Aunque
Luang Prabang es la tercera ciudad más poblada de Laos tiene menos
de 80.000 habitantes. Es famosa por sus templos budistas, la llaman
la ciudad de los mil templos, y por los edificios coloniales
franceses. Se recorre fácilmente caminando. La impresión que tienes
cuando miras su mapa es que la parte más importante de la ciudad
está en una lengua de tierra entre los ríos Mekong y Nam Khane. La
base de esa lengua se amplía y tiene algunos otros lugares de
interés, pero no tan relevantes. Hay una avenida que recorre toda la
lengua desde la punta hasta la base. En la zona más próxima a esta
última se llama Sisavangvong Road y en la parte cercana a la punta
se llama Sakkaline Road. No obstante, cuando uno camina por ella no
nota la transición. En esa avenida se ubicaba nuestro hotel y es ahí
donde se instala el mercado nocturno. Fue salir de la recepción y ya
estábamos en el lugar más importante de la ciudad. El mercado ocupa
casi toda la avenida. Hay puestos a ambos lados y también en el
centro por lo que a penas queda sitio para transitar. Lo normal es
que tengas que caminar en fila india. La mayoría de los puestos son
mantas tiradas en el suelo sobre las que están las mercancías y los
vendedores. Estos no son individuos solitarios sino que se reúne
toda la familia. Ahí están la abuela, los padres y los nietos. Los
productos que se venden son los típicos de mercadillo: artesanía,
pañuelos de algodón, café, ropa... Desde la avenida principal
salen, perpendicularmente, calles más pequeñas que se dirigen hacia
los extremos de la lengua de tierra. En la zona más próxima a
nuestro hotel esas calles estaban repletas de lugares para cenar.
Apenas quedaba espacio para caminar por ellas. A un lado se situaban
las “cocinas” y los expositores, por llamarlos de algún modo,
con las mercancías y al otro pequeñas mesas con sillas donde podías
sentarte para comer lo que habías comprado. Entre lo que se puede
conseguir me llamó la atención un pez ensartado en un palo y que
hacían a la brasa. Supuse que procedía del río Mekong. Soy más de
carne pero me hice el propósito de probarlo, aunque no esa primera
noche. También había salchichas, con un aspecto similar al del
producto de desecho de la digestión que expulsamos por el ano,
pasta, arroz, fruta, etc.
Mientras
deambulábamos por el mercado nocturno vimos varias agencias de
viajes. Queríamos contratar una excursión que incluyera un
recorrido en barco por el Mekong. Es uno de los ríos más
importantes del mundo y, desde la Guerra del Vietnam, se ha
convertido en mítico por la cantidad de veces que ha salido en
películas. Entramos en la agencia. Según la dependienta había tres
cosas importantes para ver en los alrededores de Luang Prabang: la
cueva Pak Ou, la catarata Tad Kouang Si y montar en elefante. Se
podía hacer todo en un día pero nos pareció demasiado maratoniano.
Decidimos contratar un paquete que incluía un viaje en barco por el
Mekong hasta las cuevas y montar en elefante. Nos quedaríamos sin
ver las cataratas. La excursión sería dos días más tarde.
Cuando
volvimos a la calle me enfrenté a mi primera compra. En Laos hay que
regatear y eso es algo que no me gusta nada. Suelo evitar los países
en los que sé que voy a tener que hacerlo. Reconozco que por culpa
de esto me voy a perder muchos lugares interesantes, pero no pasa
nada. El mundo es muy grande y abarcarlo todo es imposible. Mi primer
objeto de deseo fue un abanico. Lo quería para regalar. La vendedora
era una chica joven muy atractiva. Tenía un rostro dulce y sonreía
de una manera cautivadora. Con mi torpeza para regatear intuía que
iba a salir esquilmado. Le pregunté el precio. Cuando me lo dijo me
quedé sorprendido. Era el equivalente a veinte euros. Para ser un
mercadillo y teniendo en cuenta la calidad del objeto me parecía
exageradamente caro. “¿Le ofrezco una cuarta parte?” le dije a
Pilar. Ella asintió. Estuvimos regateando, pese a que me aburre y me
agota, hasta que llegamos a un acuerdo por diez euros. Había
conseguido rebajarlo a la mitad. Aún así, seguía pareciéndome muy
caro. Vimos otras cosas que me interesaban pero cuando me decían el
precio se me quitaban las ganas de comprar. Ni aunque regateara como
Messi obtendría un buen resultado. Por ejemplo, un imán para el
frigorífico costaba diez euros. Estaba espantado.
Decidimos
dejar las compras y comer algo. Después del viaje estábamos
cansados y algo destemplados por lo que no teníamos el cuerpo para
grandes experimentos gastronómicos. Junto al hotel había un puesto
que vendía pasteles y bollos. Decidimos comprar un par de magdalenas
de chocolate y comérnoslas en nuestra habitación. Lo mejor del
hotel es que teníamos un balcón con vistas a la calle principal. El
mercado nocturno al alcance de nuestros ojos. En el balcón había
una mesa y dos sillas. Ahí nos comimos los bollos. Podría decir que
fue idílico, pero no voy a mentir. Aunque las vistas eran excelentes
y podías disfrutar cómodamente del ambiente callejero sin que nadie
te pisara ni empujara había dos cosas que me agobiaban: los
mosquitos, que no eran muchos pero los presentes parecían estar
enamorados de mí, y el olor a brasas. Ese olor es algo que me
perseguiría por toda la ciudad. En cada esquina había alguien
haciendo comida a la brasa. Justo debajo de nuestra ventana teníamos
una mujer asando plátanos. Supongo que se turnaría con alguna otra
porque el negocio estaba en funcionamiento quince horas al día. Cada
vez que me asomaba al balcón me llegaba el tufo a plátano asado.
Esa
misma noche, después de dormir unas pocas horas y tener la mente
algo más despejada, me desperté dándome cuenta de que había
cometido un error. Había calculado mal el valor de los objetos. No
sé porqué se me había metido en la cabeza que 10000 kips eran 10
euros cuando en realidad son solo uno. Había regateado por un
abanico que costaba dos euros hasta rebajarlo a uno. Casi me sentía
culpable pensando en el rostro agraciado y amable de la chica que me
lo había vendido. Por los imanes para el frigorífico no pedían
diez euros sino uno. Recordando el precio de las cosas que había
visto me di cuenta de que el mercado nocturno era realmente barato.
Decidí que haría todas las compras del viaje ahí mismo.
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