Antes
de montarnos en la elefanta había que alimentarla. El mahout nos
pidió que le diéramos de comer. Me pareció una buena idea. Mejor
que semejante animal estuviera con nosotros de buen rollito.
Seguíamos en la tarima, que estaría a un par de metros sobre el
suelo. La elefanta era tan alta que sus ojos estaban a la altura de
nuestras rodillas. Había un gran manojo de vegetación preparado
sobre una mesa. Pilar cogió unas cuantas ramas y se las acercó a la
elefanta. Antes de que pudiera darse cuenta ya tenía la trompa
encima. Mi amiga se sorprendió de la fuerza que tenía. La elefanta
se había limitado a coger las ramas y con ese simple movimiento casi
la había tirado. Pilar se quedó a su lado mientras se iba tragando
la vegetación. Así pudimos hacerles algunas fotos a las dos juntas.
Ninguna posó con entusiasmo. La elefanta estaba centrada en comer y
Pilar en alejarse si la cosa se ponía fea. Luego llegó mi turno de
darle comida. Cogí un buen montón de vegetación y avancé con paso
firme. En cuanto vi acercarse la trompa solté las hierbas y
retrocedí. Lo sé, soy un cobarde, pero ni loco iba a dejar que me
tocase con semejante cosa. Mientras la elefanta cogía las ramas me
acerqué. Estaba demasiado ocupada engullendo como para prestarme
atención. Toqué su cabeza. Me llamaron la atención sus pelos.
Tiene pocos y muy separados. Además, son largos y rígidos. Me
recordaron a las púas de un cepillo.
En
Elephant Village lo habitual es montar a los elefantes a pelo. Sin
embargo, para nosotros habían preparado una especie de banco de
madera. No era muy ancho pero suficiente para caber los dos juntos.
Nos sentamos. El mahout colocó una pequeña barra de seguridad,
también de madera, en la parte delantera del banco y luego se montó
en el cuello del animal. Comenzamos nuestra travesía. El mahout
guiaba a la elefanta solo con sus piernas y su voz. No llevaba fusta
ni ningún objeto con el que azuzar al animal, algo que me gustó. Sé
que en algunos centros de elefantes los maltratan y les obligan a
hacer números circenses. Por lo que había leído no era el caso del
nuestro; y lo que vi aquel día me lo corroboró.
Pese
a que mi conocimiento de la naturaleza paquidérmica es muy limitado,
por no decir inexistente, no tardé en darme cuenta de que la
elefanta tenía sus propias prioridades y que ni el mahout ni
nosotros éramos una de ellas. Apenas se movía. Andaba poco y
despacio y su principal interés era comer. Daba un par de pasitos,
cogía un buen montón de vegetación del suelo y se la comía
tranquilamente. El mahout, que sobre aquel animal aun me parecía más
pequeño e indefenso de lo que era, la alentaba a caminar emitiendo
constantemente una especie de grititos/gemidos que me recordaban a
los que hacen esas chicas de dudosa reputación en un tipo de
película en la que los diálogos no son el aspecto más importante.
En definitiva, que de no haber sido porque estaba muerto de miedo y
era plenamente consciente de que me encontraba sentado sobre la
espalda de una elefanta asilvestrada, cerrando los ojos hubiera
podido pensar que estaba delante de una película porno.
Llevaríamos
más de veinte minutos sobre la elefanta y solo habíamos avanzado
unos doscientos metros. Nuestra imagen debía de distar mucho de la
de Anibal cruzando los Alpes. De todos modos, aunque nos movíamos
poco habíamos andado lo suficiente para adentrarnos en un bosque muy
denso en el que no se veía más que vegetación. Un entorno así,
sin nadie a quien pedir auxilio, contribuía a que aumentara mi
preocupación. Lo cierto es que tampoco estuve mucho tiempo
preocupado. Enseguida pasé a estar, por decirlo finamente,
acongojado. El mahout, desesperado porque la elefanta no le hacía
caso, se bajó y empezó a animarla desde el suelo. Vi espantado como
Pilar y yo nos quedábamos solos encima de esa bestia. Una bestia que
se revelaba contra el mahout. Este se había colocado junto a su
costado y se apoyaba en ella invitándola a andar hacia adelante. La
imagen de ese casi niño, que pesaría unos cincuenta y cinco kilos,
empujando a un bicho de cuatro toneladas acabó por fulminar el poco
valor que me quedaba. No me iba de ahí corriendo porque bajar desde
el banco no era una verdadera opción. Con mi torpeza seguro que me
caía, y eran más de dos metros los que separaban mi cuerpo, nada
serrano pero al que aprecio, del suelo. La elefanta respondía al
empujón del muchacho volteando la cabeza. No solo se negaba a
caminar, dejaba bien claro que no quería que la molestasen. El
mahout se desesperaba y yo más. Pensé en decirle que por nosotros
no se preocupara, que ya habíamos tenido excursión más que
suficiente y que podíamos regresar. Cuando fui a hacerlo vi al joven
mirándome con unos ojos tan suplicantes que me cortaron el habla.
Hubiera sido como insultarlo. Suponía cuestionar su profesionalidad,
y quizá hacer que perdiera un trabajo que seguro necesitaba.
Mientras yo vivía
mi vía crucis paquidérmico, Pilar parecía estar disfrutando. No se
reía a carcajadas de mí porque temía la reacción del animal. Yo
había optado por no hacer el más mínimo ruido confiando en que la
elefanta me ignorase. Supongo que Pilar pensó que quizá no era una
mala estrategia. La paquiderma hacía albergar dudas a la más
confiada de las personas. De hecho, de vez en cuando se volvía hacia
el mahout y movía sus orejas de atrás adelante en un gesto que
parecía amenazante. Tal vez no lo fuera, pero a mí se me cortaba el
aliento. Y más se me cortó cuando la bestia, después de un
enérgico aleteo de las orejas, comenzó a temblar. ¿Sería mi
destino morir, literalmente, de un trompazo?
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