Cuando
llegamos al lugar del aparcamiento donde habíamos quedado con
Sonrisitas nos llevamos una sorpresa: la camioneta no estaba. Me
parecía increíble. El conductor no podía haber renunciado a cobrar
su dinero. “Si no está, mejor”, le dije a Pilar, aunque estaba
convencido de que aparecería. Estábamos en una esquina del
aparcamiento y en la opuesta había tres hombres que parecían
conductores. Nos gritaron algo que no entendimos. “¿Alguno de
ellos es nuestro chófer?”, le pregunté a Pilar. Yo soy muy mal
fisonomista y ya no recordaba la cara de Sonrisitas. “No”, me
respondió. “Tenía una camiseta azul pero no como esa”, añadió.
Se refería a la prenda que llevaba uno de esos conductores.
Volvieron a gritarnos algo pero seguimos sin entenderlos. Supuse que
se ofrecían a llevarnos. Los ignoramos y empezamos a buscar la
camioneta en la que habíamos ido. No podía estar lejos. Estábamos
recorriendo el aparcamiento cuando Pilar me llamó la atención.
“¡Míralo, ahí está!”, me dijo. Sonrisitas, por desgracia,
había aparecido. Estaba junto a los tres conductores que nos habían
dicho algo. Traía cara de dormido. Habría estado echando la siesta
detrás de los vehículos. “Ha estado bebiendo cerveza”, nos dijo
en inglés uno de los conductores. Era una broma, pero no estábamos
para gracias. Tampoco Sonrisitas estaba muy sonriente. Nos montamos
en la camioneta en silencio.
Durante
el viaje de regreso, Pilar y yo apenas hablamos. Estábamos
preocupados. Yo me había metido en una espiral de paranoia y estaba
dándole vueltas a todos los posibles desenlaces. El que más me
apetecía era abrirle la cabeza a Sonrisitas ahí mismo. Los
titulares de los periódicos no me habrían dejado en muy buen lugar:
“Mata a un taxista por veinte euros”. La noticia seguiría, más
o menos, así: “Oftalmólogo español asesina brutalmente a un
pobre ciudadano laosiano”. Si lo piensas un poco, matar a alguien
por veinte euros no tiene sentido. Sin embargo, en aquel momento me
parecía algo lógico y que contribuiría a mejorar un poquito el
mundo. En cualquier caso, era fantasear para eliminar la ansiedad.
Para haberlo hecho me faltaban veinte centímetros de altura y veinte
kilogramos de músculo y me sobraban veinte años. Además, la vida
en una cárcel laosiana no tiene que ser muy agradable; y seguro que
me metían en una. Si algo tenía claro es que entre los conductores
de Luang Prabang no éramos unos desconocidos y que si querían
localizarnos sabrían dónde hacerlo. Por lo tanto, sea como fuere
que resolviéramos el conflicto había que tener en cuenta que
nosotros no sabíamos nada de Sonrisitas pero que él podría llegar
a saber todo de nosotros. En un país extranjero y sin conocer el
idioma teníamos todas las de perder.
Otra
idea que se me ocurrió era la de regatear. A fin de cuentas, parecía
el deporte nacional laosiano. Si nos pedía 400.000 kips podíamos
intentar dejarlo en 300.000 y si no cedía amenazar con acudir a la
Policía. Me daba rabia pagarle 100.000 kips más de los negociados
pero siempre sería mejor que perder 200.000.
Estábamos
casi en Luang Prabang y no había podido disfrutar del paisaje. La
paranoia había ocupado por completo mi mente. Tenía la impresión
de que nos habíamos cruzado con unos búfalos pero apenas les había
prestado atención. Seguro que los bosques de Laos habían pasado por
delante de mis ojos pero no los había visto. Lo que sí había visto
era una posible salida. “Le voy a dar doscientos mil y veinte mil
de propina como si no hubiera oído nada de lo que ha dicho”, le
dije a Pilar. “En cuanto lo haya hecho nos largamos y no le damos
opción a replicar”, añadí. Pilar no parecía muy convencida pero
asintió. Ella llevaba el dinero del fondo. Me dio cuatro billetes de
cincuenta mil kips y dos de diez mil. Los separé en dos montones y
me guardé uno en cada mano. El vehículo se detuvo. Sonrisitas nos
abrió la puerta. Pilar bajó primero. La seguí. Me coloqué junto
al conductor y con mi mejor sonrisa, aunque no tan exquisita como la
suya, le puse los cuatro billetes de cincuenta mil en la mano.
Mientras los contaba le endosé los dos billetes de diez mil a modo
de propina. Sin esperar respuesta nos pusimos en marcha. Me pareció
oír a Sonrisitas dándonos las gracias, aunque apenas le hice caso.
Aquel tipo y sus marrullerías ya eran historia.
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