Después
de haber empachado nuestro espíritu con un banquete de templos
decidimos que era el momento de hacer lo mismo con nuestro cuerpo,
pero en este caso con comida y no con edificios. Mientras recorríamos
las calles habíamos visto un restaurante con muy buena pinta. Era
parte de un hotel que estaba formado por dos edificios de estilo
colonial francés. Cada uno de ellos estaba a un lado de la calle.
Uno de los edificios tenía habitaciones y un bar con terraza y el
otro habitaciones y el restaurante. Los camareros se movían de un
lado a otro cruzando la calle con las bandejas. Era una distribución
poco práctica. Echamos un vistazo a la carta. El precio era unas
cinco veces superior a la mayoría de los locales de Luang Prabang
pero aún así era económico comparado con lo que se paga en
Pamplona. El lugar parecía muy agradable. “Vamos a darnos un
homenaje”, dijo Pilar. Asentí. Eramos los únicos clientes,
supusimos que porque todavía eran las doce del mediodía.
Preguntamos si se podía comer a esa hora y nos confirmaron que sí.
Nos sentaron en una mesa muy bien situada, en el extremo de la
terraza, junto a la avenida principal. La vegetación del restaurante
hacía que el lugar estuviera relativamente fresco y que no nos diera
el sol directamente. Pedimos las bebidas y nos trajeron las cartas.
Les echamos un vistazo. Desconocíamos lo que eran la mayoría de las
cosas. Afortunadamente, tenían un par de menús completos que eran
fáciles de pedir. Pilar decidió que tomaría el Lao Degustation
y yo me incliné por The Explorer. Dejamos las cartas sobre la
mesa y esperamos a que vinieran a tomarnos nota. De acuerdo al tipo
de indumentaria que llevaban, había dos tipos de camareros. Unos,
que tenían más edad, llevaban una prenda tipo levita que combinaba
los colores rojo y blanco, aunque con predominio de este último, los
otros, más jóvenes, vestían una camisa blanca que a ambos lados de
la botonera tenía unas bandas anchas de color rojo y unos pantalones
rojos bombachos que les llegaban hasta las espinillas. Este último
uniforme era muy llamativo y evocaba reminiscencias de la época
colonial. Me gustaba. El propio edificio combinaba esos dos colores.
También, delante de la puerta principal, había un coche antiguo de
color rojo. El conjunto resultaba muy atractivo y una invitación a
comer en ese lugar. Enseguida se nos acercó un camarero. Era de los
veteranos; vestía la levita. Nos preguntó qué íbamos a comer. Yo
le señalé las cartas. No sé qué interpretó pero antes de que
pudiera pedir las cogió y se las llevó. Debía de haber pensado que
solo íbamos a beber. Quizá lo temprano de la hora le había hecho
pensar eso. Nos quedamos cortados. El camarero había sido tan rápido
que para cuando reaccionamos ya no estaba a la vista. Esperamos un
rato a ver si aparecía de nuevo pero nada. Pilar vio pasar a otro y
lo llamó. Este era muy joven, quizá unos veinte años. Vestía los
bombachos. Era un chico algo gordito y muy sonriente. Nos cayó bien
desde el principio. Le pedimos las cartas y nos entendió a la
primera. También nos entendió a la primera lo que queríamos comer.
Hasta ahí todo perfecto. Los menús que elegimos incluían varios
platos. Cada vez que nos traía uno el camarero nos daba un montón
de explicaciones para que supiéramos qué estábamos comiendo. Era
un tipo realmente simpático que nos tenía encantados. Después de
un par de platos y de que nos hubiera hecho unas cuantas fotografías
nos preguntó de dónde éramos. Respondimos que de España. Dijo
“hola” en un español bastante aceptable que acabó por
enamorarnos. Le ensañamos a decir gracias en español. Personalmente
la comida no me estaba gustando mucho. Había una especia, Pilar
piensa que era cilantro, que estaba en casi todos los alimentos y que
no me hacía ninguna gracia. Mataba al resto de los sabores. En Laos
se debe de utilizar mucho porque me topé con ella en muchas
ocasiones. Todo me sabía a lo que quiera que fuera eso. A pesar de
ello, estaba disfrutando de la comida gracias a la simpatía del
camarero. “Luego nos tenemos que hacer una foto con él”, dijo
Pilar. Me pareció bien. Lo hubiéramos hecho de no ser porque
después de uno de los platos fue al otro edificio y no regresó.
Pensamos que ya habría acabado su turno. Lo sustituyó uno de
levita; el mismo que no nos había entendido al principio y se había
llevado las cartas por error. Acabamos de comer y pedimos la cuenta.
Ya la teníamos sobre la mesa e íbamos a pagar cuando vimos que el
camarero joven regresaba. Venía sonriente pero al ver que ya estaba
la factura sobre la mesa se le cambió la cara. En ese momento me di
cuenta de un par de cosas. Los últimos platos nos los habían
servido con premura. Casi sin acabarlos nos los quitaban de la mesa.
Lo mismo con la petición del postre. Apenas tuvimos tiempo para
pensar qué queríamos tomar. Recordé que el precio del menú
incluía un 10% de pago para el servicio. Sospeché que el camarero
veterano se había aprovechado de la ausencia del joven para hacerse
con esa comisión. En cuanto el joven llegó a la mesa cogió el
recipiente en el que estaban la cuenta y el dinero y miró la
factura. Nuevamente se le cambió la cara. Mis sospechas se habían
confirmado. El veterano se la había jugado. El lugar que ocupaban
los camareros quedaba a mi espalda así que no podía ver qué
pasaba. Le dije a Pilar que observara y me contara. “Están
hablando los dos”, me dijo. No se oían gritos. “¿Se han
enzarzado de alguna manera?”, le pregunté. Me respondió que no
con un gesto de la cabeza. En Asia es muy poco frecuente ver a la
gente discutir. Tienen el concepto que cuando uno grita o se enoja
muestra a los demás lo peor de sí mismo. Digamos que “lavan los
platos sucios en casa”, no de cara al público. Al cabo de un rato
regresó el camarero joven con el cambio. Antes de que se fuera,
Pilar metió la propina en el recipiente y luego le apuntó con el
dedo en un gesto que decía claramente “esto es para ti”. Lo vi
sonreír antes de que desapareciera de mi ángulo visual. “¿Qué
ha hecho con la propina?”, pregunté a Pilar. “No se la ha
quedado. Se la ha dado al que está en la caja”, me respondió.
Al
final la comida me había dejado un mal sabor de boca, y no por culpa
del cilantro. Cuando nos íbamos, el camarero joven nos despidió
sonriente y nos dijo “gracias” en español lo mejor que pudo. Fue
un detalle agradable y profesional, pero la magia ya se había roto y
no hubo fotografía de los tres juntos.
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