miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 al mediodía.

Después de haber empachado nuestro espíritu con un banquete de templos decidimos que era el momento de hacer lo mismo con nuestro cuerpo, pero en este caso con comida y no con edificios. Mientras recorríamos las calles habíamos visto un restaurante con muy buena pinta. Era parte de un hotel que estaba formado por dos edificios de estilo colonial francés. Cada uno de ellos estaba a un lado de la calle. Uno de los edificios tenía habitaciones y un bar con terraza y el otro habitaciones y el restaurante. Los camareros se movían de un lado a otro cruzando la calle con las bandejas. Era una distribución poco práctica. Echamos un vistazo a la carta. El precio era unas cinco veces superior a la mayoría de los locales de Luang Prabang pero aún así era económico comparado con lo que se paga en Pamplona. El lugar parecía muy agradable. “Vamos a darnos un homenaje”, dijo Pilar. Asentí. Eramos los únicos clientes, supusimos que porque todavía eran las doce del mediodía. Preguntamos si se podía comer a esa hora y nos confirmaron que sí. Nos sentaron en una mesa muy bien situada, en el extremo de la terraza, junto a la avenida principal. La vegetación del restaurante hacía que el lugar estuviera relativamente fresco y que no nos diera el sol directamente. Pedimos las bebidas y nos trajeron las cartas. Les echamos un vistazo. Desconocíamos lo que eran la mayoría de las cosas. Afortunadamente, tenían un par de menús completos que eran fáciles de pedir. Pilar decidió que tomaría el Lao Degustation y yo me incliné por The Explorer. Dejamos las cartas sobre la mesa y esperamos a que vinieran a tomarnos nota. De acuerdo al tipo de indumentaria que llevaban, había dos tipos de camareros. Unos, que tenían más edad, llevaban una prenda tipo levita que combinaba los colores rojo y blanco, aunque con predominio de este último, los otros, más jóvenes, vestían una camisa blanca que a ambos lados de la botonera tenía unas bandas anchas de color rojo y unos pantalones rojos bombachos que les llegaban hasta las espinillas. Este último uniforme era muy llamativo y evocaba reminiscencias de la época colonial. Me gustaba. El propio edificio combinaba esos dos colores. También, delante de la puerta principal, había un coche antiguo de color rojo. El conjunto resultaba muy atractivo y una invitación a comer en ese lugar. Enseguida se nos acercó un camarero. Era de los veteranos; vestía la levita. Nos preguntó qué íbamos a comer. Yo le señalé las cartas. No sé qué interpretó pero antes de que pudiera pedir las cogió y se las llevó. Debía de haber pensado que solo íbamos a beber. Quizá lo temprano de la hora le había hecho pensar eso. Nos quedamos cortados. El camarero había sido tan rápido que para cuando reaccionamos ya no estaba a la vista. Esperamos un rato a ver si aparecía de nuevo pero nada. Pilar vio pasar a otro y lo llamó. Este era muy joven, quizá unos veinte años. Vestía los bombachos. Era un chico algo gordito y muy sonriente. Nos cayó bien desde el principio. Le pedimos las cartas y nos entendió a la primera. También nos entendió a la primera lo que queríamos comer. Hasta ahí todo perfecto. Los menús que elegimos incluían varios platos. Cada vez que nos traía uno el camarero nos daba un montón de explicaciones para que supiéramos qué estábamos comiendo. Era un tipo realmente simpático que nos tenía encantados. Después de un par de platos y de que nos hubiera hecho unas cuantas fotografías nos preguntó de dónde éramos. Respondimos que de España. Dijo “hola” en un español bastante aceptable que acabó por enamorarnos. Le ensañamos a decir gracias en español. Personalmente la comida no me estaba gustando mucho. Había una especia, Pilar piensa que era cilantro, que estaba en casi todos los alimentos y que no me hacía ninguna gracia. Mataba al resto de los sabores. En Laos se debe de utilizar mucho porque me topé con ella en muchas ocasiones. Todo me sabía a lo que quiera que fuera eso. A pesar de ello, estaba disfrutando de la comida gracias a la simpatía del camarero. “Luego nos tenemos que hacer una foto con él”, dijo Pilar. Me pareció bien. Lo hubiéramos hecho de no ser porque después de uno de los platos fue al otro edificio y no regresó. Pensamos que ya habría acabado su turno. Lo sustituyó uno de levita; el mismo que no nos había entendido al principio y se había llevado las cartas por error. Acabamos de comer y pedimos la cuenta. Ya la teníamos sobre la mesa e íbamos a pagar cuando vimos que el camarero joven regresaba. Venía sonriente pero al ver que ya estaba la factura sobre la mesa se le cambió la cara. En ese momento me di cuenta de un par de cosas. Los últimos platos nos los habían servido con premura. Casi sin acabarlos nos los quitaban de la mesa. Lo mismo con la petición del postre. Apenas tuvimos tiempo para pensar qué queríamos tomar. Recordé que el precio del menú incluía un 10% de pago para el servicio. Sospeché que el camarero veterano se había aprovechado de la ausencia del joven para hacerse con esa comisión. En cuanto el joven llegó a la mesa cogió el recipiente en el que estaban la cuenta y el dinero y miró la factura. Nuevamente se le cambió la cara. Mis sospechas se habían confirmado. El veterano se la había jugado. El lugar que ocupaban los camareros quedaba a mi espalda así que no podía ver qué pasaba. Le dije a Pilar que observara y me contara. “Están hablando los dos”, me dijo. No se oían gritos. “¿Se han enzarzado de alguna manera?”, le pregunté. Me respondió que no con un gesto de la cabeza. En Asia es muy poco frecuente ver a la gente discutir. Tienen el concepto que cuando uno grita o se enoja muestra a los demás lo peor de sí mismo. Digamos que “lavan los platos sucios en casa”, no de cara al público. Al cabo de un rato regresó el camarero joven con el cambio. Antes de que se fuera, Pilar metió la propina en el recipiente y luego le apuntó con el dedo en un gesto que decía claramente “esto es para ti”. Lo vi sonreír antes de que desapareciera de mi ángulo visual. “¿Qué ha hecho con la propina?”, pregunté a Pilar. “No se la ha quedado. Se la ha dado al que está en la caja”, me respondió.
   Al final la comida me había dejado un mal sabor de boca, y no por culpa del cilantro. Cuando nos íbamos, el camarero joven nos despidió sonriente y nos dijo “gracias” en español lo mejor que pudo. Fue un detalle agradable y profesional, pero la magia ya se había roto y no hubo fotografía de los tres juntos.

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