miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 30 de octubre de 2016 por la noche.

Aunque Luang Prabang es la tercera ciudad más poblada de Laos tiene menos de 80.000 habitantes. Es famosa por sus templos budistas, la llaman la ciudad de los mil templos, y por los edificios coloniales franceses. Se recorre fácilmente caminando. La impresión que tienes cuando miras su mapa es que la parte más importante de la ciudad está en una lengua de tierra entre los ríos Mekong y Nam Khane. La base de esa lengua se amplía y tiene algunos otros lugares de interés, pero no tan relevantes. Hay una avenida que recorre toda la lengua desde la punta hasta la base. En la zona más próxima a esta última se llama Sisavangvong Road y en la parte cercana a la punta se llama Sakkaline Road. No obstante, cuando uno camina por ella no nota la transición. En esa avenida se ubicaba nuestro hotel y es ahí donde se instala el mercado nocturno. Fue salir de la recepción y ya estábamos en el lugar más importante de la ciudad. El mercado ocupa casi toda la avenida. Hay puestos a ambos lados y también en el centro por lo que a penas queda sitio para transitar. Lo normal es que tengas que caminar en fila india. La mayoría de los puestos son mantas tiradas en el suelo sobre las que están las mercancías y los vendedores. Estos no son individuos solitarios sino que se reúne toda la familia. Ahí están la abuela, los padres y los nietos. Los productos que se venden son los típicos de mercadillo: artesanía, pañuelos de algodón, café, ropa... Desde la avenida principal salen, perpendicularmente, calles más pequeñas que se dirigen hacia los extremos de la lengua de tierra. En la zona más próxima a nuestro hotel esas calles estaban repletas de lugares para cenar. Apenas quedaba espacio para caminar por ellas. A un lado se situaban las “cocinas” y los expositores, por llamarlos de algún modo, con las mercancías y al otro pequeñas mesas con sillas donde podías sentarte para comer lo que habías comprado. Entre lo que se puede conseguir me llamó la atención un pez ensartado en un palo y que hacían a la brasa. Supuse que procedía del río Mekong. Soy más de carne pero me hice el propósito de probarlo, aunque no esa primera noche. También había salchichas, con un aspecto similar al del producto de desecho de la digestión que expulsamos por el ano, pasta, arroz, fruta, etc.
   Mientras deambulábamos por el mercado nocturno vimos varias agencias de viajes. Queríamos contratar una excursión que incluyera un recorrido en barco por el Mekong. Es uno de los ríos más importantes del mundo y, desde la Guerra del Vietnam, se ha convertido en mítico por la cantidad de veces que ha salido en películas. Entramos en la agencia. Según la dependienta había tres cosas importantes para ver en los alrededores de Luang Prabang: la cueva Pak Ou, la catarata Tad Kouang Si y montar en elefante. Se podía hacer todo en un día pero nos pareció demasiado maratoniano. Decidimos contratar un paquete que incluía un viaje en barco por el Mekong hasta las cuevas y montar en elefante. Nos quedaríamos sin ver las cataratas. La excursión sería dos días más tarde.
   Cuando volvimos a la calle me enfrenté a mi primera compra. En Laos hay que regatear y eso es algo que no me gusta nada. Suelo evitar los países en los que sé que voy a tener que hacerlo. Reconozco que por culpa de esto me voy a perder muchos lugares interesantes, pero no pasa nada. El mundo es muy grande y abarcarlo todo es imposible. Mi primer objeto de deseo fue un abanico. Lo quería para regalar. La vendedora era una chica joven muy atractiva. Tenía un rostro dulce y sonreía de una manera cautivadora. Con mi torpeza para regatear intuía que iba a salir esquilmado. Le pregunté el precio. Cuando me lo dijo me quedé sorprendido. Era el equivalente a veinte euros. Para ser un mercadillo y teniendo en cuenta la calidad del objeto me parecía exageradamente caro. “¿Le ofrezco una cuarta parte?” le dije a Pilar. Ella asintió. Estuvimos regateando, pese a que me aburre y me agota, hasta que llegamos a un acuerdo por diez euros. Había conseguido rebajarlo a la mitad. Aún así, seguía pareciéndome muy caro. Vimos otras cosas que me interesaban pero cuando me decían el precio se me quitaban las ganas de comprar. Ni aunque regateara como Messi obtendría un buen resultado. Por ejemplo, un imán para el frigorífico costaba diez euros. Estaba espantado.
   Decidimos dejar las compras y comer algo. Después del viaje estábamos cansados y algo destemplados por lo que no teníamos el cuerpo para grandes experimentos gastronómicos. Junto al hotel había un puesto que vendía pasteles y bollos. Decidimos comprar un par de magdalenas de chocolate y comérnoslas en nuestra habitación. Lo mejor del hotel es que teníamos un balcón con vistas a la calle principal. El mercado nocturno al alcance de nuestros ojos. En el balcón había una mesa y dos sillas. Ahí nos comimos los bollos. Podría decir que fue idílico, pero no voy a mentir. Aunque las vistas eran excelentes y podías disfrutar cómodamente del ambiente callejero sin que nadie te pisara ni empujara había dos cosas que me agobiaban: los mosquitos, que no eran muchos pero los presentes parecían estar enamorados de mí, y el olor a brasas. Ese olor es algo que me perseguiría por toda la ciudad. En cada esquina había alguien haciendo comida a la brasa. Justo debajo de nuestra ventana teníamos una mujer asando plátanos. Supongo que se turnaría con alguna otra porque el negocio estaba en funcionamiento quince horas al día. Cada vez que me asomaba al balcón me llegaba el tufo a plátano asado.
   Esa misma noche, después de dormir unas pocas horas y tener la mente algo más despejada, me desperté dándome cuenta de que había cometido un error. Había calculado mal el valor de los objetos. No sé porqué se me había metido en la cabeza que 10000 kips eran 10 euros cuando en realidad son solo uno. Había regateado por un abanico que costaba dos euros hasta rebajarlo a uno. Casi me sentía culpable pensando en el rostro agraciado y amable de la chica que me lo había vendido. Por los imanes para el frigorífico no pedían diez euros sino uno. Recordando el precio de las cosas que había visto me di cuenta de que el mercado nocturno era realmente barato. Decidí que haría todas las compras del viaje ahí mismo.

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