Habíamos
terminado de comer bastante pronto. Mientras recorríamos los templos
habíamos visto tuk-tuks que ofrecían traslado hasta la catarata Tad
Kouang Si. Los tuk-tuks son taxis que recuerdan a los motocarros. La
parte delantera es la mitad de una moto y la trasera es similar a un
carro con bancos corridos a ambos lados. Los de Laos eran muy
alegres. Estaban pintados con muchos colores vivos. Pilar había
leído en una guía que se tardaba, más o menos, una hora en llegar
a las cataratas. Como todavía no eran ni las tres de la tarde
teníamos tiempo para ir, estar allí una hora y regresar
puntualmente para nuestra cita con el teatro laosiano. Fuimos a
nuestra habitación a lavarnos los dientes y a por dinero y bajamos a
la calle. Justo delante de nuestro hotel había un par de taxis pero
no los cogimos porque antes debíamos pasar por una caseta de cambio
para convertir algunos euros en kips. Acabábamos de hacer esa
operación cuando pasó un tuk-tuk por delante nuestra. No es
necesario hacerles gestos ni gritarles para que se detengan. Basta
con el poder de la mirada. Esto puede parecer exagerado pero es la
realidad. En cuanto miras a un taxi con un mínimo de interés, tanto
en Laos como en Tailandia, el conductor frena el vehículo, se coloca
a tu lado y ofrece sus servicios. Si no les dices que no te siguen
cinco o seis metros antes de continuar a su ritmo. El conductor de
ese tuk-tuk intuyó que lo necesitábamos y se detuvo. Le dijimos que
queríamos ir a las cataratas, que nos esperara allí media hora o
algo más, y que nos trajera de vuelta a Luang Prabang. Estaba
dispuesto. Empezamos el tedioso proceso del regateo. Al final
acordamos un precio de 200.000 kips; unos 23 euros. Nos estábamos
montando en el vehículo cuando se acercó una persona al chófer. Lo
reconocí. Era uno de los taxistas de enfrente del hotel. Esa misma
mañana me había dado cuenta al asomarme al balcón de que nos
observaba. Estaba expectante por si requeríamos sus servicios. Se
puso a hablar con el conductor. No hubo gritos ni malos modos, al
menos aparentemente, pero aquella no fue una conversación amistosa.
Por supuesto no entendimos lo que se dijeron. Tal vez el taxista de
enfrente del hotel le pidió una comisión o tal vez lo amonestó.
Después de lo que había ocurrido en el restaurante, esa escena me
hizo sentirme como un trozo de carnaza en un río lleno de pirañas.
El turista era una presa que todos querían devorar.
El
tuk-tuk se puso en marcha. Estábamos en las afueras de Luang Prabang
cuando el vehículo se hizo a un lado y se detuvo. Detrás nuestra
aparcó una camioneta. Su conductor se bajó y vino hacia nosotros.
El chófer del tuk-tuk nos dijo que era amigo suyo y que debíamos
continuar con él. Eso no nos gustó pero habíamos leído que las
cataratas estaban lejos y el tuk-tuk tal vez no fuera el vehículo
ideal para llegar hasta allí. El nuevo conductor era un
“sonrisitas”. Parecía no hablar inglés y cuando nos dirigíamos
a él contestaba riéndose. La camioneta era nueva y confortable. Nos
dejamos llevar. La carretera no era demasiado buena pero tampoco un
desastre. Por ella casi no circulaban tuk-tuks. Se veían camionetas
como la nuestra y motocicletas. En un par de ocasiones nos cruzamos
con algunos búfalos. El paisaje era verde y montañoso, como siempre
en Luang Prabang.
Tardamos
algo menos de una hora en llegar a la catarata. Cuando nos bajamos,
Sonrisitas no dio a entender que quería que le pagáramos. Le
dijimos que nos esperara ahí una media hora, que era lo que habíamos
pactado con el otro conductor, e ignoramos su petición. Sacó el
móvil y nos lo mostró dándonos a entender que debía volver a casa
o algo así. Ya teníamos al típico taxista marrullero. Quería más
dinero. Ese tipo de cosas me sacan de mis casillas. Pasamos de él.
Si pensaba que nos iba a dar miedo que nos dejara ahí tirados estaba
equivocado. Se veían montones de camionetas en el aparcamiento.
Podíamos negociar el regreso con cualquiera de ellas. Entonces
Sonrisitas, que supuestamente solo hablaba laosiano, jugó otra baza
y nos dijo en un perfecto inglés que ida y vuelta serían 400.000
kips, el doble de lo que habíamos pactado. Hicimos como si no le
hubiéramos oído y lo dejamos ahí, pero ya no estábamos cómodos.
Enfilamos la subida hacia la catarata cabreados. Esto mismo me ha
pasado en montones de ocasiones. Es uno de los motivos por los que
solo utilizo taxis en casos de extrema necesidad. Estoy cansado de
este tipo de estafa.
A
pesar de que Sonrisitas había logrado meterme el veneno de la
incertidumbre en el cuerpo disfruté del rato que estuvimos en la
catarata. Nada más comenzar la ascensión nos encontramos con un
centro de rehabilitación del oso laosiano. Pudimos ver varios
ejemplares tras las verjas. Según decían los carteles habían
conseguido rescatar a más de treinta de manos de los furtivos. El
lugar tenía una tienda y los beneficios de lo que vendían iban
destinados a la recuperación de esos animales. Me pareció una buena
causa y me compré una camiseta con el siguiente texto:
“Freethebears”. Estaba seguro de que iba a ser una prenda
adecuada para ponerme en alguno de los bares a los que voy en Madrid.
Desde
la zona de los osos seguimos ascendiendo hacia la catarata. A la
derecha del camino discurre el río. Tiene zonas con rápidos,
pequeñas cascadas y piscinas naturales. Había visto algunas fotos
en internet y el agua se veía de un color verde intenso. Me di
cuenta de que no eran un fotomontaje. El agua es realmente de ese
color. Algunas personas se estaban bañando. Me daban envidia. Es un
lugar muy atractivo. Nosotros habíamos ido a echar un vistazo pero
muchos turistas aprovechan para pasar el día entero. La zona está
acondicionada para ello: hay vestuarios, mesas para comer, papeleras,
etc. La ascensión continúa hasta que se llega a la catarata
principal. Me sorprendió su altura. Era más espectacular de lo que
me imaginaba. ¡Ojo!, no es Iguazú ni el Niágara, pero merece una
visita. Hay un puente que cruza el río y desde ahí se tiene una
vista frontal de todo el desnivel. El agua caé con bastante fuerza y
crea un aerosol que acaba calándote a nada que te demores haciendo
fotografías. A pesar de que se avecinaba un incidente con
Sonrisitas, la visita había merecido la pena. Mientras descendíamos
noté a Pilar preocupada. “¿Por qué no piden lo que quieren ganar
realmente en vez de andar así?”, dijo. Yo la entendía. Si nos
hubieran dicho desde el principio 400.000 kips tal vez habríamos
aceptado sin problemas. De esta manera, en cambio, se había creado
una situación que ya estaba siendo desagradable y que podía
empeorar. “A ver cómo acaba esto”, añadió Pilar. Yo me hacía
la misma pregunta.
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