miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la mañana (parte 1)

La excursión que habíamos contratado un par de días antes no comenzaba hasta las ocho de la mañana. Teníamos tiempo suficiente para darnos una ducha y desayunar tranquilamente. Me estaba lavando los dientes cuando sonó el teléfono de la habitación. Nuestro guía ya estaba en la recepción. Se había adelantado a la hora; todavía faltaban diez minutos para las ocho. Nos dijo su nombre, Hai, y nos indicó que teníamos que pasar a recoger a otros turistas. Me costaba entenderle. Su inglés estaba plagado de erres que sonaban como eles. Teniendo en cuenta que el nuestro era un inglés con erres que sonaban demasiado a erres la comunicación entre nosotros tres no iba a ser fácil.
   Fuimos a buscar a los otros excursionistas caminando. Su hotel estaba a pocos metros del nuestro. En cinco minutos se nos habían unido un japonés de unos treinta años, que siguiendo el tópico llevaba una supercámara de fotos, y un occidental, posiblemente norteamericano, de unos sesenta años que vestía como un aventurero de veinticinco, pañuelo en la cabeza incluido. Nos montamos los cinco en una camioneta y nos pusimos en marcha. No llevaríamos ni un kilómetro recorrido cuando nos paramos delante de otro hotel. Se incorporaron al grupo cuatro personas más. Uno parecía norteamericano y los otros tres, dos chicos y una chica de unos treinta y tantos años, españoles. No nos hacía demasiada gracia compartir excursión con gente que pudiera entender lo que decíamos. Una de las ventajas de que nadie en un país hable mi idioma es que puedo decir todo tipo de barbaridades sin cortarme nada en absoluto. A Pilar le gusta que diga barbaridades, y cuanto más bestias mejor. Con españoles delante debía ponerme un bozal. Enseguida nos dimos cuenta de que los que parecían españoles eran realmente españoles. No llevábamos ni un minuto en marcha cuando comenzaron a quejarse. Primero fue por los cinturones. Por lo visto la presión que ejercían no era de su agrado. Luego le tocó el turno al aire acondicionado; demasiado bajo. Cuando llegamos a nuestro destino, el embarcadero junto al río Mekong, protestaron porque les parecía que había sido una tontería coger un vehículo para un trayecto tan corto. Lo cierto es que en total no habrían sido ni dos kilómetros lo que nos habíamos desplazado. “¡Qué mal que vengan estos!”, me dijo Pilar. Una vez más, estaba de acuerdo con ella.
Hai nos pidió que esperáramos a la sombra mientras el iba a coger los billetes para el barco. Cuando regresó con ellos nos dijo los números que nos habían correspondido. No embarcábamos todos a la vez sino siguiendo un orden numérico. Los barcos eran muy pequeños y no cabíamos todos en uno. En el embarcadero nos habíamos juntado tres o cuatro grupos y en total seríamos unas treinta personas. Mientras hacíamos tiempo a que llegara nuestro turno, Hai nos explicó el itinerario que haríamos y nos comentó que él estaba de guía solo para nosotros dos. Tal y como había empezado la excursión pensábamos que todos los de la camioneta íbamos juntos, pero no era así. Tenían contratados viajes distintos al nuestro. Fue un alivio. “¡A ver si no coincidimos en el mismo barco que los españoles!”, dijo Pilar. Cruce los dedos.
   Todavía era temprano pero el sol iba ascendiendo y cada vez calentaba más fuerte. Era el momento de usar mi supersombrero. Lo saqué del bolso y me lo puse. Tenía a Hai enfrente. Cuando me vio colocarme eso en la cabeza sus ojos rasgados se volvieron redondos. Estaba atónito. Puse cara de póquer y le pregunté todo serio: “¿Este es un sobrero típico de alguna etnia de Laos?” “¡No!”, me respondió algo espantado pero sonriente. “Eso solo lo usan los extranjeros”. Luego miró el sombrero con detenimiento y señaló el pompón. “Pero esto es propio de los hmong”, añadió. En Laos existen varias etnias y los hmong son una de ellas. Me había gustado la reacción de Hai. Había sido espontánea. Era muy joven, y posiblemente no llevaba mucho tiempo como guía turístico, así que en vez de ser complaciente con el cliente había sido sincero. Supe que nos íbamos a llevar bien.
   Llegó el momento de subir a las naves. Los barcos eran largos y estrechos y estaban unidos unos a otros lado con lado. Entrabas en el tuyo caminando a través de los demás. Se movían ligeramente mientras avanzabas lo que le daba un tono aventurero al inicio de la excursión. Llegamos al nuestro después de atravesar otros tres. Era una barca realmente estrecha en la que habían distribuido dos hileras de asientos, similares a los de los autobuses, a ambos lados dejando un pequeño pasillo central para poder pasar. En total no cabrían más de doce personas. El diseño estaba muy bien porque te permitía estar junto al río. Desde tu asiento bastaba con estirar un poco la mano para tocar el agua. Hubo suerte y no coincidimos con los españoles. En la primera fila iban dos japoneses. Uno era el que había venido en la camioneta y el otro debía de haberse unido a nosotros en el embarcadero. Aunque ambos eran, más o menos, de la misma edad y podrían haber congeniado no se cruzaron una sola palabra en toda la excursión. Tal vez preferían viajar en solitario y evitaban cualquier roce con los demás, aunque siendo japoneses lo mismo no se hablaban por un exceso de respeto. Nosotros ocupábamos la segunda fila. Hai se colocó en la tercera. Después estaban un asiático, posiblemente coreano, una pareja occidental y al final de la embarcación el americano del pañuelo en la cabeza.
   Comenzamos a navegar. Reconozco que sentía cierta emoción. De toda la excursión que íbamos a hacer ese día lo que más me apetecía era recorrer un tramo del Mekong. Había visto ese río tantas veces en las pantallas de los cines que quería conocerlo. Los barcos viajaban próximos unos a otros a una velocidad considerable. Quizá no íbamos tan rápido pero al estar sentado casi al borde del agua tenía esa sensación. Mientras avanzábamos nos cruzamos con algunos barcos grandes, parados en la orilla, en los que se veía ropa tendida. Posiblemente funcionaban a modo de vivienda. El paisaje montañoso y verde de Laos me rodeaba mientras el agua del Mekong, siempre turbia, me salpicada de vez en cuando. Miré a Pilar. Su rostro mostraba que estaba tan entusiasmada como yo. Habíamos cumplido el sueño de navegar por el río más emblemático de Asia.

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