miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 2)


Antes de montarnos en la elefanta había que alimentarla. El mahout nos pidió que le diéramos de comer. Me pareció una buena idea. Mejor que semejante animal estuviera con nosotros de buen rollito. Seguíamos en la tarima, que estaría a un par de metros sobre el suelo. La elefanta era tan alta que sus ojos estaban a la altura de nuestras rodillas. Había un gran manojo de vegetación preparado sobre una mesa. Pilar cogió unas cuantas ramas y se las acercó a la elefanta. Antes de que pudiera darse cuenta ya tenía la trompa encima. Mi amiga se sorprendió de la fuerza que tenía. La elefanta se había limitado a coger las ramas y con ese simple movimiento casi la había tirado. Pilar se quedó a su lado mientras se iba tragando la vegetación. Así pudimos hacerles algunas fotos a las dos juntas. Ninguna posó con entusiasmo. La elefanta estaba centrada en comer y Pilar en alejarse si la cosa se ponía fea. Luego llegó mi turno de darle comida. Cogí un buen montón de vegetación y avancé con paso firme. En cuanto vi acercarse la trompa solté las hierbas y retrocedí. Lo sé, soy un cobarde, pero ni loco iba a dejar que me tocase con semejante cosa. Mientras la elefanta cogía las ramas me acerqué. Estaba demasiado ocupada engullendo como para prestarme atención. Toqué su cabeza. Me llamaron la atención sus pelos. Tiene pocos y muy separados. Además, son largos y rígidos. Me recordaron a las púas de un cepillo.
   En Elephant Village lo habitual es montar a los elefantes a pelo. Sin embargo, para nosotros habían preparado una especie de banco de madera. No era muy ancho pero suficiente para caber los dos juntos. Nos sentamos. El mahout colocó una pequeña barra de seguridad, también de madera, en la parte delantera del banco y luego se montó en el cuello del animal. Comenzamos nuestra travesía. El mahout guiaba a la elefanta solo con sus piernas y su voz. No llevaba fusta ni ningún objeto con el que azuzar al animal, algo que me gustó. Sé que en algunos centros de elefantes los maltratan y les obligan a hacer números circenses. Por lo que había leído no era el caso del nuestro; y lo que vi aquel día me lo corroboró.
   Pese a que mi conocimiento de la naturaleza paquidérmica es muy limitado, por no decir inexistente, no tardé en darme cuenta de que la elefanta tenía sus propias prioridades y que ni el mahout ni nosotros éramos una de ellas. Apenas se movía. Andaba poco y despacio y su principal interés era comer. Daba un par de pasitos, cogía un buen montón de vegetación del suelo y se la comía tranquilamente. El mahout, que sobre aquel animal aun me parecía más pequeño e indefenso de lo que era, la alentaba a caminar emitiendo constantemente una especie de grititos/gemidos que me recordaban a los que hacen esas chicas de dudosa reputación en un tipo de película en la que los diálogos no son el aspecto más importante. En definitiva, que de no haber sido porque estaba muerto de miedo y era plenamente consciente de que me encontraba sentado sobre la espalda de una elefanta asilvestrada, cerrando los ojos hubiera podido pensar que estaba delante de una película porno.
   Llevaríamos más de veinte minutos sobre la elefanta y solo habíamos avanzado unos doscientos metros. Nuestra imagen debía de distar mucho de la de Anibal cruzando los Alpes. De todos modos, aunque nos movíamos poco habíamos andado lo suficiente para adentrarnos en un bosque muy denso en el que no se veía más que vegetación. Un entorno así, sin nadie a quien pedir auxilio, contribuía a que aumentara mi preocupación. Lo cierto es que tampoco estuve mucho tiempo preocupado. Enseguida pasé a estar, por decirlo finamente, acongojado. El mahout, desesperado porque la elefanta no le hacía caso, se bajó y empezó a animarla desde el suelo. Vi espantado como Pilar y yo nos quedábamos solos encima de esa bestia. Una bestia que se revelaba contra el mahout. Este se había colocado junto a su costado y se apoyaba en ella invitándola a andar hacia adelante. La imagen de ese casi niño, que pesaría unos cincuenta y cinco kilos, empujando a un bicho de cuatro toneladas acabó por fulminar el poco valor que me quedaba. No me iba de ahí corriendo porque bajar desde el banco no era una verdadera opción. Con mi torpeza seguro que me caía, y eran más de dos metros los que separaban mi cuerpo, nada serrano pero al que aprecio, del suelo. La elefanta respondía al empujón del muchacho volteando la cabeza. No solo se negaba a caminar, dejaba bien claro que no quería que la molestasen. El mahout se desesperaba y yo más. Pensé en decirle que por nosotros no se preocupara, que ya habíamos tenido excursión más que suficiente y que podíamos regresar. Cuando fui a hacerlo vi al joven mirándome con unos ojos tan suplicantes que me cortaron el habla. Hubiera sido como insultarlo. Suponía cuestionar su profesionalidad, y quizá hacer que perdiera un trabajo que seguro necesitaba.
   Mientras yo vivía mi vía crucis paquidérmico, Pilar parecía estar disfrutando. No se reía a carcajadas de mí porque temía la reacción del animal. Yo había optado por no hacer el más mínimo ruido confiando en que la elefanta me ignorase. Supongo que Pilar pensó que quizá no era una mala estrategia. La paquiderma hacía albergar dudas a la más confiada de las personas. De hecho, de vez en cuando se volvía hacia el mahout y movía sus orejas de atrás adelante en un gesto que parecía amenazante. Tal vez no lo fuera, pero a mí se me cortaba el aliento. Y más se me cortó cuando la bestia, después de un enérgico aleteo de las orejas, comenzó a temblar. ¿Sería mi destino morir, literalmente, de un trompazo?

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