Embarcamos
junto a la cueva e iniciamos el viaje de regreso a Luang Prabang.
Hacía calor por lo que Pilar sacó su sombrero y lo usó a modo de
abanico. Lo había comprado el mismo día que yo y era un prodigio de
diseño. Estaba formado por varillas de madera unidas por una tela.
Las varillas se deslizaban unas sobre otras de modo que se podía
recoger hasta dejarlo de un tamaño muy pequeño. Cuando desplegabas
la mitad de las varillas podía utilizarse como abanico. Cuando las
abrías todas se formaba un sombrero. La tela era verde con elefantes
dorados. Hai lo miró con auténtico interés. “Esto solo para
farang”, dije yo. Él sonrió y asintió. “Pero es muy útil”,
concedió.
Navegamos
durante más de una hora. Aunque el paisaje era bonito, me estaba
aburriendo. No llevaba móvil ni nada para leer. Echaba en falta algo
que llevarme a la mente. Pilar pasaba el tiempo sacando fotografías
y Hai dormía a pierna suelta. Los japoneses de delante siguieron sin
dirigirse la palabra hasta que llegamos a Luang Prabang.
Desembarcamos y esperamos a que apareciera la camioneta que debía
llevarnos a montar en elefante. Mientras hacíamos tiempo, Hai nos
preguntó qué queríamos comer. La excursión que habíamos
contratado incluía una comida. A pesar de que solo había dos platos
para elegir el asunto no fue sencillo. No lográbamos entender en qué
consistían esos dos platos. Después de un rato comprendimos que uno
de ellos era noodles (fideos
tipo espagueti) y el otro slice
(rebanada).
“¿Rebanada de qué?”, le pregunté a Hai. Puso cara de
perplejidad. “Rebanada es rebanada”, me dijo. En vista de que no
nos íbamos a aclarar y de que a Pilar y a mí nos da lo mismo comer
una cosa que otra le dijimos que un plato de cada tipo y ya estaba.
Así probábamos los dos.
Unos
pocos minutos más tarde llegó la camioneta. Esta vez íbamos solos
nosotros tres. Hai se sentó delante junto al conductor. El lugar al
que nos dirigíamos se llamaba Elephant Village. Teníamos contratado
un paseo en elefante de una hora, pero es un centro que oferta más
actividades. Puedes alojarte varios días y estar en contacto
constante con los elefantes: llevarlos a comer a la jungla, bañarlos
en el río, etc. Tardamos unos treinta minutos en llegar. Me pareció
que habíamos seguido el mismo trayecto que cuando fuimos a la
catarata. Debido a la hora, más tarde de la habitual para comer en
Laos, no había nadie en el centro de elefantes. El comedor, bastante
amplio y con mesas corridas, recordaba al de los campamentos
militares. Pilar y yo nos sentamos en la zona exterior, desde donde
teníamos vistas al río Nam Khan, y Hai fue en busca de nuestros
enigmáticos platos de comida. No tardó ni cinco minutos en tenerlos
listos. Uno era noodles,
fideos,
tal y como habíamos entendido y el otro
rice, es
decir arroz. La pronunciación de las erres como eles de Hai nos
había confundido. Ambos platos estaban cocinados de forma sencilla,
sin picantes ni salsas, lo que agradecí. Mi estómago no estaba
atravesando su mejor momento.
En
menos de quince minutos habíamos comido. Según nos había dicho
Hai, nuestro mahout (cuidador y jinete de elefantes) nos estaba
esperando. No quería que nos demorásemos. Desde el comedor
descendimos una pendiente y llegamos a la zona donde se montaba a los
elefantes. Pensábamos que habría un montón de turistas y de
paquidermos pero allí solo había una elefanta y un mahout. A unos
doscientos metros, en la orilla del río, un elefante macho bebía
agua. “¿Solo hay dos elefantes?”, le pregunté a Hai. Me
contestó que en total había diez, un macho, el del río, y nueve
hembras. Las ocho restantes estarían en alguna actividad.
Hai
nos guió hasta una plataforma en la que nos esperaba el mahout.
Subimos. Desde ahí estábamos a la altura de la cabeza de la
elefanta. El mahout era un muchacho de unos dieciséis años o menos.
Los laosianos son más bajos de estatura que nosotros y aquel joven
no era la excepción. Parecía un niño. A mí lo de montar en
elefanta no me hacía demasiada ilusión. No me fío nada de los
animales que son más fuertes que yo. Estaba algo intranquilo. La
diferencia tan abrumadora de tamaño entre el mahout y la elefanta no
ayudaba a que me sintiera mejor. Desconfiaba de lo que pudiera
ocurrir. Más tarde comprobé que mi instinto no me engañaba.
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