miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 al mediodía (parte 1).

Embarcamos junto a la cueva e iniciamos el viaje de regreso a Luang Prabang. Hacía calor por lo que Pilar sacó su sombrero y lo usó a modo de abanico. Lo había comprado el mismo día que yo y era un prodigio de diseño. Estaba formado por varillas de madera unidas por una tela. Las varillas se deslizaban unas sobre otras de modo que se podía recoger hasta dejarlo de un tamaño muy pequeño. Cuando desplegabas la mitad de las varillas podía utilizarse como abanico. Cuando las abrías todas se formaba un sombrero. La tela era verde con elefantes dorados. Hai lo miró con auténtico interés. “Esto solo para farang”, dije yo. Él sonrió y asintió. “Pero es muy útil”, concedió.
   Navegamos durante más de una hora. Aunque el paisaje era bonito, me estaba aburriendo. No llevaba móvil ni nada para leer. Echaba en falta algo que llevarme a la mente. Pilar pasaba el tiempo sacando fotografías y Hai dormía a pierna suelta. Los japoneses de delante siguieron sin dirigirse la palabra hasta que llegamos a Luang Prabang. Desembarcamos y esperamos a que apareciera la camioneta que debía llevarnos a montar en elefante. Mientras hacíamos tiempo, Hai nos preguntó qué queríamos comer. La excursión que habíamos contratado incluía una comida. A pesar de que solo había dos platos para elegir el asunto no fue sencillo. No lográbamos entender en qué consistían esos dos platos. Después de un rato comprendimos que uno de ellos era noodles (fideos tipo espagueti) y el otro slice (rebanada). “¿Rebanada de qué?”, le pregunté a Hai. Puso cara de perplejidad. “Rebanada es rebanada”, me dijo. En vista de que no nos íbamos a aclarar y de que a Pilar y a mí nos da lo mismo comer una cosa que otra le dijimos que un plato de cada tipo y ya estaba. Así probábamos los dos.
   Unos pocos minutos más tarde llegó la camioneta. Esta vez íbamos solos nosotros tres. Hai se sentó delante junto al conductor. El lugar al que nos dirigíamos se llamaba Elephant Village. Teníamos contratado un paseo en elefante de una hora, pero es un centro que oferta más actividades. Puedes alojarte varios días y estar en contacto constante con los elefantes: llevarlos a comer a la jungla, bañarlos en el río, etc. Tardamos unos treinta minutos en llegar. Me pareció que habíamos seguido el mismo trayecto que cuando fuimos a la catarata. Debido a la hora, más tarde de la habitual para comer en Laos, no había nadie en el centro de elefantes. El comedor, bastante amplio y con mesas corridas, recordaba al de los campamentos militares. Pilar y yo nos sentamos en la zona exterior, desde donde teníamos vistas al río Nam Khan, y Hai fue en busca de nuestros enigmáticos platos de comida. No tardó ni cinco minutos en tenerlos listos. Uno era noodles, fideos, tal y como habíamos entendido y el otro rice, es decir arroz. La pronunciación de las erres como eles de Hai nos había confundido. Ambos platos estaban cocinados de forma sencilla, sin picantes ni salsas, lo que agradecí. Mi estómago no estaba atravesando su mejor momento.
   En menos de quince minutos habíamos comido. Según nos había dicho Hai, nuestro mahout (cuidador y jinete de elefantes) nos estaba esperando. No quería que nos demorásemos. Desde el comedor descendimos una pendiente y llegamos a la zona donde se montaba a los elefantes. Pensábamos que habría un montón de turistas y de paquidermos pero allí solo había una elefanta y un mahout. A unos doscientos metros, en la orilla del río, un elefante macho bebía agua. “¿Solo hay dos elefantes?”, le pregunté a Hai. Me contestó que en total había diez, un macho, el del río, y nueve hembras. Las ocho restantes estarían en alguna actividad.
   Hai nos guió hasta una plataforma en la que nos esperaba el mahout. Subimos. Desde ahí estábamos a la altura de la cabeza de la elefanta. El mahout era un muchacho de unos dieciséis años o menos. Los laosianos son más bajos de estatura que nosotros y aquel joven no era la excepción. Parecía un niño. A mí lo de montar en elefanta no me hacía demasiada ilusión. No me fío nada de los animales que son más fuertes que yo. Estaba algo intranquilo. La diferencia tan abrumadora de tamaño entre el mahout y la elefanta no ayudaba a que me sintiera mejor. Desconfiaba de lo que pudiera ocurrir. Más tarde comprobé que mi instinto no me engañaba.

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