La
magia da navegar por el Mekong fue perdiendo la batalla ante el
sueño. A pesar de que estaba disfrutando mirando el paisaje desde el
barco, el ruido monótono del motor y el balanceo por el agua
hicieron que me durmiera. No fue mucho tiempo, un cuarto de hora más
o menos. Desperté cuando nos acercábamos al Poblado Whisky. Esa era
nuestra primera parada en la excursión. El poblado tiene ese nombre
porque fabrican lo que llaman el whiky laosiano, que en realidad no
está hecho con malta sino con arroz.
Desembarcamos
y tras subir una pequeña cuesta llegamos al poblado. Hai nos dijo
que los habitantes pertenecían a la etnia hmong, al igual que él.
Yo señalé el pompón de mi sombrero y dije: “como esto”. Hai
sonrió y afirmó con la cabeza. Lo primero que nos encontramos allí
fue un puesto de mercadillo con una señora vendiendo licores. Los
tenía de varios tipos. Algunos con una culebra dentro, otros con un
escorpión, etc. Pilar y yo no estábamos interesados en esos
productos, pero Hai sí. Nos hizo esperar ahí hasta que se despejó
de turistas. Luego él se acercó a la señora. Comenzaron a hablar
entre ellos en laosiano, o quizá en hmong-mien, ya que esa etnia
tiene su propio idioma. No entendíamos sus palabras pero sí el
motivo de conversación. Hai quería saber cuánto costaban unas
botellas. Notamos que le decía a la señora que las quería para él.
Nada de precio de turista, precio laosiano. No cerraron ningún
trato, al menos en ese momento.
Avanzamos
por el poblado. Era una versión diurna del mercado nocturno de Luang
Prabang. Para mí carecía de interés. Me había imaginado que los
habitantes vestirían con indumentarias pintorescas o que tendrían
alguna costumbre singular. Nada de eso. Tan solo era una sucesión de
tiendas de mercadillo. Aun así, Pilar interactuó con alguno de los
habitantes. Gracias a la mediación de Hai podíamos comunicarnos con
ellos. Vimos como fabricaban el whisky laosiano, Pilar felicitó a
una señora por lo guapo que era su bebé y nos paramos delante de
una anciana que estaba fabricando un pañuelo de algodón en una
tejedora manual de madera. Pilar le compró uno de sus pañuelos y
después nos dirigimos hacia el barco. Todavía faltaban unos minutos
antes de salir. Aproveché para ir al baño. Ese día mi abdomen
había comenzado a quejarse, aunque todavía no se podía hablar de
crisis gastrointestinal. El estado de la materia que salía por mi
ano era sólido.
Cuando
terminé con mis deberes fisiológicos me reuní con Pilar y Hai.
Estaban frente al puesto de licores. Hai tenía en su mano una bolsa
con dos botellas envueltas en papel de periódico. “Veo que al
final ha comprado”, le dije a Pilar. “Sí. Me ha dicho que para
un amigo”. Me dio la risa. Quizá fuera verdad, pero sonaba a
excusa. Hai empezaba a dibujarse como un individuo singular.
Nuestra
siguiente parada fue las Cuevas de Pak Ou. También se les llama Las
Cuevas de los Mil Budas. Después de ascender ligeramente por la
ladera de un monté llegas a la primera cueva. Tiene escasa
profundidad. Apenas una oquedad en el monte. En ella hay cientos de
pequeñas figuras de buda. Desde allí sale un camino, más empinado
y largo, por el que se llega a la segunda cueva. Esta tiene unos
cincuenta metros de profundidad. En la zona más interna apenas
veíamos. Tuvimos que iluminarnos con los móviles. Al igual que en
la primera, lo que llamaba la atención eran los cientos de pequeñas
figuras de buda. El principal interés del lugar es espiritual.
Personalmente no me llamaron mucho la atención.
Cerca
de la segunda cueva había unos baños que Pilar decidió utilizar.
Nos quedamos solos Hai y yo. Durante todo el viaje, el hmong había
insistido en que le preguntáramos cosas. Quería sentirse útil.
Para entonces yo ya había notado que tenía muy poca experiencia
como guía turístico. Permanecer juntos en silencio me estaba
resultando algo incómodo por lo que improvisé una pregunta. Desde
luego, no era la cuestión más brillante que a uno se le puede
ocurrir. “¿Cuál es la principal fuente de ingresos de Laos?”,
le solté como si realmente me interesara. No me entendió. Mi inglés
no es de Oxford. Traté de que me comprendiera dándole un par de
ejemplos: “Hay países que viven de la industria, otros del
turismo”. Hai puso cara de que se había enterado y me dio su
respuesta, que fue: “A los extranjeros en Laos se les llama
farang”. No sé qué se pensó que le había preguntado,
pero eso fue lo que me dijo. Me dejó un tanto descolocado. De todos
modos, hice como que había dado en el clavo con su contestación. Lo
cierto es que me pareció más interesante ese tema que descubrir la
principal fuente de ingresos de Laos. Yo ya conocía ese término. Lo
había leído en una novela ambientada en Tailandia. Según esa
novela, farang es despectivo pero no ofensivo. Sería el
equivalente a guiri en España. El tailandés y el laosiano son
idiomas emparentados, así que no me sorprendió que la palabra se
utilizara del mismo modo en ambos países. Hai no la pronunciaba con
erre sino con ele: “falang”.
En
cuanto regresó Pilar iniciamos el descenso hacia el barco. De camino
nos cruzamos con una vendedora de un tipo de fruto seco para mí
desconocido. Era una mujer joven y con ella estaba su hijo, que
tendría unos cuatro años. El niño jugueteaba risueño por el
camino. Hai le dijo algo a la vendedora, se acercó al niño y lo
abrazó. Tanto el niño como la madre eran muy atractivos. “Los
laosianos sois muy guapos”, le dije a Hai. Esta vez me entendió a
la primera. Me dio las gracias de inmediato, pero no dejó el tema
ahí. Noté que la maquinaria de su cerebro estaba procesando mi
frase desde otra perspectiva. Me miró fijamente, sonrió y volvió a
darme las gracias.
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