miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 30 de octubre de 2016 por la tarde (parte 2)

Por internet habíamos quedado con el hotel que el chófer viniera a recogernos a las 16,40 horas y ya eran más de las ocho de la tarde. Confiábamos en que el SMS que había enviado hacía unas horas anunciado nuestro retraso hubiera sido efectivo y teníamos la esperanza de que al cruzar el último control policial nuestro conductor estuviera en el vestíbulo. Se abrió la puerta y vimos a un grupo de unas seis o siete personas con carteles. Nos acercamos y leímos los nombres que figuraban en ellos. Ninguno era el mío. Volvimos a leerlos de nuevo por si no lo habían escrito del todo bien. Nuestro chófer no estaba. Era definitivo. Otros conductores habían esperado a sus clientes pero el nuestro no. No pasaba nada. Cogeríamos un taxi. Salimos a la calle y no había parada de taxis. En realidad no había nada de nada. Solo un grupo de hombres que, en cuanto nos vieron aparecer, nos rodearon. De noche, sin conocer el idioma y, en mi caso, sin saber nada del lugar al que acabábamos de llegar la cosa no pintaba bien. Pilar estaba igual de preocupada que yo. El que parecía el cabecilla del grupo nos preguntó a dónde íbamos. Le dijimos el nombre de nuestro hotel. Sin decir nada más sacó el móvil e hizo una llamada. Un joven nos preguntó otra vez lo mismo. Le explicamos lo qué nos había ocurrido. Nos entendió. Le dijo una parrafada al cabecilla, que todavía seguía hablando por teléfono, y nos pareció que este incorporaba la información que le habíamos dado a su conversación. En cualquier caso eran suposiciones porque hasta ese momento aprender laosiano no había sido una de nuestras prioridades. El cabecilla colgó y se introdujo entre sus colegas hasta hacerse invisible. “A ver cómo acaba esto”, dijo Pilar. Una frase que le oiría decir en varias ocasiones durante este viaje. No me dio tiempo a responderle. Enseguida apareció el cabecilla. Venía acompañado de un hombre mayor. El cabecilla dijo algo que no entendimos y el hombre mayor nos sonrió y se lanzó a por nuestras maletas. Le dije que cogiera solo la de Pilar. Así lo hizo. Después se puso en marcha y lo seguimos. Anduvimos por un aparcamiento hasta que llegamos a un vehículo que no estaba nada mal. Era la típica camioneta para los traslados al aeropuerto. Estaba nueva y limpia. Metimos las maletas, nuestros cuerpos y nos pusimos en marcha hacia el hotel, o eso suponíamos. Las afueras de la mayoría de las ciudades suelen ser cutres y las de Luang Prabang no eran una excepción. Quizá no fuera así. Tal vez teníamos esa impresión debido al cansancio del viaje. De cualquier modo, me sentía en territorio hostil. En un cuarto de hora, más o menos, llegamos a donde estaba nuestro hotel. Pilar había mirado fotografías y lo reconoció. Estaba muy bien situado, en la calle donde se celebra el mercado nocturno. En ese momento la zona estaba muy concurrida, con lugareños vendiendo sus mercancías a ras de suelo y turistas deambulando por los puestos. El conductor detuvo la furgoneta y nos bajamos. Él cogió una maleta y se puso a caminar con determinación. Lo seguimos. Pasamos entre la gente como peces por un arrecife y llegamos al hotel. El recepcionista sabía quiénes éramos sin que nos hubiéramos presentado. Inmediatamente me mostró un papel en el que había un párrafo que decía que el chófer esperaba como máximo hasta las veinte horas. Le dije que no había problema. No teníamos intención de protestar. Lo que a mí me interesaba resolver era qué hacíamos con el conductor que nos había llevado. Esperaba su dinero. Le pregunté al recepcionista si le pagábamos nosotros o si lo hacía él. El recepcionista se tocó el pecho, sacó un billete de una caja, del que en ese momento yo desconocía su valor, y se lo dio al chófer. Este se despidió de nosotros con una sonrisa y desapareció. Solucionado ese problema comenzamos con los trámites del registro. Mientras lo hacíamos apareció un camarero. En el mismo vestíbulo de la recepción estaba también el bar. Nos traían unas bebidas. El recepcionista nos las acercó mientras nos decía de qué estaban hechas. No entendimos ni una palabra. Tenían color rojo. Yo las miraba con aprensión. Imaginaba que en ese líquido habría millones de microorganismos desconocidos para mi tubo digestivo capaces de hacerme estar dos días seguidos sentado en la taza del váter. Pilar cogió uno de los vasos, dijo “esto es lo que nunca se debe hacer”, y dio un trago. Yo también bebí de la mía. Me veía a mi mismo vomitando a la par que diarreando, pero no beber hubiera sido una descortesía. Sabía muy bien, sobre todo a limón, y estaba fresco. Me lo hubiera tomado de un trago pero si llevaba agua corriente podía amargarme el viaje. Di un segundo sorbo y lo dejé sobre el mostrador. Para entonces el recepcionista ya había terminado los trámites. Cogió una llave y nos pidió que le siguiéramos. El hotel era pequeño, con tan pocas habitaciones que no estaban numeradas sino que tenían nombre. La nuestra se llamaba “Calm”. Después de más de veinticuatro horas de viaje por fin teníamos un lugar en el que estar en calma. De todos modos, no era eso lo que habíamos ido a buscar. Aunque estábamos cansados apenas estuvimos veinte minutos en la habitación. El tiempo de asearnos y cambiarnos. Ni siquiera deshicimos las maletas. En la calle estaba el mercado nocturno. Se veía animado. Debíamos estar allí.

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