Por
internet habíamos quedado con el hotel que el chófer viniera a
recogernos a las 16,40 horas y ya eran más de las ocho de la tarde.
Confiábamos en que el SMS que había enviado hacía unas horas
anunciado nuestro retraso hubiera sido efectivo y teníamos la
esperanza de que al cruzar el último control policial nuestro
conductor estuviera en el vestíbulo. Se abrió la puerta y vimos a
un grupo de unas seis o siete personas con carteles. Nos acercamos y
leímos los nombres que figuraban en ellos. Ninguno era el mío.
Volvimos a leerlos de nuevo por si no lo habían escrito del todo
bien. Nuestro chófer no estaba. Era definitivo. Otros conductores
habían esperado a sus clientes pero el nuestro no. No pasaba nada.
Cogeríamos un taxi. Salimos a la calle y no había parada de taxis.
En realidad no había nada de nada. Solo un grupo de hombres que, en
cuanto nos vieron aparecer, nos rodearon. De noche, sin conocer el
idioma y, en mi caso, sin saber nada del lugar al que acabábamos de
llegar la cosa no pintaba bien. Pilar estaba igual de preocupada que
yo. El que parecía el cabecilla del grupo nos preguntó a dónde
íbamos. Le dijimos el nombre de nuestro hotel. Sin decir nada más
sacó el móvil e hizo una llamada. Un joven nos preguntó otra vez
lo mismo. Le explicamos lo qué nos había ocurrido. Nos entendió.
Le dijo una parrafada al cabecilla, que todavía seguía hablando por
teléfono, y nos pareció que este incorporaba la información que le
habíamos dado a su conversación. En cualquier caso eran
suposiciones porque hasta ese momento aprender laosiano no había
sido una de nuestras prioridades. El cabecilla colgó y se introdujo
entre sus colegas hasta hacerse invisible. “A ver cómo acaba
esto”, dijo Pilar. Una frase que le oiría decir en varias
ocasiones durante este viaje. No me dio tiempo a responderle.
Enseguida apareció el cabecilla. Venía acompañado de un hombre
mayor. El cabecilla dijo algo que no entendimos y el hombre mayor nos
sonrió y se lanzó a por nuestras maletas. Le dije que cogiera solo
la de Pilar. Así lo hizo. Después se puso en marcha y lo seguimos.
Anduvimos por un aparcamiento hasta que llegamos a un vehículo que
no estaba nada mal. Era la típica camioneta para los traslados al
aeropuerto. Estaba nueva y limpia. Metimos las maletas, nuestros
cuerpos y nos pusimos en marcha hacia el hotel, o eso suponíamos.
Las afueras de la mayoría de las ciudades suelen ser cutres y las de
Luang Prabang no eran una excepción. Quizá no fuera así. Tal vez
teníamos esa impresión debido al cansancio del viaje. De cualquier
modo, me sentía en territorio hostil. En un cuarto de hora, más o
menos, llegamos a donde estaba nuestro hotel. Pilar había mirado
fotografías y lo reconoció. Estaba muy bien situado, en la calle
donde se celebra el mercado nocturno. En ese momento la zona estaba muy
concurrida, con lugareños vendiendo sus mercancías a ras de suelo y
turistas deambulando por los puestos. El conductor detuvo la
furgoneta y nos bajamos. Él cogió una maleta y se puso a caminar
con determinación. Lo seguimos. Pasamos entre la gente como peces
por un arrecife y llegamos al hotel. El recepcionista sabía quiénes
éramos sin que nos hubiéramos presentado. Inmediatamente me mostró
un papel en el que había un párrafo que decía que el chófer
esperaba como máximo hasta las veinte horas. Le dije que no había
problema. No teníamos intención de protestar. Lo que a mí me
interesaba resolver era qué hacíamos con el conductor que nos había
llevado. Esperaba su dinero. Le pregunté al recepcionista si le
pagábamos nosotros o si lo hacía él. El recepcionista se tocó el
pecho, sacó un billete de una caja, del que en ese momento yo
desconocía su valor, y se lo dio al chófer. Este se despidió de
nosotros con una sonrisa y desapareció. Solucionado ese problema
comenzamos con los trámites del registro. Mientras lo hacíamos
apareció un camarero. En el mismo vestíbulo de la recepción estaba
también el bar. Nos traían unas bebidas. El recepcionista nos las
acercó mientras nos decía de qué estaban hechas. No entendimos ni
una palabra. Tenían color rojo. Yo las miraba con aprensión.
Imaginaba que en ese líquido habría millones de microorganismos
desconocidos para mi tubo digestivo capaces de hacerme estar dos días
seguidos sentado en la taza del váter. Pilar cogió uno de los
vasos, dijo “esto es lo que nunca se debe hacer”, y dio un trago.
Yo también bebí de la mía. Me veía a mi mismo vomitando a la par
que diarreando, pero no beber hubiera sido una descortesía. Sabía
muy bien, sobre todo a limón, y estaba fresco. Me lo hubiera tomado
de un trago pero si llevaba agua corriente podía amargarme el viaje.
Di un segundo sorbo y lo dejé sobre el mostrador. Para entonces el
recepcionista ya había terminado los trámites. Cogió una llave y
nos pidió que le siguiéramos. El hotel era pequeño, con tan pocas
habitaciones que no estaban numeradas sino que tenían nombre. La
nuestra se llamaba “Calm”. Después de más de veinticuatro horas
de viaje por fin teníamos un lugar en el que estar en calma. De
todos modos, no era eso lo que habíamos ido a buscar. Aunque
estábamos cansados apenas estuvimos veinte minutos en la habitación.
El tiempo de asearnos y cambiarnos. Ni siquiera deshicimos las
maletas. En la calle estaba el mercado nocturno. Se veía animado.
Debíamos estar allí.
A veces siento la necesidad de escribir. A pesar de mi inconstancia he conseguido terminar dos novelas, una obra de teatro, varios sonetos y algunas cosas más. Si quieres enviarme un comentario sobre algo de lo que hayas leído en mi blog puedes hacerlo a esta dirección de correo electrónico: andres.garralda@gmx.es
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