miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 30 de octubre de 2016 por la tarde (parte 2)

Por internet habíamos quedado con el hotel que el chófer viniera a recogernos a las 16,40 horas y ya eran más de las ocho de la tarde. Confiábamos en que el SMS que había enviado hacía unas horas anunciado nuestro retraso hubiera sido efectivo y teníamos la esperanza de que al cruzar el último control policial nuestro conductor estuviera en el vestíbulo. Se abrió la puerta y vimos a un grupo de unas seis o siete personas con carteles. Nos acercamos y leímos los nombres que figuraban en ellos. Ninguno era el mío. Volvimos a leerlos de nuevo por si no lo habían escrito del todo bien. Nuestro chófer no estaba. Era definitivo. Otros conductores habían esperado a sus clientes pero el nuestro no. No pasaba nada. Cogeríamos un taxi. Salimos a la calle y no había parada de taxis. En realidad no había nada de nada. Solo un grupo de hombres que, en cuanto nos vieron aparecer, nos rodearon. De noche, sin conocer el idioma y, en mi caso, sin saber nada del lugar al que acabábamos de llegar la cosa no pintaba bien. Pilar estaba igual de preocupada que yo. El que parecía el cabecilla del grupo nos preguntó a dónde íbamos. Le dijimos el nombre de nuestro hotel. Sin decir nada más sacó el móvil e hizo una llamada. Un joven nos preguntó otra vez lo mismo. Le explicamos lo qué nos había ocurrido. Nos entendió. Le dijo una parrafada al cabecilla, que todavía seguía hablando por teléfono, y nos pareció que este incorporaba la información que le habíamos dado a su conversación. En cualquier caso eran suposiciones porque hasta ese momento aprender laosiano no había sido una de nuestras prioridades. El cabecilla colgó y se introdujo entre sus colegas hasta hacerse invisible. “A ver cómo acaba esto”, dijo Pilar. Una frase que le oiría decir en varias ocasiones durante este viaje. No me dio tiempo a responderle. Enseguida apareció el cabecilla. Venía acompañado de un hombre mayor. El cabecilla dijo algo que no entendimos y el hombre mayor nos sonrió y se lanzó a por nuestras maletas. Le dije que cogiera solo la de Pilar. Así lo hizo. Después se puso en marcha y lo seguimos. Anduvimos por un aparcamiento hasta que llegamos a un vehículo que no estaba nada mal. Era la típica camioneta para los traslados al aeropuerto. Estaba nueva y limpia. Metimos las maletas, nuestros cuerpos y nos pusimos en marcha hacia el hotel, o eso suponíamos. Las afueras de la mayoría de las ciudades suelen ser cutres y las de Luang Prabang no eran una excepción. Quizá no fuera así. Tal vez teníamos esa impresión debido al cansancio del viaje. De cualquier modo, me sentía en territorio hostil. En un cuarto de hora, más o menos, llegamos a donde estaba nuestro hotel. Pilar había mirado fotografías y lo reconoció. Estaba muy bien situado, en la calle donde se celebra el mercado nocturno. En ese momento la zona estaba muy concurrida, con lugareños vendiendo sus mercancías a ras de suelo y turistas deambulando por los puestos. El conductor detuvo la furgoneta y nos bajamos. Él cogió una maleta y se puso a caminar con determinación. Lo seguimos. Pasamos entre la gente como peces por un arrecife y llegamos al hotel. El recepcionista sabía quiénes éramos sin que nos hubiéramos presentado. Inmediatamente me mostró un papel en el que había un párrafo que decía que el chófer esperaba como máximo hasta las veinte horas. Le dije que no había problema. No teníamos intención de protestar. Lo que a mí me interesaba resolver era qué hacíamos con el conductor que nos había llevado. Esperaba su dinero. Le pregunté al recepcionista si le pagábamos nosotros o si lo hacía él. El recepcionista se tocó el pecho, sacó un billete de una caja, del que en ese momento yo desconocía su valor, y se lo dio al chófer. Este se despidió de nosotros con una sonrisa y desapareció. Solucionado ese problema comenzamos con los trámites del registro. Mientras lo hacíamos apareció un camarero. En el mismo vestíbulo de la recepción estaba también el bar. Nos traían unas bebidas. El recepcionista nos las acercó mientras nos decía de qué estaban hechas. No entendimos ni una palabra. Tenían color rojo. Yo las miraba con aprensión. Imaginaba que en ese líquido habría millones de microorganismos desconocidos para mi tubo digestivo capaces de hacerme estar dos días seguidos sentado en la taza del váter. Pilar cogió uno de los vasos, dijo “esto es lo que nunca se debe hacer”, y dio un trago. Yo también bebí de la mía. Me veía a mi mismo vomitando a la par que diarreando, pero no beber hubiera sido una descortesía. Sabía muy bien, sobre todo a limón, y estaba fresco. Me lo hubiera tomado de un trago pero si llevaba agua corriente podía amargarme el viaje. Di un segundo sorbo y lo dejé sobre el mostrador. Para entonces el recepcionista ya había terminado los trámites. Cogió una llave y nos pidió que le siguiéramos. El hotel era pequeño, con tan pocas habitaciones que no estaban numeradas sino que tenían nombre. La nuestra se llamaba “Calm”. Después de más de veinticuatro horas de viaje por fin teníamos un lugar en el que estar en calma. De todos modos, no era eso lo que habíamos ido a buscar. Aunque estábamos cansados apenas estuvimos veinte minutos en la habitación. El tiempo de asearnos y cambiarnos. Ni siquiera deshicimos las maletas. En la calle estaba el mercado nocturno. Se veía animado. Debíamos estar allí.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 30 de octubre de 2016 por la noche.

Aunque Luang Prabang es la tercera ciudad más poblada de Laos tiene menos de 80.000 habitantes. Es famosa por sus templos budistas, la llaman la ciudad de los mil templos, y por los edificios coloniales franceses. Se recorre fácilmente caminando. La impresión que tienes cuando miras su mapa es que la parte más importante de la ciudad está en una lengua de tierra entre los ríos Mekong y Nam Khane. La base de esa lengua se amplía y tiene algunos otros lugares de interés, pero no tan relevantes. Hay una avenida que recorre toda la lengua desde la punta hasta la base. En la zona más próxima a esta última se llama Sisavangvong Road y en la parte cercana a la punta se llama Sakkaline Road. No obstante, cuando uno camina por ella no nota la transición. En esa avenida se ubicaba nuestro hotel y es ahí donde se instala el mercado nocturno. Fue salir de la recepción y ya estábamos en el lugar más importante de la ciudad. El mercado ocupa casi toda la avenida. Hay puestos a ambos lados y también en el centro por lo que a penas queda sitio para transitar. Lo normal es que tengas que caminar en fila india. La mayoría de los puestos son mantas tiradas en el suelo sobre las que están las mercancías y los vendedores. Estos no son individuos solitarios sino que se reúne toda la familia. Ahí están la abuela, los padres y los nietos. Los productos que se venden son los típicos de mercadillo: artesanía, pañuelos de algodón, café, ropa... Desde la avenida principal salen, perpendicularmente, calles más pequeñas que se dirigen hacia los extremos de la lengua de tierra. En la zona más próxima a nuestro hotel esas calles estaban repletas de lugares para cenar. Apenas quedaba espacio para caminar por ellas. A un lado se situaban las “cocinas” y los expositores, por llamarlos de algún modo, con las mercancías y al otro pequeñas mesas con sillas donde podías sentarte para comer lo que habías comprado. Entre lo que se puede conseguir me llamó la atención un pez ensartado en un palo y que hacían a la brasa. Supuse que procedía del río Mekong. Soy más de carne pero me hice el propósito de probarlo, aunque no esa primera noche. También había salchichas, con un aspecto similar al del producto de desecho de la digestión que expulsamos por el ano, pasta, arroz, fruta, etc.
   Mientras deambulábamos por el mercado nocturno vimos varias agencias de viajes. Queríamos contratar una excursión que incluyera un recorrido en barco por el Mekong. Es uno de los ríos más importantes del mundo y, desde la Guerra del Vietnam, se ha convertido en mítico por la cantidad de veces que ha salido en películas. Entramos en la agencia. Según la dependienta había tres cosas importantes para ver en los alrededores de Luang Prabang: la cueva Pak Ou, la catarata Tad Kouang Si y montar en elefante. Se podía hacer todo en un día pero nos pareció demasiado maratoniano. Decidimos contratar un paquete que incluía un viaje en barco por el Mekong hasta las cuevas y montar en elefante. Nos quedaríamos sin ver las cataratas. La excursión sería dos días más tarde.
   Cuando volvimos a la calle me enfrenté a mi primera compra. En Laos hay que regatear y eso es algo que no me gusta nada. Suelo evitar los países en los que sé que voy a tener que hacerlo. Reconozco que por culpa de esto me voy a perder muchos lugares interesantes, pero no pasa nada. El mundo es muy grande y abarcarlo todo es imposible. Mi primer objeto de deseo fue un abanico. Lo quería para regalar. La vendedora era una chica joven muy atractiva. Tenía un rostro dulce y sonreía de una manera cautivadora. Con mi torpeza para regatear intuía que iba a salir esquilmado. Le pregunté el precio. Cuando me lo dijo me quedé sorprendido. Era el equivalente a veinte euros. Para ser un mercadillo y teniendo en cuenta la calidad del objeto me parecía exageradamente caro. “¿Le ofrezco una cuarta parte?” le dije a Pilar. Ella asintió. Estuvimos regateando, pese a que me aburre y me agota, hasta que llegamos a un acuerdo por diez euros. Había conseguido rebajarlo a la mitad. Aún así, seguía pareciéndome muy caro. Vimos otras cosas que me interesaban pero cuando me decían el precio se me quitaban las ganas de comprar. Ni aunque regateara como Messi obtendría un buen resultado. Por ejemplo, un imán para el frigorífico costaba diez euros. Estaba espantado.
   Decidimos dejar las compras y comer algo. Después del viaje estábamos cansados y algo destemplados por lo que no teníamos el cuerpo para grandes experimentos gastronómicos. Junto al hotel había un puesto que vendía pasteles y bollos. Decidimos comprar un par de magdalenas de chocolate y comérnoslas en nuestra habitación. Lo mejor del hotel es que teníamos un balcón con vistas a la calle principal. El mercado nocturno al alcance de nuestros ojos. En el balcón había una mesa y dos sillas. Ahí nos comimos los bollos. Podría decir que fue idílico, pero no voy a mentir. Aunque las vistas eran excelentes y podías disfrutar cómodamente del ambiente callejero sin que nadie te pisara ni empujara había dos cosas que me agobiaban: los mosquitos, que no eran muchos pero los presentes parecían estar enamorados de mí, y el olor a brasas. Ese olor es algo que me perseguiría por toda la ciudad. En cada esquina había alguien haciendo comida a la brasa. Justo debajo de nuestra ventana teníamos una mujer asando plátanos. Supongo que se turnaría con alguna otra porque el negocio estaba en funcionamiento quince horas al día. Cada vez que me asomaba al balcón me llegaba el tufo a plátano asado.
   Esa misma noche, después de dormir unas pocas horas y tener la mente algo más despejada, me desperté dándome cuenta de que había cometido un error. Había calculado mal el valor de los objetos. No sé porqué se me había metido en la cabeza que 10000 kips eran 10 euros cuando en realidad son solo uno. Había regateado por un abanico que costaba dos euros hasta rebajarlo a uno. Casi me sentía culpable pensando en el rostro agraciado y amable de la chica que me lo había vendido. Por los imanes para el frigorífico no pedían diez euros sino uno. Recordando el precio de las cosas que había visto me di cuenta de que el mercado nocturno era realmente barato. Decidí que haría todas las compras del viaje ahí mismo.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la mañana.

Nos despertamos temprano. Para las seis de la mañana ya estábamos en marcha. En Luang Prabang la actividad comienza nada más amanecer. El mercado nocturno cierra a las diez de la noche y para las once ya está todo recogido. Los bares que están abiertos después de esa hora son para extranjeros. Me asomé al balcón. Se veían algunos turistas y muchos monjes. Pilar me contó que todos los días, al amanecer, los monjes abandonan sus templos y recorren las calles en busca de donativos de comida. Decidimos que a la mañana siguiente nos levantaríamos pronto para verlo.
   Después de desayunar nos pusimos en marcha. Nuestro plan para ese día era visitar templos. No todos porque aunque no tiene mil, como he dicho antes se conoce a Luang Prabang como la ciudad de los mil templos, hay más de cincuenta. Nada más salir del hotel y empezar a recorrer la avenida Sisavangvong nos topamos con algunos, aunque inicialmente los ignoramos. Nuestra idea era aprovechar la buena temperatura que hacía a primera hora de la mañana para subir la colina Phousi. Esta pequeña elevación del terreno se sitúa en pleno corazón de la ciudad y es famosa por sus vistas y porque en su cima está el templo That Chomsi. Cuando llegamos a la base de la colina ya había un buen montón de turistas pero no estaban interesados en That Chomsi sino en el Palacio Real, que es un conjunto de edificios situados justo enfrente. Además de turistas había un pequeño mercadillo. Todas las vendedoras eran mujeres y los productos con los que comerciaban eran ofrendas para poner en los templos. Había varios tipos. Nosotros nos hicimos con unas flores anaranjadas. Tenían el mismo color que las túnicas de los monjes. Dentro de mis múltiples contradicciones está la de no ser creyente pero hacer ofrendas en todos los templos que visito, sean de la religión que sean. Tengo que reconocer que hacerlas no me ha dado mal resultado. Siempre pido lo mismo y hasta ahora se ha cumplido así que continúo con mis magias. El kit de culto con el que nos hicimos en Phousi incluía dos velas pequeñas, tipo tarta de cumpleaños, dos palos de incienso y dos flores naranjas. Decir dos flores naranjas no es del todo exacto ya que lo que compras es un objeto complejo que voy a tratar de describir de arriba abajo. La parte superior tiene varias flores muy pequeñas agrupadas formando dos esferas. Esas bolas van unidas a un cono construido con la hoja de una planta. La base de ese cono se inserta en una estructura que recuerda a una maceta y que está hecha con el mismo tipo de hoja. La parte superior de la maceta vuelve a estar adornada con flores naranjas distribuidas en círculo. Toda esta maravilla del diseño junto con el resto de cosas las pudimos adquirir por el módico precio de diez mil kips.
   Comenzamos la ascensión a la colina. Íbamos solos. Para llegar al templo hay que subir más de trescientos escalones. Lo cierto es que no es complicado ni cansado. La pendiente es suave y el camino está en medio de la vegetación por lo que no te da el sol directamente. A medida que nos acercábamos a la cima oíamos cada vez más fuerte una música. A mí me recordaba a los villancicos navideños cantados por niños. Reconozco que me gustaba la ambientación que creaba. Llenaba el lugar de fantasía. Cuando llegamos arriba descubrimos de dónde procedía esa música. Sentada en unos escalones de la parte baja del templo había una niña. Estaba comiendo fruta. A su alrededor tenía montado un pequeño campamento: una radio, botellas de agua, un recipiente para las limosnas... Parecía ser la cuidadora de las ofrendas ya que donde se encontraba había alineadas decenas de flores naranjas como las que habíamos comprado. Decidí hacer el ritual ahí. Encendí la vela y el palo de incienso, los clavé en la “maceta” y coloqué todo pegado a las otras ofrendas. Pilar me imitó. Luego nos centramos en ver el templo. Es bastante sencillo. Su principal aliciente es la ubicación. Desde la cima de la colina tienes una vista completa de Luang Prabang. Hicimos algunas fotos e iniciamos el regreso. Mientras descendíamos la música que sonaba era contemporánea. Adele, concretamente. Al llegar abajo el número de vendedoras había aumentado. Además de los artículos que ya habíamos visto antes se había añadido otro. Eran pájaros vivos. Estaban encerrados en pequeñas jaulas hechas con las mismas hojas que se utilizan para hacer las macetas de flores naranjas. El aleteo de los pájaros era tan intenso y la estructura de la jaula tan ligera que todo el conjunto se movía. No me gustó. Esa iba a ser una ofrenda que jamás haría.
   Después del That Chomsi visitamos el Palacio Real. No es un una estructura única sino un pequeño complejo de edificios. También hay un jardín y una gran estatua. Dentro de ese conjunto está el teatro de Luang Prabang. Ese día, por la tarde, había función. Decidimos comprar entradas. El programa anunciaba varias danzas y algo que no sabíamos si era una obra de teatro o un ballet. Hasta ese momento solo se habían vendido dos localidades. Teníamos casi todo el teatro para nosotros. Cogimos asientos en la primera fila y centrados.
   A lo largo de esa mañana visitamos varios templos. Lo que más me llamó la atención es que, la mayoría, no son edificios vacíos. Los monjes viven allí. Cuando entras los ves rezando, lavando la ropa, comiendo... Me resultaba algo incómodo porque era como colarte en la casa de una persona a la que no conoces.
   Entre templo y templo el calor iba aumentando y el sol me estaba quemando la coronilla. Quería comprarme un sombrero pero, a pesar de que en Luang Prabang había muchos puestos callejeros, no encontraba nada que me convenciera. Ya estábamos pensando en ir a comer cuando vi uno que me enamoró. Más ridículo no podía ser. Era de una tela de muchos colores. Forma cilíndrica. El ala no era lisa sino formada por un montón de triángulos. Y por si todo esto fuera poco tenía un pompón en la parte de arriba. Aquello fue amor a primera vista. La vendedora era una mujer mayor. Había varios sombreros similares; solo cambiaban un poco los colores. Me probé el que me gustaba y milagrosamente me estaba bien. La mayoría de los sombreros me quedan grandes pero ese era de mi talla. Me puse algún otro a petición de Pilar pero o me estaban grandes o no me gustaban tanto. Quería ese sombrero y lo quería ya. Empezamos con el regateo. Para mí siempre un terreno peligroso. No recuerdo las cifras exactas por las que nos movimos pero creo recordar que andábamos sobre los tres o cuatro euros. Teniendo en cuenta su diseño tan rompedor se me hacía una cifra ridícula. Aún así forcé la máquina. Tenía que demostrarme a mí mismo que no era un inútil regateando. Y pasó lo que uno piensa que jamás va a ocurrir. Mi última oferta fue rechazada y la mujer guardó el sombrero. ¡Qué decepción! Me había quedado sin él quizá por veinte céntimos de euro o menos. Mientras nos alejábamos de la tienda tuve la impresión de que el sol pegaba más fuerte y que carbonizaba mi coronilla simplemente por venganza. Pilar me consoló. “Seguro que encontramos otro igual por ahí”, me dijo. En eso centramos nuestros siguientes pasos. Había que encontrar otro similar y regatear mejor. Aprovechábamos nuestras visitas a templos para mirar en las tiendas. En la mayoría no los tenían. Por fin encontramos un puesto que los vendía. Ninguno de los suyos tenía los colores del anterior, aunque no estaban mal. Me probé algunos. No me servían; eran demasiado grandes. Además, pedían más dinero que el mejor precio que nos había dado la anterior vendedora. Los descartamos. Continuamos nuestra peregrinación de templo en templo y de puesto en puesto con resultados similares. Siempre el fracaso absoluto. Es en este momento cuando llegue a una conclusión épica: “no hay sombrero como el primero”. Pilar ya estaba algo harta de nuestra búsqueda así que sacó su vena pragmática. “Vamos a la primera tienda y lo compramos”, me dijo con determinación. A mí eso me parecía una derrota, casi una humillación. Pero había que ser práctico. Al ritmo que íbamos los cuatro pelos que me quedan en la cabeza iban a morir chamuscados. Me tragué mi orgullo regateador y volvimos al puesto donde lo habíamos visto. En cuanto llegamos ofrecimos el mejor precio que nos había dado la vendedora. Cerramos el trato de inmediato. Ya estaba en condiciones de ir a comer con una elegancia sin parangón.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 al mediodía.

Después de haber empachado nuestro espíritu con un banquete de templos decidimos que era el momento de hacer lo mismo con nuestro cuerpo, pero en este caso con comida y no con edificios. Mientras recorríamos las calles habíamos visto un restaurante con muy buena pinta. Era parte de un hotel que estaba formado por dos edificios de estilo colonial francés. Cada uno de ellos estaba a un lado de la calle. Uno de los edificios tenía habitaciones y un bar con terraza y el otro habitaciones y el restaurante. Los camareros se movían de un lado a otro cruzando la calle con las bandejas. Era una distribución poco práctica. Echamos un vistazo a la carta. El precio era unas cinco veces superior a la mayoría de los locales de Luang Prabang pero aún así era económico comparado con lo que se paga en Pamplona. El lugar parecía muy agradable. “Vamos a darnos un homenaje”, dijo Pilar. Asentí. Eramos los únicos clientes, supusimos que porque todavía eran las doce del mediodía. Preguntamos si se podía comer a esa hora y nos confirmaron que sí. Nos sentaron en una mesa muy bien situada, en el extremo de la terraza, junto a la avenida principal. La vegetación del restaurante hacía que el lugar estuviera relativamente fresco y que no nos diera el sol directamente. Pedimos las bebidas y nos trajeron las cartas. Les echamos un vistazo. Desconocíamos lo que eran la mayoría de las cosas. Afortunadamente, tenían un par de menús completos que eran fáciles de pedir. Pilar decidió que tomaría el Lao Degustation y yo me incliné por The Explorer. Dejamos las cartas sobre la mesa y esperamos a que vinieran a tomarnos nota. De acuerdo al tipo de indumentaria que llevaban, había dos tipos de camareros. Unos, que tenían más edad, llevaban una prenda tipo levita que combinaba los colores rojo y blanco, aunque con predominio de este último, los otros, más jóvenes, vestían una camisa blanca que a ambos lados de la botonera tenía unas bandas anchas de color rojo y unos pantalones rojos bombachos que les llegaban hasta las espinillas. Este último uniforme era muy llamativo y evocaba reminiscencias de la época colonial. Me gustaba. El propio edificio combinaba esos dos colores. También, delante de la puerta principal, había un coche antiguo de color rojo. El conjunto resultaba muy atractivo y una invitación a comer en ese lugar. Enseguida se nos acercó un camarero. Era de los veteranos; vestía la levita. Nos preguntó qué íbamos a comer. Yo le señalé las cartas. No sé qué interpretó pero antes de que pudiera pedir las cogió y se las llevó. Debía de haber pensado que solo íbamos a beber. Quizá lo temprano de la hora le había hecho pensar eso. Nos quedamos cortados. El camarero había sido tan rápido que para cuando reaccionamos ya no estaba a la vista. Esperamos un rato a ver si aparecía de nuevo pero nada. Pilar vio pasar a otro y lo llamó. Este era muy joven, quizá unos veinte años. Vestía los bombachos. Era un chico algo gordito y muy sonriente. Nos cayó bien desde el principio. Le pedimos las cartas y nos entendió a la primera. También nos entendió a la primera lo que queríamos comer. Hasta ahí todo perfecto. Los menús que elegimos incluían varios platos. Cada vez que nos traía uno el camarero nos daba un montón de explicaciones para que supiéramos qué estábamos comiendo. Era un tipo realmente simpático que nos tenía encantados. Después de un par de platos y de que nos hubiera hecho unas cuantas fotografías nos preguntó de dónde éramos. Respondimos que de España. Dijo “hola” en un español bastante aceptable que acabó por enamorarnos. Le ensañamos a decir gracias en español. Personalmente la comida no me estaba gustando mucho. Había una especia, Pilar piensa que era cilantro, que estaba en casi todos los alimentos y que no me hacía ninguna gracia. Mataba al resto de los sabores. En Laos se debe de utilizar mucho porque me topé con ella en muchas ocasiones. Todo me sabía a lo que quiera que fuera eso. A pesar de ello, estaba disfrutando de la comida gracias a la simpatía del camarero. “Luego nos tenemos que hacer una foto con él”, dijo Pilar. Me pareció bien. Lo hubiéramos hecho de no ser porque después de uno de los platos fue al otro edificio y no regresó. Pensamos que ya habría acabado su turno. Lo sustituyó uno de levita; el mismo que no nos había entendido al principio y se había llevado las cartas por error. Acabamos de comer y pedimos la cuenta. Ya la teníamos sobre la mesa e íbamos a pagar cuando vimos que el camarero joven regresaba. Venía sonriente pero al ver que ya estaba la factura sobre la mesa se le cambió la cara. En ese momento me di cuenta de un par de cosas. Los últimos platos nos los habían servido con premura. Casi sin acabarlos nos los quitaban de la mesa. Lo mismo con la petición del postre. Apenas tuvimos tiempo para pensar qué queríamos tomar. Recordé que el precio del menú incluía un 10% de pago para el servicio. Sospeché que el camarero veterano se había aprovechado de la ausencia del joven para hacerse con esa comisión. En cuanto el joven llegó a la mesa cogió el recipiente en el que estaban la cuenta y el dinero y miró la factura. Nuevamente se le cambió la cara. Mis sospechas se habían confirmado. El veterano se la había jugado. El lugar que ocupaban los camareros quedaba a mi espalda así que no podía ver qué pasaba. Le dije a Pilar que observara y me contara. “Están hablando los dos”, me dijo. No se oían gritos. “¿Se han enzarzado de alguna manera?”, le pregunté. Me respondió que no con un gesto de la cabeza. En Asia es muy poco frecuente ver a la gente discutir. Tienen el concepto que cuando uno grita o se enoja muestra a los demás lo peor de sí mismo. Digamos que “lavan los platos sucios en casa”, no de cara al público. Al cabo de un rato regresó el camarero joven con el cambio. Antes de que se fuera, Pilar metió la propina en el recipiente y luego le apuntó con el dedo en un gesto que decía claramente “esto es para ti”. Lo vi sonreír antes de que desapareciera de mi ángulo visual. “¿Qué ha hecho con la propina?”, pregunté a Pilar. “No se la ha quedado. Se la ha dado al que está en la caja”, me respondió.
   Al final la comida me había dejado un mal sabor de boca, y no por culpa del cilantro. Cuando nos íbamos, el camarero joven nos despidió sonriente y nos dijo “gracias” en español lo mejor que pudo. Fue un detalle agradable y profesional, pero la magia ya se había roto y no hubo fotografía de los tres juntos.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la tarde (parte 1)

Habíamos terminado de comer bastante pronto. Mientras recorríamos los templos habíamos visto tuk-tuks que ofrecían traslado hasta la catarata Tad Kouang Si. Los tuk-tuks son taxis que recuerdan a los motocarros. La parte delantera es la mitad de una moto y la trasera es similar a un carro con bancos corridos a ambos lados. Los de Laos eran muy alegres. Estaban pintados con muchos colores vivos. Pilar había leído en una guía que se tardaba, más o menos, una hora en llegar a las cataratas. Como todavía no eran ni las tres de la tarde teníamos tiempo para ir, estar allí una hora y regresar puntualmente para nuestra cita con el teatro laosiano. Fuimos a nuestra habitación a lavarnos los dientes y a por dinero y bajamos a la calle. Justo delante de nuestro hotel había un par de taxis pero no los cogimos porque antes debíamos pasar por una caseta de cambio para convertir algunos euros en kips. Acabábamos de hacer esa operación cuando pasó un tuk-tuk por delante nuestra. No es necesario hacerles gestos ni gritarles para que se detengan. Basta con el poder de la mirada. Esto puede parecer exagerado pero es la realidad. En cuanto miras a un taxi con un mínimo de interés, tanto en Laos como en Tailandia, el conductor frena el vehículo, se coloca a tu lado y ofrece sus servicios. Si no les dices que no te siguen cinco o seis metros antes de continuar a su ritmo. El conductor de ese tuk-tuk intuyó que lo necesitábamos y se detuvo. Le dijimos que queríamos ir a las cataratas, que nos esperara allí media hora o algo más, y que nos trajera de vuelta a Luang Prabang. Estaba dispuesto. Empezamos el tedioso proceso del regateo. Al final acordamos un precio de 200.000 kips; unos 23 euros. Nos estábamos montando en el vehículo cuando se acercó una persona al chófer. Lo reconocí. Era uno de los taxistas de enfrente del hotel. Esa misma mañana me había dado cuenta al asomarme al balcón de que nos observaba. Estaba expectante por si requeríamos sus servicios. Se puso a hablar con el conductor. No hubo gritos ni malos modos, al menos aparentemente, pero aquella no fue una conversación amistosa. Por supuesto no entendimos lo que se dijeron. Tal vez el taxista de enfrente del hotel le pidió una comisión o tal vez lo amonestó. Después de lo que había ocurrido en el restaurante, esa escena me hizo sentirme como un trozo de carnaza en un río lleno de pirañas. El turista era una presa que todos querían devorar.
   El tuk-tuk se puso en marcha. Estábamos en las afueras de Luang Prabang cuando el vehículo se hizo a un lado y se detuvo. Detrás nuestra aparcó una camioneta. Su conductor se bajó y vino hacia nosotros. El chófer del tuk-tuk nos dijo que era amigo suyo y que debíamos continuar con él. Eso no nos gustó pero habíamos leído que las cataratas estaban lejos y el tuk-tuk tal vez no fuera el vehículo ideal para llegar hasta allí. El nuevo conductor era un “sonrisitas”. Parecía no hablar inglés y cuando nos dirigíamos a él contestaba riéndose. La camioneta era nueva y confortable. Nos dejamos llevar. La carretera no era demasiado buena pero tampoco un desastre. Por ella casi no circulaban tuk-tuks. Se veían camionetas como la nuestra y motocicletas. En un par de ocasiones nos cruzamos con algunos búfalos. El paisaje era verde y montañoso, como siempre en Luang Prabang.
   Tardamos algo menos de una hora en llegar a la catarata. Cuando nos bajamos, Sonrisitas no dio a entender que quería que le pagáramos. Le dijimos que nos esperara ahí una media hora, que era lo que habíamos pactado con el otro conductor, e ignoramos su petición. Sacó el móvil y nos lo mostró dándonos a entender que debía volver a casa o algo así. Ya teníamos al típico taxista marrullero. Quería más dinero. Ese tipo de cosas me sacan de mis casillas. Pasamos de él. Si pensaba que nos iba a dar miedo que nos dejara ahí tirados estaba equivocado. Se veían montones de camionetas en el aparcamiento. Podíamos negociar el regreso con cualquiera de ellas. Entonces Sonrisitas, que supuestamente solo hablaba laosiano, jugó otra baza y nos dijo en un perfecto inglés que ida y vuelta serían 400.000 kips, el doble de lo que habíamos pactado. Hicimos como si no le hubiéramos oído y lo dejamos ahí, pero ya no estábamos cómodos. Enfilamos la subida hacia la catarata cabreados. Esto mismo me ha pasado en montones de ocasiones. Es uno de los motivos por los que solo utilizo taxis en casos de extrema necesidad. Estoy cansado de este tipo de estafa.
   A pesar de que Sonrisitas había logrado meterme el veneno de la incertidumbre en el cuerpo disfruté del rato que estuvimos en la catarata. Nada más comenzar la ascensión nos encontramos con un centro de rehabilitación del oso laosiano. Pudimos ver varios ejemplares tras las verjas. Según decían los carteles habían conseguido rescatar a más de treinta de manos de los furtivos. El lugar tenía una tienda y los beneficios de lo que vendían iban destinados a la recuperación de esos animales. Me pareció una buena causa y me compré una camiseta con el siguiente texto: “Freethebears”. Estaba seguro de que iba a ser una prenda adecuada para ponerme en alguno de los bares a los que voy en Madrid.
   Desde la zona de los osos seguimos ascendiendo hacia la catarata. A la derecha del camino discurre el río. Tiene zonas con rápidos, pequeñas cascadas y piscinas naturales. Había visto algunas fotos en internet y el agua se veía de un color verde intenso. Me di cuenta de que no eran un fotomontaje. El agua es realmente de ese color. Algunas personas se estaban bañando. Me daban envidia. Es un lugar muy atractivo. Nosotros habíamos ido a echar un vistazo pero muchos turistas aprovechan para pasar el día entero. La zona está acondicionada para ello: hay vestuarios, mesas para comer, papeleras, etc. La ascensión continúa hasta que se llega a la catarata principal. Me sorprendió su altura. Era más espectacular de lo que me imaginaba. ¡Ojo!, no es Iguazú ni el Niágara, pero merece una visita. Hay un puente que cruza el río y desde ahí se tiene una vista frontal de todo el desnivel. El agua caé con bastante fuerza y crea un aerosol que acaba calándote a nada que te demores haciendo fotografías. A pesar de que se avecinaba un incidente con Sonrisitas, la visita había merecido la pena. Mientras descendíamos noté a Pilar preocupada. “¿Por qué no piden lo que quieren ganar realmente en vez de andar así?”, dijo. Yo la entendía. Si nos hubieran dicho desde el principio 400.000 kips tal vez habríamos aceptado sin problemas. De esta manera, en cambio, se había creado una situación que ya estaba siendo desagradable y que podía empeorar. “A ver cómo acaba esto”, añadió Pilar. Yo me hacía la misma pregunta.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la tarde (parte 2).

Cuando llegamos al lugar del aparcamiento donde habíamos quedado con Sonrisitas nos llevamos una sorpresa: la camioneta no estaba. Me parecía increíble. El conductor no podía haber renunciado a cobrar su dinero. “Si no está, mejor”, le dije a Pilar, aunque estaba convencido de que aparecería. Estábamos en una esquina del aparcamiento y en la opuesta había tres hombres que parecían conductores. Nos gritaron algo que no entendimos. “¿Alguno de ellos es nuestro chófer?”, le pregunté a Pilar. Yo soy muy mal fisonomista y ya no recordaba la cara de Sonrisitas. “No”, me respondió. “Tenía una camiseta azul pero no como esa”, añadió. Se refería a la prenda que llevaba uno de esos conductores. Volvieron a gritarnos algo pero seguimos sin entenderlos. Supuse que se ofrecían a llevarnos. Los ignoramos y empezamos a buscar la camioneta en la que habíamos ido. No podía estar lejos. Estábamos recorriendo el aparcamiento cuando Pilar me llamó la atención. “¡Míralo, ahí está!”, me dijo. Sonrisitas, por desgracia, había aparecido. Estaba junto a los tres conductores que nos habían dicho algo. Traía cara de dormido. Habría estado echando la siesta detrás de los vehículos. “Ha estado bebiendo cerveza”, nos dijo en inglés uno de los conductores. Era una broma, pero no estábamos para gracias. Tampoco Sonrisitas estaba muy sonriente. Nos montamos en la camioneta en silencio.
   Durante el viaje de regreso, Pilar y yo apenas hablamos. Estábamos preocupados. Yo me había metido en una espiral de paranoia y estaba dándole vueltas a todos los posibles desenlaces. El que más me apetecía era abrirle la cabeza a Sonrisitas ahí mismo. Los titulares de los periódicos no me habrían dejado en muy buen lugar: “Mata a un taxista por veinte euros”. La noticia seguiría, más o menos, así: “Oftalmólogo español asesina brutalmente a un pobre ciudadano laosiano”. Si lo piensas un poco, matar a alguien por veinte euros no tiene sentido. Sin embargo, en aquel momento me parecía algo lógico y que contribuiría a mejorar un poquito el mundo. En cualquier caso, era fantasear para eliminar la ansiedad. Para haberlo hecho me faltaban veinte centímetros de altura y veinte kilogramos de músculo y me sobraban veinte años. Además, la vida en una cárcel laosiana no tiene que ser muy agradable; y seguro que me metían en una. Si algo tenía claro es que entre los conductores de Luang Prabang no éramos unos desconocidos y que si querían localizarnos sabrían dónde hacerlo. Por lo tanto, sea como fuere que resolviéramos el conflicto había que tener en cuenta que nosotros no sabíamos nada de Sonrisitas pero que él podría llegar a saber todo de nosotros. En un país extranjero y sin conocer el idioma teníamos todas las de perder.
   Otra idea que se me ocurrió era la de regatear. A fin de cuentas, parecía el deporte nacional laosiano. Si nos pedía 400.000 kips podíamos intentar dejarlo en 300.000 y si no cedía amenazar con acudir a la Policía. Me daba rabia pagarle 100.000 kips más de los negociados pero siempre sería mejor que perder 200.000.
   Estábamos casi en Luang Prabang y no había podido disfrutar del paisaje. La paranoia había ocupado por completo mi mente. Tenía la impresión de que nos habíamos cruzado con unos búfalos pero apenas les había prestado atención. Seguro que los bosques de Laos habían pasado por delante de mis ojos pero no los había visto. Lo que sí había visto era una posible salida. “Le voy a dar doscientos mil y veinte mil de propina como si no hubiera oído nada de lo que ha dicho”, le dije a Pilar. “En cuanto lo haya hecho nos largamos y no le damos opción a replicar”, añadí. Pilar no parecía muy convencida pero asintió. Ella llevaba el dinero del fondo. Me dio cuatro billetes de cincuenta mil kips y dos de diez mil. Los separé en dos montones y me guardé uno en cada mano. El vehículo se detuvo. Sonrisitas nos abrió la puerta. Pilar bajó primero. La seguí. Me coloqué junto al conductor y con mi mejor sonrisa, aunque no tan exquisita como la suya, le puse los cuatro billetes de cincuenta mil en la mano. Mientras los contaba le endosé los dos billetes de diez mil a modo de propina. Sin esperar respuesta nos pusimos en marcha. Me pareció oír a Sonrisitas dándonos las gracias, aunque apenas le hice caso. Aquel tipo y sus marrullerías ya eran historia.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la noche.

Por la mañana la idea de ir al teatro nos había parecido excelente. A las seis y cuarto de la tarde, cuando íbamos camino del Palacio Real, esa idea ya no me parecía tan brillante. Hacía solo un día que habíamos llegado a Luang Prabang después de un viaje de más de veinticuatro horas. La noche anterior solo habíamos dormido tres o cuatro horas y nos habíamos pasado la jornada yendo de un lado a otro sin parar. Para colmo, el incidente con Sonrisitas me había comido la energía. En definitiva, estaba cansado y tenía sueño y en esas condiciones el teatro laosiano tal vez no fuera el mejor lugar al que acudir. Aun así, enfilamos la avenida Sisavangvong con energía. El mercado nocturno ya estaba instalado y ocupaba por completo la avenida. Los puestos estaban tan apelotonados que casi habían tapado por completo la entrada al Palacio Real. De hecho, pasamos por delante sin verla. Nos dimos cuenta cuando ya nos habíamos alejado un buen trecho. Íbamos con el tiempo justo y por culpa de ese despiste casi llegamos tarde. Subimos las escaleras del edificio corriendo. En la puerta del salón nos esperaba un conserje; un hombre mayor elegantemente vestido. Nos llevó hasta nuestros asientos. Eran perfectos. En todo el centro de la primera fila. La función todavía no había comenzado pero la orquesta ya estaba interpretando. Eran media docena de músicos. No podría decir el nombre de ninguno de los instrumentos que tocaban: parecían tradicionales asiáticos. Me sorprendió que el ritmo fuera tan alegre. Había visto en televisión alguna ópera china y la música me había parecido lenta y poco melódica. No sé por qué pensaba, erróneamente, que el teatro laosiano sería algo parecido.
    Todos los espectadores éramos turistas. Estaríamos unos veinte. El teatro era de tamaño medio, con una única planta pero con bastantes filas. Los asientos cómodos y amplios. Había varios aparatos de aire acondicionado distribuidos por toda la extensión de la sala. Funcionaban a potencia máxima. A los cinco minutos de estar ahí me sentía como si me hubiera pillado una ventisca en los Alpes. Apareció un presentador y se colocó entre el escenario y el público. Nos dio las gracias, en francés y en inglés, por haber ido al espectáculo, hizo una breve descripción de lo que nos iban a ofrecer y se despidió. Vi que se colocaba junto a la orquesta. Desde ahí presentó el primer número. La música comenzó a sonar, otra vez un ritmo animado, y apareció un grupo de bailarinas. Eran unas doce. Llevaban unos gorros terminados en punta y trajes de seda de colores brillantes. Se movían al unísono. El baile recordaba a un número de natación sincronizada pero ejecutado lentamente. Movían poco los pies y mucho las manos. En estas últimas recaía la fuerza expresiva de esa danza, que duró unos cinco minutos.
   El presentador nos anunció el segundo número. Esta vez los participantes eran dos hombres. Llevaban unos gorros que, además de la cabeza, les cubrían la cara. El baile simulaba una pelea. Uno de los bailarines llevaba una especie de porra en la mano que hacia girar al mismo tiempo que daba vueltas por el escenario. Se movían ligeramente agachados. Tanto ese número como el anterior me habían gustado pero empezaba a sentir sueño. Habían sido demasiadas horas sin descansar.
  
   Llegó el plato fuerte de la velada. En el cartel anunciador habíamos leído que representaban el secuestro de la reina o de la diosa Sida (no recuerdo si era una cosa u otra). El presentador explicó la historia de esa reina. Aquí es donde debería hacerme el intelectual y decir que viendo aquella representación me emocioné tanto que se me saltaron las lágrimas. Pero no fue así. Lo que ocurrió realmente es que me entró un sueño criminal. No podía mantenerme despierto. No quiero que se me malinterprete, el espectáculo merece la pena y lo aconsejo. El problema era yo. Estaba agotado. Mi cuerpo no podía más. Además de sueño tenía frío. Pensé que acabaría como un explorador del Polo Norte muerto por congelación al quedarse dormido. En cualquier caso, lo que más me preocupaba no era mi salud sino la falta de respeto que supondría para los bailarines dormirme delante de sus narices. Porque el problema principal era que estábamos en primera fila y en el centro. Si hubiera estado en una de las últimas me habría echado una buena siesta sin ningún pudor, pero tan cerca de los actores no debía hacerlo. Me verían y pensarían que su actuación era un muermo. Mientras yo me peleaba con mis párpados para mantenerlos separados, los bailarines seguían a lo suyo. La que interpretaba a la reina Sida tenía la cara descubierta y hacía gestos muy expresivos. Recordaba a las películas de cine mudo. Los hombres habían salido con la cara tapada, igual que en el baile anterior. Intentaba seguir la trama pero me resultaba imposible. El esfuerzo para no dormirme acaparaba todas mis energías. Apareció un bailarín con una máscara de ciervo. El malo se lo cargó. También se cargó a otro que por lo visto había ido a ayudar a la reina. Las peleas se representaban con los hombres dando vueltas por el escenario. Sida las observaba poniendo cara de espanto. Mi cara también debía de ser un espanto: el reflejo del combate entre el sueño más rabioso y la voluntad por respetar el trabajo de los actores. No recuerdo como acabó la historia de Sida. No di ninguna cabezada, de eso estoy seguro, pero veía las cosas como en una presentación de diapositivas de Power Point en vez de como en una película en tiempo real. Mi cerebro no podía captarlo todo.
   A la representación del secuestro de Sida le siguió un baile muy animado en el que, sin duda, participaban niños y jóvenes. Iban disfrazados de mono. Después hubo una actuación de un grupo grande de hombres, como siempre con máscaras que les tapaban la cara, y por último otra actuación femenina muy similar a la que había iniciado el espectáculo. En total habían sido unos ochenta minutos. Los había resistido despierto y sin morir de frío. Los bailarines salieron al escenario a saludar. Lo hacían por grupos en el orden en el que habían sido sus actuaciones. Al final había sobre el escenario casi cincuenta personas. Todo un despliegue. Después de recibir muchos aplausos posaron juntos. Lo hacían para que el público pudiera hacerse fotografías con ellos. Pilar me hizo una. Todavía no la he visto. Seguro que salgo con cara de dormido.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 en la madrugada.

Pilar había leído que a las cinco y media de la mañana los monjes salían de sus templos y recorrían las calles recogiendo limosnas. A esa “ceremonia” se le llama Tak Bat y es uno de los acontecimientos más famosos de Luang Prabang. Supuestamente, esa es la forma con la que los monjes obtienen su comida diaria. La noche del día 31 nos acostamos pronto, a eso de las once, para estar en plena forma a la madrugada siguiente. Pusimos el despertador a las cinco y diez. Estaba convencido de que mucho antes de esa hora ya estaría despierto. Una vez más, y como casi siempre, mis previsiones no fueron realistas. Tenía el ritmo de sueño cambiado y, aunque había caído dormido muy pronto, para la una de la madrugada ya estaba despierto. Me pasé la mayor parte de la noche dando vueltas en la cama. Creo que fue hacia las cuatro cuando por fin me dormí. El sonido del despertador me sobresaltó. Justo en ese momento estaba casi en coma. Me levanté de muy mal genio. Mi escasa espiritualidad estaba a punto de desaparecer por completo. ¡Cómo se me había ocurrido levantarme a esa hora para ver a unos monjes! Pilar parecía más despejada. Creo que hasta fue capaz de saludarme. Yo no lograba articular palabra. Me arrastré hasta la ropa y me la puse de cualquier manera. Abrimos las ventanas: todavía era de noche. Bajamos a la recepción del hotel. Dos japonesas de unos cincuenta años estaban sentadas en uno de los sofás. Las saludamos en laosiano y nos contestaron en inglés. Supuse que se habían levantado para ver el Tak Bat pero no entendía qué hacían sentadas. Quizá estuvieran esperando a su guía turístico. Fuimos hacia una de las puertas y estaba cerrada. Vale, ya sabía qué hacían las niponas. Esperaban a que apareciera el recepcionista y abriera. Pilar se dirigió hacia la otra puerta. A pesar de la hora que era y de lo poco que habíamos dormido estaba llena de energía. Tiró con tanta fuerza de la manilla que la arrancó. Se quedó perpleja. Las japonesas y yo nos reímos. Justo había terminado de colocar la manilla en su sitio cuando apareció el recepcionista. Por fin pudimos salir a la calle. Las niponas se dirigieron hacia la derecha y nosotros hacia la izquierda. El día anterior habíamos decidido el templo en el que nos colocaríamos. No se veía ni un alma. Todavía era de noche y no parecía que fuera a amanecer en breve. Poco a poco me iba despejando y mi animadversión hacia el mundo desaparecía. La temperatura en Luang Prabang a esa hora era excelente y se agradecía el silencio de la noche. Nos sentamos en un banco junto al templo. El aire era puro; no olía a brasas. Llevábamos unos diez minutos ahí cuando apareció un grupo de unas seis personas. Eran turistas. Venían en un viaje organizado. Uno de ellos colocó un dispositivo sobre el suelo. Era una sucesión de cinco banquetas bajas unidas a una plataforma plana. Delante de cada una de ellas colocó un cuenco con arroz. Los turistas se sentaron en ellas. Nos quedamos impresionados. Acabábamos de descubrir que se hacían visitas guiadas al Tak Bat, y con todo tipo de comodidades. Poco a poco fue apareciendo más gente. No demasiada. Además de los turistas VIP, había otra pareja de españoles, tres o cuatro mujeres laosianas y un japones. También una joven que vendía arroz. Tenía dos modalidades: crudo en bolsas o cocido en un recipiente. Las dos costaban lo mismo, diez mil kips. Compramos el arroz cocido. Eran algo más de las seis de la mañana y todavía no había ocurrido nada. Los monjes no aparecen a una hora determinada, sino al amanecer. Mi consejo para el que quiera acudir a ese acto es que consulte en el calendario astronómico la hora de salida del sol.
   Amaneció a eso de las seis y cuarto. En ese momento la chica a la que le habíamos comprado el arroz puso una alfombra en el suelo e indicó a Pilar que se arrodillara en ella. Hizo lo mismo con el japonés, que por lo visto también había sido cliente suyo. Ambos habían pasado a formar parte de una hilera de personas arrodilladas junto al bordillo de la acera. Como yo no tenía nada que ofrecer me coloqué detrás de esa hilera dispuesto a sacar fotografías. Enseguida aparecieron los monjes. Iban en fila india y en silencio. Vestían sus túnicas naranjas y portaban, colgado del hombro, un recipiente metálico de unos treinta centímetros de diámetro. Pasaban junto a las personas que estaban arrodilladas en la acera y les aproximaban el cuenco. Los feligreses hacían una reverencia con la cabeza y depositaban las limosnas. En esa primera ronda no vimos muchos monjes. Unos quince o así. Después de eso las mujeres laosianas, que parecían ser las únicas que conocían el ritual a la perfección, se levantaron y empezaron a hablar entre ellas. Pilar también se puso en pie. Le enseñé las fotos que había sacado. Parecía satisfecha. “Cuando vuelvan les das tú el arroz”, me dijo. Apenas había gastado un tercio de la cantidad que había en el cuenco. “Cuesta mucho separarlo”, me comentó refiriéndose a la consistencia que había adquirido ese arroz cocido pero al que la madrugada había enfriado. Se entregaba directamente con las manos, lo que me hizo sentir cierta lástima por los monjes.
   Unos diez minutos más tarde vimos que de nuevo se acercaban los monjes. Eran los mismos de antes. Ya habían hecho la ronda por la ciudad y regresaban al templo. Me arrodillé en el mismo lugar en el que antes había estado Pilar. Los monjes pasaban deprisa y para dar una pequeña cantidad de arroz a cada uno de ellos tenía que maniobrar con rapidez. Era cierto lo que había dicho mi amiga sobre lo mucho que costaba separar los granos. Me sorprendió lo llenos que traían los recipientes. Iban a tope. El tamaño del cuenco metálico era igual para todos, independiente de su edad. Muchos de los monjes son niños y adolescentes. En la fila iban ordenados de más a menos años. Los más pequeños apenas podían cargar con sus recipientes. Se les notaba que no tenían ganas de que les echaras más comida. Lo que querían era llegar a su hogar y soltar la carga. Fue otro motivo que me hizo pensar que la vida de un monje budista no debía de ser muy agradable. Se detuvieron frente a la fachada del templo formando una línea recta perfecta. Comenzaron un cántico, que supuse de agradecimiento. Fue algo breve y alegre que terminó con un par de reverencias. Después lanzaron un saludo a los que andábamos por allí y desaparecieron.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la mañana (parte 1)

La excursión que habíamos contratado un par de días antes no comenzaba hasta las ocho de la mañana. Teníamos tiempo suficiente para darnos una ducha y desayunar tranquilamente. Me estaba lavando los dientes cuando sonó el teléfono de la habitación. Nuestro guía ya estaba en la recepción. Se había adelantado a la hora; todavía faltaban diez minutos para las ocho. Nos dijo su nombre, Hai, y nos indicó que teníamos que pasar a recoger a otros turistas. Me costaba entenderle. Su inglés estaba plagado de erres que sonaban como eles. Teniendo en cuenta que el nuestro era un inglés con erres que sonaban demasiado a erres la comunicación entre nosotros tres no iba a ser fácil.
   Fuimos a buscar a los otros excursionistas caminando. Su hotel estaba a pocos metros del nuestro. En cinco minutos se nos habían unido un japonés de unos treinta años, que siguiendo el tópico llevaba una supercámara de fotos, y un occidental, posiblemente norteamericano, de unos sesenta años que vestía como un aventurero de veinticinco, pañuelo en la cabeza incluido. Nos montamos los cinco en una camioneta y nos pusimos en marcha. No llevaríamos ni un kilómetro recorrido cuando nos paramos delante de otro hotel. Se incorporaron al grupo cuatro personas más. Uno parecía norteamericano y los otros tres, dos chicos y una chica de unos treinta y tantos años, españoles. No nos hacía demasiada gracia compartir excursión con gente que pudiera entender lo que decíamos. Una de las ventajas de que nadie en un país hable mi idioma es que puedo decir todo tipo de barbaridades sin cortarme nada en absoluto. A Pilar le gusta que diga barbaridades, y cuanto más bestias mejor. Con españoles delante debía ponerme un bozal. Enseguida nos dimos cuenta de que los que parecían españoles eran realmente españoles. No llevábamos ni un minuto en marcha cuando comenzaron a quejarse. Primero fue por los cinturones. Por lo visto la presión que ejercían no era de su agrado. Luego le tocó el turno al aire acondicionado; demasiado bajo. Cuando llegamos a nuestro destino, el embarcadero junto al río Mekong, protestaron porque les parecía que había sido una tontería coger un vehículo para un trayecto tan corto. Lo cierto es que en total no habrían sido ni dos kilómetros lo que nos habíamos desplazado. “¡Qué mal que vengan estos!”, me dijo Pilar. Una vez más, estaba de acuerdo con ella.
Hai nos pidió que esperáramos a la sombra mientras el iba a coger los billetes para el barco. Cuando regresó con ellos nos dijo los números que nos habían correspondido. No embarcábamos todos a la vez sino siguiendo un orden numérico. Los barcos eran muy pequeños y no cabíamos todos en uno. En el embarcadero nos habíamos juntado tres o cuatro grupos y en total seríamos unas treinta personas. Mientras hacíamos tiempo a que llegara nuestro turno, Hai nos explicó el itinerario que haríamos y nos comentó que él estaba de guía solo para nosotros dos. Tal y como había empezado la excursión pensábamos que todos los de la camioneta íbamos juntos, pero no era así. Tenían contratados viajes distintos al nuestro. Fue un alivio. “¡A ver si no coincidimos en el mismo barco que los españoles!”, dijo Pilar. Cruce los dedos.
   Todavía era temprano pero el sol iba ascendiendo y cada vez calentaba más fuerte. Era el momento de usar mi supersombrero. Lo saqué del bolso y me lo puse. Tenía a Hai enfrente. Cuando me vio colocarme eso en la cabeza sus ojos rasgados se volvieron redondos. Estaba atónito. Puse cara de póquer y le pregunté todo serio: “¿Este es un sobrero típico de alguna etnia de Laos?” “¡No!”, me respondió algo espantado pero sonriente. “Eso solo lo usan los extranjeros”. Luego miró el sombrero con detenimiento y señaló el pompón. “Pero esto es propio de los hmong”, añadió. En Laos existen varias etnias y los hmong son una de ellas. Me había gustado la reacción de Hai. Había sido espontánea. Era muy joven, y posiblemente no llevaba mucho tiempo como guía turístico, así que en vez de ser complaciente con el cliente había sido sincero. Supe que nos íbamos a llevar bien.
   Llegó el momento de subir a las naves. Los barcos eran largos y estrechos y estaban unidos unos a otros lado con lado. Entrabas en el tuyo caminando a través de los demás. Se movían ligeramente mientras avanzabas lo que le daba un tono aventurero al inicio de la excursión. Llegamos al nuestro después de atravesar otros tres. Era una barca realmente estrecha en la que habían distribuido dos hileras de asientos, similares a los de los autobuses, a ambos lados dejando un pequeño pasillo central para poder pasar. En total no cabrían más de doce personas. El diseño estaba muy bien porque te permitía estar junto al río. Desde tu asiento bastaba con estirar un poco la mano para tocar el agua. Hubo suerte y no coincidimos con los españoles. En la primera fila iban dos japoneses. Uno era el que había venido en la camioneta y el otro debía de haberse unido a nosotros en el embarcadero. Aunque ambos eran, más o menos, de la misma edad y podrían haber congeniado no se cruzaron una sola palabra en toda la excursión. Tal vez preferían viajar en solitario y evitaban cualquier roce con los demás, aunque siendo japoneses lo mismo no se hablaban por un exceso de respeto. Nosotros ocupábamos la segunda fila. Hai se colocó en la tercera. Después estaban un asiático, posiblemente coreano, una pareja occidental y al final de la embarcación el americano del pañuelo en la cabeza.
   Comenzamos a navegar. Reconozco que sentía cierta emoción. De toda la excursión que íbamos a hacer ese día lo que más me apetecía era recorrer un tramo del Mekong. Había visto ese río tantas veces en las pantallas de los cines que quería conocerlo. Los barcos viajaban próximos unos a otros a una velocidad considerable. Quizá no íbamos tan rápido pero al estar sentado casi al borde del agua tenía esa sensación. Mientras avanzábamos nos cruzamos con algunos barcos grandes, parados en la orilla, en los que se veía ropa tendida. Posiblemente funcionaban a modo de vivienda. El paisaje montañoso y verde de Laos me rodeaba mientras el agua del Mekong, siempre turbia, me salpicada de vez en cuando. Miré a Pilar. Su rostro mostraba que estaba tan entusiasmada como yo. Habíamos cumplido el sueño de navegar por el río más emblemático de Asia.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la mañana (parte 2)

La magia da navegar por el Mekong fue perdiendo la batalla ante el sueño. A pesar de que estaba disfrutando mirando el paisaje desde el barco, el ruido monótono del motor y el balanceo por el agua hicieron que me durmiera. No fue mucho tiempo, un cuarto de hora más o menos. Desperté cuando nos acercábamos al Poblado Whisky. Esa era nuestra primera parada en la excursión. El poblado tiene ese nombre porque fabrican lo que llaman el whiky laosiano, que en realidad no está hecho con malta sino con arroz.
    Desembarcamos y tras subir una pequeña cuesta llegamos al poblado. Hai nos dijo que los habitantes pertenecían a la etnia hmong, al igual que él. Yo señalé el pompón de mi sombrero y dije: “como esto”. Hai sonrió y afirmó con la cabeza. Lo primero que nos encontramos allí fue un puesto de mercadillo con una señora vendiendo licores. Los tenía de varios tipos. Algunos con una culebra dentro, otros con un escorpión, etc. Pilar y yo no estábamos interesados en esos productos, pero Hai sí. Nos hizo esperar ahí hasta que se despejó de turistas. Luego él se acercó a la señora. Comenzaron a hablar entre ellos en laosiano, o quizá en hmong-mien, ya que esa etnia tiene su propio idioma. No entendíamos sus palabras pero sí el motivo de conversación. Hai quería saber cuánto costaban unas botellas. Notamos que le decía a la señora que las quería para él. Nada de precio de turista, precio laosiano. No cerraron ningún trato, al menos en ese momento.
    Avanzamos por el poblado. Era una versión diurna del mercado nocturno de Luang Prabang. Para mí carecía de interés. Me había imaginado que los habitantes vestirían con indumentarias pintorescas o que tendrían alguna costumbre singular. Nada de eso. Tan solo era una sucesión de tiendas de mercadillo. Aun así, Pilar interactuó con alguno de los habitantes. Gracias a la mediación de Hai podíamos comunicarnos con ellos. Vimos como fabricaban el whisky laosiano, Pilar felicitó a una señora por lo guapo que era su bebé y nos paramos delante de una anciana que estaba fabricando un pañuelo de algodón en una tejedora manual de madera. Pilar le compró uno de sus pañuelos y después nos dirigimos hacia el barco. Todavía faltaban unos minutos antes de salir. Aproveché para ir al baño. Ese día mi abdomen había comenzado a quejarse, aunque todavía no se podía hablar de crisis gastrointestinal. El estado de la materia que salía por mi ano era sólido.
    Cuando terminé con mis deberes fisiológicos me reuní con Pilar y Hai. Estaban frente al puesto de licores. Hai tenía en su mano una bolsa con dos botellas envueltas en papel de periódico. “Veo que al final ha comprado”, le dije a Pilar. “Sí. Me ha dicho que para un amigo”. Me dio la risa. Quizá fuera verdad, pero sonaba a excusa. Hai empezaba a dibujarse como un individuo singular.
    Nuestra siguiente parada fue las Cuevas de Pak Ou. También se les llama Las Cuevas de los Mil Budas. Después de ascender ligeramente por la ladera de un monté llegas a la primera cueva. Tiene escasa profundidad. Apenas una oquedad en el monte. En ella hay cientos de pequeñas figuras de buda. Desde allí sale un camino, más empinado y largo, por el que se llega a la segunda cueva. Esta tiene unos cincuenta metros de profundidad. En la zona más interna apenas veíamos. Tuvimos que iluminarnos con los móviles. Al igual que en la primera, lo que llamaba la atención eran los cientos de pequeñas figuras de buda. El principal interés del lugar es espiritual. Personalmente no me llamaron mucho la atención.
    Cerca de la segunda cueva había unos baños que Pilar decidió utilizar. Nos quedamos solos Hai y yo. Durante todo el viaje, el hmong había insistido en que le preguntáramos cosas. Quería sentirse útil. Para entonces yo ya había notado que tenía muy poca experiencia como guía turístico. Permanecer juntos en silencio me estaba resultando algo incómodo por lo que improvisé una pregunta. Desde luego, no era la cuestión más brillante que a uno se le puede ocurrir. “¿Cuál es la principal fuente de ingresos de Laos?”, le solté como si realmente me interesara. No me entendió. Mi inglés no es de Oxford. Traté de que me comprendiera dándole un par de ejemplos: “Hay países que viven de la industria, otros del turismo”. Hai puso cara de que se había enterado y me dio su respuesta, que fue: “A los extranjeros en Laos se les llama farang”. No sé qué se pensó que le había preguntado, pero eso fue lo que me dijo. Me dejó un tanto descolocado. De todos modos, hice como que había dado en el clavo con su contestación. Lo cierto es que me pareció más interesante ese tema que descubrir la principal fuente de ingresos de Laos. Yo ya conocía ese término. Lo había leído en una novela ambientada en Tailandia. Según esa novela, farang es despectivo pero no ofensivo. Sería el equivalente a guiri en España. El tailandés y el laosiano son idiomas emparentados, así que no me sorprendió que la palabra se utilizara del mismo modo en ambos países. Hai no la pronunciaba con erre sino con ele: “falang”.
   En cuanto regresó Pilar iniciamos el descenso hacia el barco. De camino nos cruzamos con una vendedora de un tipo de fruto seco para mí desconocido. Era una mujer joven y con ella estaba su hijo, que tendría unos cuatro años. El niño jugueteaba risueño por el camino. Hai le dijo algo a la vendedora, se acercó al niño y lo abrazó. Tanto el niño como la madre eran muy atractivos. “Los laosianos sois muy guapos”, le dije a Hai. Esta vez me entendió a la primera. Me dio las gracias de inmediato, pero no dejó el tema ahí. Noté que la maquinaria de su cerebro estaba procesando mi frase desde otra perspectiva. Me miró fijamente, sonrió y volvió a darme las gracias.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 1).

Embarcamos junto a la cueva e iniciamos el viaje de regreso a Luang Prabang. Hacía calor por lo que Pilar sacó su sombrero y lo usó a modo de abanico. Lo había comprado el mismo día que yo y era un prodigio de diseño. Estaba formado por varillas de madera unidas por una tela. Las varillas se deslizaban unas sobre otras de modo que se podía recoger hasta dejarlo de un tamaño muy pequeño. Cuando desplegabas la mitad de las varillas podía utilizarse como abanico. Cuando las abrías todas se formaba un sombrero. La tela era verde con elefantes dorados. Hai lo miró con auténtico interés. “Esto solo para farang”, dije yo. Él sonrió y asintió. “Pero es muy útil”, concedió.
   Navegamos durante más de una hora. Aunque el paisaje era bonito, me estaba aburriendo. No llevaba móvil ni nada para leer. Echaba en falta algo que llevarme a la mente. Pilar pasaba el tiempo sacando fotografías y Hai dormía a pierna suelta. Los japoneses de delante siguieron sin dirigirse la palabra hasta que llegamos a Luang Prabang. Desembarcamos y esperamos a que apareciera la camioneta que debía llevarnos a montar en elefante. Mientras hacíamos tiempo, Hai nos preguntó qué queríamos comer. La excursión que habíamos contratado incluía una comida. A pesar de que solo había dos platos para elegir el asunto no fue sencillo. No lográbamos entender en qué consistían esos dos platos. Después de un rato comprendimos que uno de ellos era noodles (fideos tipo espagueti) y el otro slice (rebanada). “¿Rebanada de qué?”, le pregunté a Hai. Puso cara de perplejidad. “Rebanada es rebanada”, me dijo. En vista de que no nos íbamos a aclarar y de que a Pilar y a mí nos da lo mismo comer una cosa que otra le dijimos que un plato de cada tipo y ya estaba. Así probábamos los dos.
   Unos pocos minutos más tarde llegó la camioneta. Esta vez íbamos solos nosotros tres. Hai se sentó delante junto al conductor. El lugar al que nos dirigíamos se llamaba Elephant Village. Teníamos contratado un paseo en elefante de una hora, pero es un centro que oferta más actividades. Puedes alojarte varios días y estar en contacto constante con los elefantes: llevarlos a comer a la jungla, bañarlos en el río, etc. Tardamos unos treinta minutos en llegar. Me pareció que habíamos seguido el mismo trayecto que cuando fuimos a la catarata. Debido a la hora, más tarde de la habitual para comer en Laos, no había nadie en el centro de elefantes. El comedor, bastante amplio y con mesas corridas, recordaba al de los campamentos militares. Pilar y yo nos sentamos en la zona exterior, desde donde teníamos vistas al río Nam Khan, y Hai fue en busca de nuestros enigmáticos platos de comida. No tardó ni cinco minutos en tenerlos listos. Uno era noodles, fideos, tal y como habíamos entendido y el otro rice, es decir arroz. La pronunciación de las erres como eles de Hai nos había confundido. Ambos platos estaban cocinados de forma sencilla, sin picantes ni salsas, lo que agradecí. Mi estómago no estaba atravesando su mejor momento.
   En menos de quince minutos habíamos comido. Según nos había dicho Hai, nuestro mahout (cuidador y jinete de elefantes) nos estaba esperando. No quería que nos demorásemos. Desde el comedor descendimos una pendiente y llegamos a la zona donde se montaba a los elefantes. Pensábamos que habría un montón de turistas y de paquidermos pero allí solo había una elefanta y un mahout. A unos doscientos metros, en la orilla del río, un elefante macho bebía agua. “¿Solo hay dos elefantes?”, le pregunté a Hai. Me contestó que en total había diez, un macho, el del río, y nueve hembras. Las ocho restantes estarían en alguna actividad.
   Hai nos guió hasta una plataforma en la que nos esperaba el mahout. Subimos. Desde ahí estábamos a la altura de la cabeza de la elefanta. El mahout era un muchacho de unos dieciséis años o menos. Los laosianos son más bajos de estatura que nosotros y aquel joven no era la excepción. Parecía un niño. A mí lo de montar en elefanta no me hacía demasiada ilusión. No me fío nada de los animales que son más fuertes que yo. Estaba algo intranquilo. La diferencia tan abrumadora de tamaño entre el mahout y la elefanta no ayudaba a que me sintiera mejor. Desconfiaba de lo que pudiera ocurrir. Más tarde comprobé que mi instinto no me engañaba.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 2)


Antes de montarnos en la elefanta había que alimentarla. El mahout nos pidió que le diéramos de comer. Me pareció una buena idea. Mejor que semejante animal estuviera con nosotros de buen rollito. Seguíamos en la tarima, que estaría a un par de metros sobre el suelo. La elefanta era tan alta que sus ojos estaban a la altura de nuestras rodillas. Había un gran manojo de vegetación preparado sobre una mesa. Pilar cogió unas cuantas ramas y se las acercó a la elefanta. Antes de que pudiera darse cuenta ya tenía la trompa encima. Mi amiga se sorprendió de la fuerza que tenía. La elefanta se había limitado a coger las ramas y con ese simple movimiento casi la había tirado. Pilar se quedó a su lado mientras se iba tragando la vegetación. Así pudimos hacerles algunas fotos a las dos juntas. Ninguna posó con entusiasmo. La elefanta estaba centrada en comer y Pilar en alejarse si la cosa se ponía fea. Luego llegó mi turno de darle comida. Cogí un buen montón de vegetación y avancé con paso firme. En cuanto vi acercarse la trompa solté las hierbas y retrocedí. Lo sé, soy un cobarde, pero ni loco iba a dejar que me tocase con semejante cosa. Mientras la elefanta cogía las ramas me acerqué. Estaba demasiado ocupada engullendo como para prestarme atención. Toqué su cabeza. Me llamaron la atención sus pelos. Tiene pocos y muy separados. Además, son largos y rígidos. Me recordaron a las púas de un cepillo.
   En Elephant Village lo habitual es montar a los elefantes a pelo. Sin embargo, para nosotros habían preparado una especie de banco de madera. No era muy ancho pero suficiente para caber los dos juntos. Nos sentamos. El mahout colocó una pequeña barra de seguridad, también de madera, en la parte delantera del banco y luego se montó en el cuello del animal. Comenzamos nuestra travesía. El mahout guiaba a la elefanta solo con sus piernas y su voz. No llevaba fusta ni ningún objeto con el que azuzar al animal, algo que me gustó. Sé que en algunos centros de elefantes los maltratan y les obligan a hacer números circenses. Por lo que había leído no era el caso del nuestro; y lo que vi aquel día me lo corroboró.
   Pese a que mi conocimiento de la naturaleza paquidérmica es muy limitado, por no decir inexistente, no tardé en darme cuenta de que la elefanta tenía sus propias prioridades y que ni el mahout ni nosotros éramos una de ellas. Apenas se movía. Andaba poco y despacio y su principal interés era comer. Daba un par de pasitos, cogía un buen montón de vegetación del suelo y se la comía tranquilamente. El mahout, que sobre aquel animal aun me parecía más pequeño e indefenso de lo que era, la alentaba a caminar emitiendo constantemente una especie de grititos/gemidos que me recordaban a los que hacen esas chicas de dudosa reputación en un tipo de película en la que los diálogos no son el aspecto más importante. En definitiva, que de no haber sido porque estaba muerto de miedo y era plenamente consciente de que me encontraba sentado sobre la espalda de una elefanta asilvestrada, cerrando los ojos hubiera podido pensar que estaba delante de una película porno.
   Llevaríamos más de veinte minutos sobre la elefanta y solo habíamos avanzado unos doscientos metros. Nuestra imagen debía de distar mucho de la de Anibal cruzando los Alpes. De todos modos, aunque nos movíamos poco habíamos andado lo suficiente para adentrarnos en un bosque muy denso en el que no se veía más que vegetación. Un entorno así, sin nadie a quien pedir auxilio, contribuía a que aumentara mi preocupación. Lo cierto es que tampoco estuve mucho tiempo preocupado. Enseguida pasé a estar, por decirlo finamente, acongojado. El mahout, desesperado porque la elefanta no le hacía caso, se bajó y empezó a animarla desde el suelo. Vi espantado como Pilar y yo nos quedábamos solos encima de esa bestia. Una bestia que se revelaba contra el mahout. Este se había colocado junto a su costado y se apoyaba en ella invitándola a andar hacia adelante. La imagen de ese casi niño, que pesaría unos cincuenta y cinco kilos, empujando a un bicho de cuatro toneladas acabó por fulminar el poco valor que me quedaba. No me iba de ahí corriendo porque bajar desde el banco no era una verdadera opción. Con mi torpeza seguro que me caía, y eran más de dos metros los que separaban mi cuerpo, nada serrano pero al que aprecio, del suelo. La elefanta respondía al empujón del muchacho volteando la cabeza. No solo se negaba a caminar, dejaba bien claro que no quería que la molestasen. El mahout se desesperaba y yo más. Pensé en decirle que por nosotros no se preocupara, que ya habíamos tenido excursión más que suficiente y que podíamos regresar. Cuando fui a hacerlo vi al joven mirándome con unos ojos tan suplicantes que me cortaron el habla. Hubiera sido como insultarlo. Suponía cuestionar su profesionalidad, y quizá hacer que perdiera un trabajo que seguro necesitaba.
   Mientras yo vivía mi vía crucis paquidérmico, Pilar parecía estar disfrutando. No se reía a carcajadas de mí porque temía la reacción del animal. Yo había optado por no hacer el más mínimo ruido confiando en que la elefanta me ignorase. Supongo que Pilar pensó que quizá no era una mala estrategia. La paquiderma hacía albergar dudas a la más confiada de las personas. De hecho, de vez en cuando se volvía hacia el mahout y movía sus orejas de atrás adelante en un gesto que parecía amenazante. Tal vez no lo fuera, pero a mí se me cortaba el aliento. Y más se me cortó cuando la bestia, después de un enérgico aleteo de las orejas, comenzó a temblar. ¿Sería mi destino morir, literalmente, de un trompazo?

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 3)

Con el mahout desesperado, Pilar conteniendo la risa y yo al borde del ataque de pánico lo único que faltaba para completar el cuadro de nuestra epopeya es que la elefanta comenzara a temblar... y lo hizo. Pilar, que hasta entonces había estado tranquila, puso cara de preocupación. Yo, que ya estaba para poco, no hacía más que vigilar la trompa por si acaso me atacaba con ella. Sabía que si lo hacía mis posibilidades de parar el golpe con eficacia eran nulas, pero en esos casos se activa el instinto y la razón poco tiene que decir. El temblor de la elefanta duró unos pocos segundos, quizá cinco. Fue como una pequeña convulsión. Mientas la paquiderma vibraba el resto permanecíamos inmóviles a la expectativa de lo que pudiera ocurrir. Entonces se oyó un sonido. Era agua cayendo. La elefanta se había puesto a orinar. Esa noche, si sobrevivía, me acostaría sabiendo una cosa más: los elefantes, o al menos ese en el que estábamos montados, antes de mear tienen un pequeño temblor. Pilar me miraba y tenía que contener las ganas de reír. Le apetecía, pero su prudencia le aconsejaba no hacerlo. La elefanta era imprevisible. El mahout comenzó de nuevo con su retahíla de gemidos/grititos, pero una vez más la elefanta lo ignoró. Cogió un manojo de matas y empezó a comerlo. Yo la observaba mientras intentaba hacerme el invisible. Lo último que quería era que ese monstruo fuera consciente de que yo existía. Cuando acabó de comer tuvo un nuevo temblor. Más o menos como el de antes. Yo también temblé. En mi caso fue de miedo. En el de ella porque iba a defecar. No quise mirar, pero Pilar me informó al respecto. La elefanta había soltado una boñiga capaz de alimentar a varias familias de escarabajos peloteros durante semanas.
   Después de haber comido, meado y cagado, la elefanta se mostró más dispuesta a moverse. Los gemigrititos del mahout comenzaron a hacer efecto. Por fin nos movíamos de nuevo. Si bien no avanzábamos a la velocidad del viento, sí lo hacíamos a la de un anciano con tacataca. Abandonamos la espesura y el Nam Khan se presentó ante nuestros ojos. “¿Cruzaremos el río?”, preguntó Pilar. No quería ni pensarlo. Sin embargo, era una posibilidad. Cada vez estábamos más cerca. Cuando llegamos a la orilla el mahout me pidió la cámara de fotos. Cuando la tuvo en sus manos ordenó a la elefanta que se detuviera. Como no había nada que comer cerca el animal parecía más dispuesto a seguir sus instrucciones. Resultó que la gran afición del muchacho era la fotografía. Jamás en mi vida me habían hecho semejante reportaje. Subido en un elefante y muerto de miedo mis posibilidades de posar no eran muchas. Aun así, improvisé cuatro: con sombrero y con gafas, con sombrero y sin gafas, sin sombrero y con gafas y sin sombrero y sin gafas. Por lo demás, mi cara era de terror independientemente del complemento que llevara puesto, y así salió en las más de cincuenta fotografías que nos hizo. Cuando el mahout terminó de dar rienda suelta a su creatividad artística me dio la cámara y subió al elefante con una maniobra que me dejó boquiabierto. Le gritó algo al animal y este se agachó un poco, luego el joven se asió a la oreja, usó la pata de la elefanta a modo de escalón y en un segundo estaba sobre el cuello de nuestra amiga. Era un verdadero atleta. Mientras avanzábamos por el agua eché un vistazo a las fotografías. Eran excelentes. En un minuto mi estima hacia ese joven había subido varios puntos. Sin miedo a mojarse (para hacer las fotografías se había metido en el agua hasta por encima de las rodillas), esa determinación para dominar a la elefanta y su gran ojo fotográfico se había ganado mi admiración.
   Nos metimos en el río hasta que el agua estuvo a punto de mojarme los pantalones. Después seguimos avanzando hacia la misma orilla por la que habíamos entrado pero con la idea de salir mucho más adelante. “¿Iremos por esos rápidos?”, soltó Pilar. Había hecho la pregunta para que me aterrorizara todavía más, pero fue entonces cuando ocurrió algo que hizo que la que se aterrorizara fuera ella. Le picó un insecto. En sus propias palabras: “no era una mosca, no era un mosquito, pero se parecía a ambos”. Conclusión, le había chupado la sangre un bicho que no sabía qué era. En cualquier caso, un invertebrado agresivo. Enseguida empezó a notar que se le formaba un habón. Por primera vez en aquella excursión la vi preocupada. A saber qué clase de microorganismos podían habérsele introducido en las venas. En ese momento ambos temíamos por nuestra vida. Pilar se veía fallecer tras una larga agonía, acosada por fiebres de origen desconocido que la consumían entre enormes dolores. Yo veía mi final como algo más inmediato y violento. La elefanta me cogía con la trompa, me tiraba al suelo y me pisoteaba. El esternón se me clavaba en el corazón y moría. Era un final bastante brutal, aunque rápido, lo que era de agradecer.
   Mientras nosotros, los farang, divagábamos sobre el futuro, el mahout y la elefanta habían hecho las paces. El muchacho se abrazaba a la cabeza del paquidermo. Se notaba que adoraba a ese animal. La elefanta, por su parte, había metido la directa y avanzábamos a buen ritmo, quizá tan rápido como un anciano con bastón. Una hora y veinte minutos más tarde de haber salido regresábamos a la tarima. Allí estaba el sonriente Hai esperándonos. Nos ayudó a bajarnos del banco. Por fin suelo firme. Había terminado una aventura pero otras, menos salvajes, nos esperaban.

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la tarde (parte 1)

Nada más llegar a la tarima, el mahout le quitó el banco a la elefanta, la montó a horcajadas y se fueron hacia el río. Hai nos comentó que debíamos esperar a la camioneta que nos llevaría de regreso a Luang Prabang. Nos ofreció esperar en donde estábamos o ir al lugar en el que habíamos comido. Pilar quería hacer algunas fotografías del elefante macho, que permanecía donde lo habíamos visto al principio, así que prefirió que nos quedáramos ahí. De hecho, cogió su cámara y desapareció. Yo le dije a Hai, en broma, que si Pilar decía ahí, yo ahí me quedaba. No sé cómo lo interpretó él, pero me dijo: “eres un buen hombre”. Esa afirmación requería por mi parte una réplica demasiado compleja para nuestro nivel de inglés. Me limité a encogerme de hombros y a soltar un ambiguo “bueno, no sé”. Nos habíamos sentado en un banco y estábamos muy cerca el uno del otro. Estuvimos un rato en silencio. No era incómodo. De todos modos, por hablar algo le pregunté por la edad de la elefanta. Como había sido tan rebelde pensaba que sería vieja. Estaba equivocado. Hai me dijo que tenía unos cuarenta años. Todas las elefantas del centro rondaban esa edad. Como esos animales viven más de setenta años, él consideraba que eran jóvenes. “Es más joven que yo”, comenté. Quiso saber mi edad. Se la dije y le pregunté la suya. Tan solo tenía veinticuatro años. “Te cambio” le lancé en broma. “Tú te quedas como yo y yo como tú”, añadí. Aceptó inmediatamente. Era sincero. Me sorprendió. “Así tendría dinero y podría viajar como tú”, me dijo. Me dejó un tanto descolocado. Le miré a los ojos. Pilar había observado que los laosianos tenían el canto externo más elevado que el resto de los asiáticos. Era cierto. Al menos en Hai eso se cumplía. Tenía las escleróticas algo verdosas, como si tuviera ictericia, aunque la causa no era esa sino racial: su piel era oscura. De todos modos, no eran sus ojos lo que me interesaba, sino su mirada. Me resultaba más comprensible que su inglés infestado de eles. En aquel momento me decía demasiadas cosas. A muchas me hubiera gustado darles una réplica, pero no era el momento ni el lugar. “Tienes mucho tiempo por delante para conseguir una vida como la mía o mejor. En cambio, yo jamás podré ser tan joven como tú”, me limité a decir. Seguro que no era lo que Hai esperaba oír. Hasta a mí me sonó demasiado paternalista. Nos volvimos a quedar en silencio. Me pregunté qué clase de vida tendría para estar dispuesto a sacrificar su juventud por cambiarla. Dirigió su mirada hacia el río. Hice lo mismo con la mía. La elefanta lanzaba chorros de agua con su trompa, Pilar hacía fotografías, el Nam Khan seguía su curso.
   Unos pocos minutos después llegó la furgoneta. Llamamos a Pilar. Cuando se unió a nosotros despedimos todos juntos al mahout y a la elefanta, que seguían bañándose en el río. El primero nos respondió con la mano, la segunda nos ignoró, como no podía ser de otra manera. La camioneta se puso en marcha. Hai y el conductor comenzaron a conversar entre ellos. Pilar me enseñó las fotografías que acababa de hacer. En una de ellas se veía a la elefanta lanzando un chorro de agua circular. Era una imagen espectacular digna de ser portada del National Geographic.
   Habíamos acordado darle a Hai una propina de cincuenta mil kips, unos seis euros. Pilar me pasó un billete granate. La camioneta se detuvo. Estábamos frente a la puerta del hotel. Hai se bajó para despedirse. Extendí mi mano con el billete hacia él. Cuando vio la cantidad se quedó sorprendido. Creo que pensó que era demasiado. Hizo un amago de rechazarlo pero luego su ambición, o su necesidad, pudo más. Lo cogió y rápidamente se dirigió hacia el asiento delantero para guardarlo, como si tuviera miedo a que se lo robaran. Mientras él escondía su tesoro nosotros nos pusimos en marcha hacia el hotel. Le lanzamos un adiós mientras caminábamos. Él dejó lo que estaba haciendo, se volvió y nos despidió con una sonrisa de agradecimiento. Miré a Hai por última vez. Había en él una complejidad difícil de descifrar. Me hubiera gustado ser un alquimista del destino para predecir qué sería de su futuro. Como no lo era me limité a seguir dando pasos. Lo que la vida le deparase había dejado de ser asunto nuestro.