miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la tarde (parte 1)

Nada más llegar a la tarima, el mahout le quitó el banco a la elefanta, la montó a horcajadas y se fueron hacia el río. Hai nos comentó que debíamos esperar a la camioneta que nos llevaría de regreso a Luang Prabang. Nos ofreció esperar en donde estábamos o ir al lugar en el que habíamos comido. Pilar quería hacer algunas fotografías del elefante macho, que permanecía donde lo habíamos visto al principio, así que prefirió que nos quedáramos ahí. De hecho, cogió su cámara y desapareció. Yo le dije a Hai, en broma, que si Pilar decía ahí, yo ahí me quedaba. No sé cómo lo interpretó él, pero me dijo: “eres un buen hombre”. Esa afirmación requería por mi parte una réplica demasiado compleja para nuestro nivel de inglés. Me limité a encogerme de hombros y a soltar un ambiguo “bueno, no sé”. Nos habíamos sentado en un banco y estábamos muy cerca el uno del otro. Estuvimos un rato en silencio. No era incómodo. De todos modos, por hablar algo le pregunté por la edad de la elefanta. Como había sido tan rebelde pensaba que sería vieja. Estaba equivocado. Hai me dijo que tenía unos cuarenta años. Todas las elefantas del centro rondaban esa edad. Como esos animales viven más de setenta años, él consideraba que eran jóvenes. “Es más joven que yo”, comenté. Quiso saber mi edad. Se la dije y le pregunté la suya. Tan solo tenía veinticuatro años. “Te cambio” le lancé en broma. “Tú te quedas como yo y yo como tú”, añadí. Aceptó inmediatamente. Era sincero. Me sorprendió. “Así tendría dinero y podría viajar como tú”, me dijo. Me dejó un tanto descolocado. Le miré a los ojos. Pilar había observado que los laosianos tenían el canto externo más elevado que el resto de los asiáticos. Era cierto. Al menos en Hai eso se cumplía. Tenía las escleróticas algo verdosas, como si tuviera ictericia, aunque la causa no era esa sino racial: su piel era oscura. De todos modos, no eran sus ojos lo que me interesaba, sino su mirada. Me resultaba más comprensible que su inglés infestado de eles. En aquel momento me decía demasiadas cosas. A muchas me hubiera gustado darles una réplica, pero no era el momento ni el lugar. “Tienes mucho tiempo por delante para conseguir una vida como la mía o mejor. En cambio, yo jamás podré ser tan joven como tú”, me limité a decir. Seguro que no era lo que Hai esperaba oír. Hasta a mí me sonó demasiado paternalista. Nos volvimos a quedar en silencio. Me pregunté qué clase de vida tendría para estar dispuesto a sacrificar su juventud por cambiarla. Dirigió su mirada hacia el río. Hice lo mismo con la mía. La elefanta lanzaba chorros de agua con su trompa, Pilar hacía fotografías, el Nam Khan seguía su curso.
   Unos pocos minutos después llegó la furgoneta. Llamamos a Pilar. Cuando se unió a nosotros despedimos todos juntos al mahout y a la elefanta, que seguían bañándose en el río. El primero nos respondió con la mano, la segunda nos ignoró, como no podía ser de otra manera. La camioneta se puso en marcha. Hai y el conductor comenzaron a conversar entre ellos. Pilar me enseñó las fotografías que acababa de hacer. En una de ellas se veía a la elefanta lanzando un chorro de agua circular. Era una imagen espectacular digna de ser portada del National Geographic.
   Habíamos acordado darle a Hai una propina de cincuenta mil kips, unos seis euros. Pilar me pasó un billete granate. La camioneta se detuvo. Estábamos frente a la puerta del hotel. Hai se bajó para despedirse. Extendí mi mano con el billete hacia él. Cuando vio la cantidad se quedó sorprendido. Creo que pensó que era demasiado. Hizo un amago de rechazarlo pero luego su ambición, o su necesidad, pudo más. Lo cogió y rápidamente se dirigió hacia el asiento delantero para guardarlo, como si tuviera miedo a que se lo robaran. Mientras él escondía su tesoro nosotros nos pusimos en marcha hacia el hotel. Le lanzamos un adiós mientras caminábamos. Él dejó lo que estaba haciendo, se volvió y nos despidió con una sonrisa de agradecimiento. Miré a Hai por última vez. Había en él una complejidad difícil de descifrar. Me hubiera gustado ser un alquimista del destino para predecir qué sería de su futuro. Como no lo era me limité a seguir dando pasos. Lo que la vida le deparase había dejado de ser asunto nuestro.

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