatamente. Era sincero. Me sorprendió. “Así tendría
dinero y podría viajar como tú”, me dijo. Me dejó un tanto
descolocado. Le miré a los ojos. Pilar había observado que los
laosianos tenían el canto externo más elevado que el resto de los
asiáticos. Era cierto. Al menos en Hai eso se cumplía. Tenía las
escleróticas algo verdosas, como si tuviera ictericia, aunque la
causa no era esa sino racial: su piel era oscura. De todos modos, no
eran sus ojos lo que me interesaba, sino su mirada. Me resultaba más
comprensible que su inglés infestado de eles. En aquel momento me
decía demasiadas cosas. A muchas me hubiera gustado darles una
réplica, pero no era el momento ni el lugar. “Tienes mucho tiempo
por delante para conseguir una vida como la mía o mejor. En cambio,
yo jamás podré ser tan joven como tú”, me limité a decir.
Seguro que no era lo que Hai esperaba oír. Hasta a mí me sonó
demasiado paternalista. Nos volvimos a quedar en silencio. Me
pregunté qué clase de vida tendría para estar dispuesto a
sacrificar su juventud por cambiarla. Dirigió su mirada hacia el
río. Hice lo mismo con la mía. La elefanta lanzaba chorros de agua
con su trompa, Pilar hacía fotografías, el Nam Khan seguía su
curso.
Unos pocos minutos
después llegó la furgoneta. Llamamos a Pilar. Cuando se unió a
nosotros despedimos todos juntos al mahout y a la elefanta, que
seguían bañándose en el río. El primero nos respondió con la
mano, la segunda nos ignoró, como no podía ser de otra manera. La
camioneta se puso en marcha. Hai y el conductor comenzaron a
conversar entre ellos. Pilar me enseñó las fotografías que acababa
de hacer. En una de ellas se veía a la elefanta lanzando un chorro
de agua circular. Era una imagen espectacular digna de ser portada
del National Geographic.
Habíamos acordado
darle a Hai una propina de cincuenta mil kips, unos seis euros. Pilar
me pasó un billete granate. La camioneta se detuvo. Estábamos
frente a la puerta del hotel. Hai se bajó para despedirse. Extendí
mi mano con el billete hacia él. Cuando vio la cantidad se quedó
sorprendido. Creo que pensó que era demasiado. Hizo un amago de
rechazarlo pero luego su ambición, o su necesidad, pudo más. Lo
cogió y rápidamente se dirigió hacia el asiento delantero para
guardarlo, como si tuviera miedo a que se lo robaran. Mientras él
escondía su tesoro nosotros nos pusimos en marcha hacia el hotel. Le
lanzamos un adiós mientras caminábamos. Él dejó lo que estaba
haciendo, se volvió y nos despidió con una sonrisa de
agradecimiento. Miré a Hai por última vez. Había en él una
complejidad difícil de descifrar. Me hubiera gustado ser un
alquimista del destino para predecir qué sería de su futuro. Como
no lo era me limité a seguir dando pasos. Lo que la vida le deparase
había dejado de ser asunto nuestro.
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