La
excursión que habíamos contratado un par de días antes no
comenzaba hasta las ocho de la mañana. Teníamos tiempo suficiente
para darnos una ducha y desayunar tranquilamente. Me estaba lavando
los dientes cuando sonó el teléfono de la habitación. Nuestro guía
ya estaba en la recepción. Se había adelantado a la hora; todavía
faltaban diez minutos para las ocho. Nos dijo su nombre, Hai, y nos
indicó que teníamos que pasar a recoger a otros turistas. Me
costaba entenderle. Su inglés estaba plagado de erres que sonaban
como eles. Teniendo en cuenta que el nuestro era un inglés con erres
que sonaban demasiado a erres la comunicación entre nosotros tres no
iba a ser fácil.
Fuimos
a buscar a los otros excursionistas caminando. Su hotel estaba a
pocos metros del nuestro. En cinco minutos se nos habían unido un
japonés de unos treinta años, que siguiendo el tópico llevaba una
supercámara de fotos, y un occidental, posiblemente norteamericano,
de unos sesenta años que vestía como un aventurero de veinticinco,
pañuelo en la cabeza incluido. Nos montamos los cinco en una
camioneta y nos pusimos en marcha. No llevaríamos ni un kilómetro
recorrido cuando nos paramos delante de otro hotel. Se incorporaron
al grupo cuatro personas más. Uno parecía norteamericano y los
otros tres, dos chicos y una chica de unos treinta y tantos años,
españoles. No nos hacía demasiada gracia compartir excursión con
gente que pudiera entender lo que decíamos. Una de las ventajas de
que nadie en un país hable mi idioma es que puedo decir todo tipo de
barbaridades sin cortarme nada en absoluto. A Pilar le gusta que diga
barbaridades, y cuanto más bestias mejor. Con españoles delante
debía ponerme un bozal. Enseguida nos dimos cuenta de que los que
parecían españoles eran realmente españoles. No llevábamos ni un
minuto en marcha cuando comenzaron a quejarse. Primero fue por los
cinturones. Por lo visto la presión que ejercían no era de su
agrado. Luego le tocó el turno al aire acondicionado; demasiado
bajo. Cuando llegamos a nuestro destino, el embarcadero junto al río
Mekong, protestaron porque les parecía que había sido una tontería
coger un vehículo para un trayecto tan corto. Lo cierto es que en
total no habrían sido ni dos kilómetros lo que nos habíamos
desplazado. “¡Qué mal que vengan estos!”, me dijo Pilar. Una
vez más, estaba de acuerdo con ella.
Hai
nos pidió que esperáramos a la sombra mientras el iba a coger los
billetes para el barco. Cuando regresó con ellos nos dijo los
números que nos habían correspondido. No embarcábamos todos a la
vez sino siguiendo un orden numérico. Los barcos eran muy pequeños
y no cabíamos todos en uno. En el embarcadero nos habíamos juntado
tres o cuatro grupos y en total seríamos unas treinta personas.
Mientras hacíamos tiempo a que llegara nuestro turno, Hai nos
explicó el itinerario que haríamos y nos comentó que él estaba de
guía solo para nosotros dos. Tal y como había empezado la excursión
pensábamos que todos los de la camioneta íbamos juntos, pero no era
así. Tenían contratados viajes distintos al nuestro. Fue un alivio.
“¡A ver si no coincidimos en el mismo barco que los españoles!”,
dijo Pilar. Cruce los dedos.
Todavía
era temprano pero el sol iba ascendiendo y cada vez calentaba más
fuerte. Era el momento de usar mi supersombrero. Lo saqué del bolso
y me lo puse. Tenía a Hai enfrente. Cuando me vio colocarme eso en
la cabeza sus ojos rasgados se volvieron redondos. Estaba atónito.
Puse cara de póquer y le pregunté todo serio: “¿Este es un
sobrero típico de alguna etnia de Laos?” “¡No!”, me respondió
algo espantado pero sonriente. “Eso solo lo usan los extranjeros”.
Luego miró el sombrero con detenimiento y señaló el pompón. “Pero
esto es propio de los hmong”, añadió. En Laos existen varias
etnias y los hmong son una de ellas. Me había gustado la reacción
de Hai. Había sido espontánea. Era muy joven, y posiblemente no
llevaba mucho tiempo como guía turístico, así que en vez de ser
complaciente con el cliente había sido sincero. Supe que nos íbamos
a llevar bien.
Llegó
el momento de subir a las naves. Los barcos eran largos y estrechos y
estaban unidos unos a otros lado con lado. Entrabas en el tuyo
caminando a través de los demás. Se movían ligeramente mientras
avanzabas lo que le daba un tono aventurero al inicio de la
excursión. Llegamos al nuestro después de atravesar otros tres. Era
una barca realmente estrecha en la que habían distribuido dos
hileras de asientos, similares a los de los autobuses, a ambos lados
dejando un pequeño pasillo central para poder pasar. En total no
cabrían más de doce personas. El diseño estaba muy bien porque te
permitía estar junto al río. Desde tu asiento bastaba con estirar
un poco la mano para tocar el agua. Hubo suerte y no coincidimos con
los españoles. En la primera fila iban dos japoneses. Uno era el que
había venido en la camioneta y el otro debía de haberse unido a
nosotros en el embarcadero. Aunque ambos eran, más o menos, de la
misma edad y podrían haber congeniado no se cruzaron una sola
palabra en toda la excursión. Tal vez preferían viajar en solitario
y evitaban cualquier roce con los demás, aunque siendo japoneses lo
mismo no se hablaban por un exceso de respeto. Nosotros ocupábamos
la segunda fila. Hai se colocó en la tercera. Después estaban un
asiático, posiblemente coreano, una pareja occidental y al final de
la embarcación el americano del pañuelo en la cabeza.
Comenzamos
a navegar. Reconozco que sentía cierta emoción. De toda la
excursión que íbamos a hacer ese día lo que más me apetecía era
recorrer un tramo del Mekong. Había visto ese río tantas veces en
las pantallas de los cines que quería conocerlo. Los barcos viajaban
próximos unos a otros a una velocidad considerable. Quizá no íbamos
tan rápido pero al estar sentado casi al borde del agua tenía esa
sensación. Mientras avanzábamos nos cruzamos con algunos barcos
grandes, parados en la orilla, en los que se veía ropa tendida.
Posiblemente funcionaban a modo de vivienda. El paisaje montañoso y
verde de Laos me rodeaba mientras el agua del Mekong, siempre turbia,
me salpicada de vez en cuando. Miré a Pilar. Su rostro mostraba que
estaba tan entusiasmada como yo. Habíamos cumplido el sueño de
navegar por el río más emblemático de Asia.
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