Con el mahout
desesperado, Pilar conteniendo la risa y yo al borde del ataque de
pánico lo único que faltaba para completar el cuadro de nuestra
epopeya es que la elefanta comenzara a temblar... y lo hizo. Pilar,
que hasta entonces había estado tranquila, puso cara de
preocupación. Yo, que ya estaba para poco, no hacía más que
vigilar la trompa por si acaso me atacaba con ella. Sabía que si lo
hacía mis posibilidades de parar el golpe con eficacia eran nulas,
pero en esos casos se activa el instinto y la razón poco tiene que
decir. El temblor de la elefanta duró unos pocos segundos, quizá
cinco. Fue como una pequeña convulsión. Mientas la paquiderma
vibraba el resto permanecíamos inmóviles a la expectativa de lo que
pudiera ocurrir. Entonces se oyó un sonido. Era agua cayendo. La
elefanta se había puesto a orinar. Esa noche, si sobrevivía, me
acostaría sabiendo una cosa más: los elefantes, o al menos ese en
el que estábamos montados, antes de mear tienen un pequeño temblor.
Pilar me miraba y tenía que contener las ganas de reír. Le
apetecía, pero su prudencia le aconsejaba no hacerlo. La elefanta
era imprevisible. El mahout comenzó de nuevo con su retahíla de
gemidos/grititos, pero una vez más la elefanta lo ignoró. Cogió un
manojo de matas y empezó a comerlo. Yo la observaba mientras
intentaba hacerme el invisible. Lo último que quería era que ese
monstruo fuera consciente de que yo existía. Cuando acabó de comer
tuvo un nuevo temblor. Más o menos como el de antes. Yo también
temblé. En mi caso fue de miedo. En el de ella porque iba a defecar.
No quise mirar, pero Pilar me informó al respecto. La elefanta había
soltado una boñiga capaz de alimentar a varias familias de
escarabajos peloteros durante semanas.
Después de haber
comido, meado y cagado, la elefanta se mostró más dispuesta a
moverse. Los gemigrititos del mahout comenzaron a hacer efecto. Por
fin nos movíamos de nuevo. Si bien no avanzábamos a la velocidad
del viento, sí lo hacíamos a la de un anciano con tacataca.
Abandonamos la espesura y el Nam Khan se presentó ante nuestros
ojos. “¿Cruzaremos el río?”, preguntó Pilar. No quería ni
pensarlo. Sin embargo, era una posibilidad. Cada vez estábamos más
cerca. Cuando llegamos a la orilla el mahout me pidió la cámara de
fotos. Cuando la tuvo en sus manos ordenó a la elefanta que se
detuviera. Como no había nada que comer cerca el animal parecía más
dispuesto a seguir sus instrucciones. Resultó que la gran afición
del muchacho era la fotografía. Jamás en mi vida me habían hecho
semejante reportaje. Subido en un elefante y muerto de miedo mis
posibilidades de posar no eran muchas. Aun así, improvisé cuatro:
con sombrero y con gafas, con sombrero y sin gafas, sin sombrero y
con gafas y sin sombrero y sin gafas. Por lo demás, mi cara era de
terror independientemente del complemento que llevara puesto, y así
salió en las más de cincuenta fotografías que nos hizo. Cuando el
mahout terminó de dar rienda suelta a su creatividad artística me
dio la cámara y subió al elefante con una maniobra que me dejó
boquiabierto. Le gritó algo al animal y este se agachó un poco,
luego el joven se asió a la oreja, usó la pata de la elefanta a
modo de escalón y en un segundo estaba sobre el cuello de nuestra
amiga. Era un verdadero atleta. Mientras avanzábamos por el agua
eché un vistazo a las fotografías. Eran excelentes. En un minuto mi
estima hacia ese joven había subido varios puntos. Sin miedo a
mojarse (para hacer las fotografías se había metido en el agua
hasta por encima de las rodillas), esa determinación para dominar a
la elefanta y su gran ojo fotográfico se había ganado mi
admiración.
Nos metimos en el
río hasta que el agua estuvo a punto de mojarme los pantalones.
Después seguimos avanzando hacia la misma orilla por la que habíamos
entrado pero con la idea de salir mucho más adelante. “¿Iremos
por esos rápidos?”, soltó Pilar. Había hecho la pregunta para
que me aterrorizara todavía más, pero fue entonces cuando ocurrió
algo que hizo que la que se aterrorizara fuera ella. Le picó un
insecto. En sus propias palabras: “no era una mosca, no era un
mosquito, pero se parecía a ambos”. Conclusión, le había chupado
la sangre un bicho que no sabía qué era. En cualquier caso, un
invertebrado agresivo. Enseguida empezó a notar que se le formaba un
habón. Por primera vez en aquella excursión la vi preocupada. A
saber qué clase de microorganismos podían habérsele introducido en
las venas. En ese momento ambos temíamos por nuestra vida. Pilar se
veía fallecer tras una larga agonía, acosada por fiebres de origen
desconocido que la consumían entre enormes dolores. Yo veía mi
final como algo más inmediato y violento. La elefanta me cogía con
la trompa, me tiraba al suelo y me pisoteaba. El esternón se me
clavaba en el corazón y moría. Era un final bastante brutal, aunque
rápido, lo que era de agradecer.
Mientras nosotros,
los farang, divagábamos sobre el futuro, el mahout y la elefanta
habían hecho las paces. El muchacho se abrazaba a la cabeza del
paquidermo. Se notaba que adoraba a ese animal. La elefanta, por su
parte, había metido la directa y avanzábamos a buen ritmo, quizá
tan rápido como un anciano con bastón. Una hora y veinte minutos
más tarde de haber salido regresábamos a la tarima. Allí estaba el
sonriente Hai esperándonos. Nos ayudó a bajarnos del banco. Por fin
suelo firme. Había terminado una aventura pero otras, menos
salvajes, nos esperaban.
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