Pilar
había leído que a las cinco y media de la mañana los monjes salían
de sus templos y recorrían las calles recogiendo limosnas. A esa
“ceremonia” se le llama Tak Bat y es uno de los acontecimientos
más famosos de Luang Prabang. Supuestamente, esa es la forma con la
que los monjes obtienen su comida diaria. La noche del día 31 nos
acostamos pronto, a eso de las once, para estar en plena forma a la
madrugada siguiente. Pusimos el despertador a las cinco y diez.
Estaba convencido de que mucho antes de esa hora ya estaría
despierto. Una vez más, y como casi siempre, mis previsiones no
fueron realistas. Tenía el ritmo de sueño cambiado y, aunque había
caído dormido muy pronto, para la una de la madrugada ya estaba
despierto. Me pasé la mayor parte de la noche dando vueltas en la
cama. Creo que fue hacia las cuatro cuando por fin me dormí. El
sonido del despertador me sobresaltó. Justo en ese momento estaba
casi en coma. Me levanté de muy mal genio. Mi escasa espiritualidad
estaba a punto de desaparecer por completo. ¡Cómo se me había
ocurrido levantarme a esa hora para ver a unos monjes! Pilar parecía
más despejada. Creo que hasta fue capaz de saludarme. Yo no lograba
articular palabra. Me arrastré hasta la ropa y me la puse de
cualquier manera. Abrimos las ventanas: todavía era de noche.
Bajamos a la recepción del hotel. Dos japonesas de unos cincuenta
años estaban sentadas en uno de los sofás. Las saludamos en
laosiano y nos contestaron en inglés. Supuse que se habían
levantado para ver el Tak Bat pero no entendía qué hacían
sentadas. Quizá estuvieran esperando a su guía turístico. Fuimos
hacia una de las puertas y estaba cerrada. Vale, ya sabía qué
hacían las niponas. Esperaban a que apareciera el recepcionista y
abriera. Pilar se dirigió hacia la otra puerta. A pesar de la hora
que era y de lo poco que habíamos dormido estaba llena de energía.
Tiró con tanta fuerza de la manilla que la arrancó. Se quedó
perpleja. Las japonesas y yo nos reímos. Justo había terminado de
colocar la manilla en su sitio cuando apareció el recepcionista. Por
fin pudimos salir a la calle. Las niponas se dirigieron hacia la
derecha y nosotros hacia la izquierda. El día anterior habíamos
decidido el templo en el que nos colocaríamos. No se veía ni un
alma. Todavía era de noche y no parecía que fuera a amanecer en
breve. Poco a poco me iba despejando y mi animadversión hacia el
mundo desaparecía. La temperatura en Luang Prabang a esa hora era
excelente y se agradecía el silencio de la noche. Nos sentamos en un
banco junto al templo. El aire era puro; no olía a brasas.
Llevábamos unos diez minutos ahí cuando apareció un grupo de unas
seis personas. Eran turistas. Venían en un viaje organizado. Uno de
ellos colocó un dispositivo sobre el suelo. Era una sucesión de
cinco banquetas bajas unidas a una plataforma plana. Delante de cada
una de ellas colocó un cuenco con arroz. Los turistas se sentaron en
ellas. Nos quedamos impresionados. Acabábamos de descubrir que se
hacían visitas guiadas al Tak Bat, y con todo tipo de comodidades.
Poco a poco fue apareciendo más gente. No demasiada. Además de los
turistas VIP, había otra pareja de españoles, tres o cuatro mujeres
laosianas y un japones. También una joven que vendía arroz. Tenía
dos modalidades: crudo en bolsas o cocido en un recipiente. Las dos
costaban lo mismo, diez mil kips. Compramos el arroz cocido. Eran
algo más de las seis de la mañana y todavía no había ocurrido
nada. Los monjes no aparecen a una hora determinada, sino al
amanecer. Mi consejo para el que quiera acudir a ese acto es que
consulte en el calendario astronómico la hora de salida del sol.
Amaneció
a eso de las seis y cuarto. En ese momento la chica a la que le
habíamos comprado el arroz puso una alfombra en el suelo e indicó a
Pilar que se arrodillara en ella. Hizo lo mismo con el japonés, que
por lo visto también había sido cliente suyo. Ambos habían pasado
a formar parte de una hilera de personas arrodilladas junto al
bordillo de la acera. Como yo no tenía nada que ofrecer me coloqué
detrás de esa hilera dispuesto a sacar fotografías. Enseguida
aparecieron los monjes. Iban en fila india y en silencio. Vestían
sus túnicas naranjas y portaban, colgado del hombro, un recipiente
metálico de unos treinta centímetros de diámetro. Pasaban junto a
las personas que estaban arrodilladas en la acera y les aproximaban
el cuenco. Los feligreses hacían una reverencia con la cabeza y
depositaban las limosnas. En esa primera ronda no vimos muchos
monjes. Unos quince o así. Después de eso las mujeres laosianas,
que parecían ser las únicas que conocían el ritual a la
perfección, se levantaron y empezaron a hablar entre ellas. Pilar
también se puso en pie. Le enseñé las fotos que había sacado.
Parecía satisfecha. “Cuando vuelvan les das tú el arroz”, me
dijo. Apenas había gastado un tercio de la cantidad que había en el
cuenco. “Cuesta mucho separarlo”, me comentó refiriéndose a la
consistencia que había adquirido ese arroz cocido pero al que la
madrugada había enfriado. Se entregaba directamente con las manos,
lo que me hizo sentir cierta lástima por los monjes.
Unos
diez minutos más tarde vimos que de nuevo se acercaban los monjes.
Eran los mismos de antes. Ya habían hecho la ronda por la ciudad y
regresaban al templo. Me arrodillé en el mismo lugar en el que antes
había estado Pilar. Los monjes pasaban deprisa y para dar una
pequeña cantidad de arroz a cada uno de ellos tenía que maniobrar
con rapidez. Era cierto lo que había dicho mi amiga sobre lo mucho
que costaba separar los granos. Me sorprendió lo llenos que traían
los recipientes. Iban a tope. El tamaño del cuenco metálico era
igual para todos, independiente de su edad. Muchos de los monjes son
niños y adolescentes. En la fila iban ordenados de más a menos
años. Los más pequeños apenas podían cargar con sus recipientes.
Se les notaba que no tenían ganas de que les echaras más comida. Lo
que querían era llegar a su hogar y soltar la carga. Fue otro motivo
que me hizo pensar que la vida de un monje budista no debía de ser
muy agradable. Se detuvieron frente a la fachada del templo formando
una línea recta perfecta. Comenzaron un cántico, que supuse de
agradecimiento. Fue algo breve y alegre que terminó con un par de
reverencias. Después lanzaron un saludo a los que andábamos por
allí y desaparecieron.
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