miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la tarde (parte 2).

Cuando llegamos al lugar del aparcamiento donde habíamos quedado con Sonrisitas nos llevamos una sorpresa: la camioneta no estaba. Me parecía increíble. El conductor no podía haber renunciado a cobrar su dinero. “Si no está, mejor”, le dije a Pilar, aunque estaba convencido de que aparecería. Estábamos en una esquina del aparcamiento y en la opuesta había tres hombres que parecían conductores. Nos gritaron algo que no entendimos. “¿Alguno de ellos es nuestro chófer?”, le pregunté a Pilar. Yo soy muy mal fisonomista y ya no recordaba la cara de Sonrisitas. “No”, me respondió. “Tenía una camiseta azul pero no como esa”, añadió. Se refería a la prenda que llevaba uno de esos conductores. Volvieron a gritarnos algo pero seguimos sin entenderlos. Supuse que se ofrecían a llevarnos. Los ignoramos y empezamos a buscar la camioneta en la que habíamos ido. No podía estar lejos. Estábamos recorriendo el aparcamiento cuando Pilar me llamó la atención. “¡Míralo, ahí está!”, me dijo. Sonrisitas, por desgracia, había aparecido. Estaba junto a los tres conductores que nos habían dicho algo. Traía cara de dormido. Habría estado echando la siesta detrás de los vehículos. “Ha estado bebiendo cerveza”, nos dijo en inglés uno de los conductores. Era una broma, pero no estábamos para gracias. Tampoco Sonrisitas estaba muy sonriente. Nos montamos en la camioneta en silencio.
   Durante el viaje de regreso, Pilar y yo apenas hablamos. Estábamos preocupados. Yo me había metido en una espiral de paranoia y estaba dándole vueltas a todos los posibles desenlaces. El que más me apetecía era abrirle la cabeza a Sonrisitas ahí mismo. Los titulares de los periódicos no me habrían dejado en muy buen lugar: “Mata a un taxista por veinte euros”. La noticia seguiría, más o menos, así: “Oftalmólogo español asesina brutalmente a un pobre ciudadano laosiano”. Si lo piensas un poco, matar a alguien por veinte euros no tiene sentido. Sin embargo, en aquel momento me parecía algo lógico y que contribuiría a mejorar un poquito el mundo. En cualquier caso, era fantasear para eliminar la ansiedad. Para haberlo hecho me faltaban veinte centímetros de altura y veinte kilogramos de músculo y me sobraban veinte años. Además, la vida en una cárcel laosiana no tiene que ser muy agradable; y seguro que me metían en una. Si algo tenía claro es que entre los conductores de Luang Prabang no éramos unos desconocidos y que si querían localizarnos sabrían dónde hacerlo. Por lo tanto, sea como fuere que resolviéramos el conflicto había que tener en cuenta que nosotros no sabíamos nada de Sonrisitas pero que él podría llegar a saber todo de nosotros. En un país extranjero y sin conocer el idioma teníamos todas las de perder.
   Otra idea que se me ocurrió era la de regatear. A fin de cuentas, parecía el deporte nacional laosiano. Si nos pedía 400.000 kips podíamos intentar dejarlo en 300.000 y si no cedía amenazar con acudir a la Policía. Me daba rabia pagarle 100.000 kips más de los negociados pero siempre sería mejor que perder 200.000.
   Estábamos casi en Luang Prabang y no había podido disfrutar del paisaje. La paranoia había ocupado por completo mi mente. Tenía la impresión de que nos habíamos cruzado con unos búfalos pero apenas les había prestado atención. Seguro que los bosques de Laos habían pasado por delante de mis ojos pero no los había visto. Lo que sí había visto era una posible salida. “Le voy a dar doscientos mil y veinte mil de propina como si no hubiera oído nada de lo que ha dicho”, le dije a Pilar. “En cuanto lo haya hecho nos largamos y no le damos opción a replicar”, añadí. Pilar no parecía muy convencida pero asintió. Ella llevaba el dinero del fondo. Me dio cuatro billetes de cincuenta mil kips y dos de diez mil. Los separé en dos montones y me guardé uno en cada mano. El vehículo se detuvo. Sonrisitas nos abrió la puerta. Pilar bajó primero. La seguí. Me coloqué junto al conductor y con mi mejor sonrisa, aunque no tan exquisita como la suya, le puse los cuatro billetes de cincuenta mil en la mano. Mientras los contaba le endosé los dos billetes de diez mil a modo de propina. Sin esperar respuesta nos pusimos en marcha. Me pareció oír a Sonrisitas dándonos las gracias, aunque apenas le hice caso. Aquel tipo y sus marrullerías ya eran historia.

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