miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 3)

Con el mahout desesperado, Pilar conteniendo la risa y yo al borde del ataque de pánico lo único que faltaba para completar el cuadro de nuestra epopeya es que la elefanta comenzara a temblar... y lo hizo. Pilar, que hasta entonces había estado tranquila, puso cara de preocupación. Yo, que ya estaba para poco, no hacía más que vigilar la trompa por si acaso me atacaba con ella. Sabía que si lo hacía mis posibilidades de parar el golpe con eficacia eran nulas, pero en esos casos se activa el instinto y la razón poco tiene que decir. El temblor de la elefanta duró unos pocos segundos, quizá cinco. Fue como una pequeña convulsión. Mientas la paquiderma vibraba el resto permanecíamos inmóviles a la expectativa de lo que pudiera ocurrir. Entonces se oyó un sonido. Era agua cayendo. La elefanta se había puesto a orinar. Esa noche, si sobrevivía, me acostaría sabiendo una cosa más: los elefantes, o al menos ese en el que estábamos montados, antes de mear tienen un pequeño temblor. Pilar me miraba y tenía que contener las ganas de reír. Le apetecía, pero su prudencia le aconsejaba no hacerlo. La elefanta era imprevisible. El mahout comenzó de nuevo con su retahíla de gemidos/grititos, pero una vez más la elefanta lo ignoró. Cogió un manojo de matas y empezó a comerlo. Yo la observaba mientras intentaba hacerme el invisible. Lo último que quería era que ese monstruo fuera consciente de que yo existía. Cuando acabó de comer tuvo un nuevo temblor. Más o menos como el de antes. Yo también temblé. En mi caso fue de miedo. En el de ella porque iba a defecar. No quise mirar, pero Pilar me informó al respecto. La elefanta había soltado una boñiga capaz de alimentar a varias familias de escarabajos peloteros durante semanas.
   Después de haber comido, meado y cagado, la elefanta se mostró más dispuesta a moverse. Los gemigrititos del mahout comenzaron a hacer efecto. Por fin nos movíamos de nuevo. Si bien no avanzábamos a la velocidad del viento, sí lo hacíamos a la de un anciano con tacataca. Abandonamos la espesura y el Nam Khan se presentó ante nuestros ojos. “¿Cruzaremos el río?”, preguntó Pilar. No quería ni pensarlo. Sin embargo, era una posibilidad. Cada vez estábamos más cerca. Cuando llegamos a la orilla el mahout me pidió la cámara de fotos. Cuando la tuvo en sus manos ordenó a la elefanta que se detuviera. Como no había nada que comer cerca el animal parecía más dispuesto a seguir sus instrucciones. Resultó que la gran afición del muchacho era la fotografía. Jamás en mi vida me habían hecho semejante reportaje. Subido en un elefante y muerto de miedo mis posibilidades de posar no eran muchas. Aun así, improvisé cuatro: con sombrero y con gafas, con sombrero y sin gafas, sin sombrero y con gafas y sin sombrero y sin gafas. Por lo demás, mi cara era de terror independientemente del complemento que llevara puesto, y así salió en las más de cincuenta fotografías que nos hizo. Cuando el mahout terminó de dar rienda suelta a su creatividad artística me dio la cámara y subió al elefante con una maniobra que me dejó boquiabierto. Le gritó algo al animal y este se agachó un poco, luego el joven se asió a la oreja, usó la pata de la elefanta a modo de escalón y en un segundo estaba sobre el cuello de nuestra amiga. Era un verdadero atleta. Mientras avanzábamos por el agua eché un vistazo a las fotografías. Eran excelentes. En un minuto mi estima hacia ese joven había subido varios puntos. Sin miedo a mojarse (para hacer las fotografías se había metido en el agua hasta por encima de las rodillas), esa determinación para dominar a la elefanta y su gran ojo fotográfico se había ganado mi admiración.
   Nos metimos en el río hasta que el agua estuvo a punto de mojarme los pantalones. Después seguimos avanzando hacia la misma orilla por la que habíamos entrado pero con la idea de salir mucho más adelante. “¿Iremos por esos rápidos?”, soltó Pilar. Había hecho la pregunta para que me aterrorizara todavía más, pero fue entonces cuando ocurrió algo que hizo que la que se aterrorizara fuera ella. Le picó un insecto. En sus propias palabras: “no era una mosca, no era un mosquito, pero se parecía a ambos”. Conclusión, le había chupado la sangre un bicho que no sabía qué era. En cualquier caso, un invertebrado agresivo. Enseguida empezó a notar que se le formaba un habón. Por primera vez en aquella excursión la vi preocupada. A saber qué clase de microorganismos podían habérsele introducido en las venas. En ese momento ambos temíamos por nuestra vida. Pilar se veía fallecer tras una larga agonía, acosada por fiebres de origen desconocido que la consumían entre enormes dolores. Yo veía mi final como algo más inmediato y violento. La elefanta me cogía con la trompa, me tiraba al suelo y me pisoteaba. El esternón se me clavaba en el corazón y moría. Era un final bastante brutal, aunque rápido, lo que era de agradecer.
   Mientras nosotros, los farang, divagábamos sobre el futuro, el mahout y la elefanta habían hecho las paces. El muchacho se abrazaba a la cabeza del paquidermo. Se notaba que adoraba a ese animal. La elefanta, por su parte, había metido la directa y avanzábamos a buen ritmo, quizá tan rápido como un anciano con bastón. Una hora y veinte minutos más tarde de haber salido regresábamos a la tarima. Allí estaba el sonriente Hai esperándonos. Nos ayudó a bajarnos del banco. Por fin suelo firme. Había terminado una aventura pero otras, menos salvajes, nos esperaban.

No hay comentarios:

Publicar un comentario