Nos
despertamos temprano. Para las seis de la mañana ya estábamos en
marcha. En Luang Prabang la actividad comienza nada más amanecer. El
mercado nocturno cierra a las diez de la noche y para las once ya
está todo recogido. Los bares que están abiertos después de esa
hora son para extranjeros. Me asomé al balcón. Se veían algunos
turistas y muchos monjes. Pilar me contó que todos los días, al
amanecer, los monjes abandonan sus templos y recorren las calles en
busca de donativos de comida. Decidimos que a la mañana siguiente
nos levantaríamos pronto para verlo.
Después
de desayunar nos pusimos en marcha. Nuestro plan para ese día era
visitar templos. No todos porque aunque no tiene mil, como he dicho
antes se conoce a Luang Prabang como la ciudad de los mil templos,
hay más de cincuenta. Nada más salir del hotel y empezar a recorrer
la avenida Sisavangvong nos topamos con algunos, aunque inicialmente
los ignoramos. Nuestra idea era aprovechar la buena temperatura que
hacía a primera hora de la mañana para subir la colina Phousi. Esta
pequeña elevación del terreno se sitúa en pleno corazón de la
ciudad y es famosa por sus vistas y porque en su cima está el templo
That Chomsi. Cuando llegamos a la base de la colina ya había un buen
montón de turistas pero no estaban interesados en That Chomsi sino
en el Palacio Real, que es un conjunto de edificios situados justo
enfrente. Además de turistas había un pequeño mercadillo. Todas
las vendedoras eran mujeres y los productos con los que comerciaban
eran ofrendas para poner en los templos. Había varios tipos.
Nosotros nos hicimos con unas flores anaranjadas. Tenían el mismo
color que las túnicas de los monjes. Dentro de mis múltiples
contradicciones está la de no ser creyente pero hacer ofrendas en
todos los templos que visito, sean de la religión que sean. Tengo
que reconocer que hacerlas no me ha dado mal resultado. Siempre pido
lo mismo y hasta ahora se ha cumplido así que continúo con mis
magias. El kit de culto con el que nos hicimos en Phousi incluía dos
velas pequeñas, tipo tarta de cumpleaños, dos palos de incienso y
dos flores naranjas. Decir dos flores naranjas no es del todo exacto
ya que lo que compras es un objeto complejo que voy a tratar de
describir de arriba abajo. La parte superior tiene varias flores muy
pequeñas agrupadas formando dos esferas. Esas bolas van unidas a un
cono construido con la hoja de una planta. La base de ese cono se
inserta en una estructura que recuerda a una maceta y que está hecha
con el mismo tipo de hoja. La parte superior de la maceta vuelve a
estar adornada con flores naranjas distribuidas en círculo. Toda
esta maravilla del diseño junto con el resto de cosas las pudimos
adquirir por el módico precio de diez mil kips.
Comenzamos
la ascensión a la colina. Íbamos solos. Para llegar al templo hay
que subir más de trescientos escalones. Lo cierto es que no es
complicado ni cansado. La pendiente es suave y el camino está en
medio de la vegetación por lo que no te da el sol directamente. A
medida que nos acercábamos a la cima oíamos cada vez más fuerte
una música. A mí me recordaba a los villancicos navideños cantados
por niños. Reconozco que me gustaba la ambientación que creaba.
Llenaba el lugar de fantasía. Cuando llegamos arriba descubrimos de
dónde procedía esa música. Sentada en unos escalones de la parte
baja del templo había una niña. Estaba comiendo fruta. A su
alrededor tenía montado un pequeño campamento: una radio, botellas
de agua, un recipiente para las limosnas... Parecía ser la cuidadora
de las ofrendas ya que donde se encontraba había alineadas decenas
de flores naranjas como las que habíamos comprado. Decidí hacer el
ritual ahí. Encendí la vela y el palo de incienso, los clavé en la
“maceta” y coloqué todo pegado a las otras ofrendas. Pilar me
imitó. Luego nos centramos en ver el templo. Es bastante sencillo.
Su principal aliciente es la ubicación. Desde la cima de la colina
tienes una vista completa de Luang Prabang. Hicimos algunas fotos e
iniciamos el regreso. Mientras descendíamos la música que sonaba
era contemporánea. Adele, concretamente. Al llegar abajo el número
de vendedoras había aumentado. Además de los artículos que ya
habíamos visto antes se había añadido otro. Eran pájaros vivos.
Estaban encerrados en pequeñas jaulas hechas con las mismas hojas
que se utilizan para hacer las macetas de flores naranjas. El aleteo
de los pájaros era tan intenso y la estructura de la jaula tan
ligera que todo el conjunto se movía. No me gustó. Esa iba a ser
una ofrenda que jamás haría.
Después
del That Chomsi visitamos el Palacio Real. No es un una estructura
única sino un pequeño complejo de edificios. También hay un jardín
y una gran estatua. Dentro de ese conjunto está el teatro de Luang
Prabang. Ese día, por la tarde, había función. Decidimos comprar
entradas. El programa anunciaba varias danzas y algo que no sabíamos
si era una obra de teatro o un ballet. Hasta ese momento solo se
habían vendido dos localidades. Teníamos casi todo el teatro para
nosotros. Cogimos asientos en la primera fila y centrados.
A
lo largo de esa mañana visitamos varios templos. Lo que más me
llamó la atención es que, la mayoría, no son edificios vacíos.
Los monjes viven allí. Cuando entras los ves rezando, lavando la
ropa, comiendo... Me resultaba algo incómodo porque era como colarte
en la casa de una persona a la que no conoces.
Entre
templo y templo el calor iba aumentando y el sol me estaba quemando
la coronilla. Quería comprarme un sombrero pero, a pesar de que en
Luang Prabang había muchos puestos callejeros, no encontraba nada
que me convenciera. Ya estábamos pensando en ir a comer cuando vi
uno que me enamoró. Más ridículo no podía ser. Era de una tela de
muchos colores. Forma cilíndrica. El ala no era lisa sino formada
por un montón de triángulos. Y por si todo esto fuera poco tenía
un pompón en la parte de arriba. Aquello fue amor a primera vista.
La vendedora era una mujer mayor. Había varios sombreros similares;
solo cambiaban un poco los colores. Me probé el que me gustaba y
milagrosamente me estaba bien. La mayoría de los sombreros me quedan
grandes pero ese era de mi talla. Me puse algún otro a petición de
Pilar pero o me estaban grandes o no me gustaban tanto. Quería ese
sombrero y lo quería ya. Empezamos con el regateo. Para mí siempre
un terreno peligroso. No recuerdo las cifras exactas por las que nos
movimos pero creo recordar que andábamos sobre los tres o cuatro
euros. Teniendo en cuenta su diseño tan rompedor se me hacía una
cifra ridícula. Aún así forcé la máquina. Tenía que demostrarme
a mí mismo que no era un inútil regateando. Y pasó lo que uno
piensa que jamás va a ocurrir. Mi última oferta fue rechazada y la
mujer guardó el sombrero. ¡Qué decepción! Me había quedado sin
él quizá por veinte céntimos de euro o menos. Mientras nos
alejábamos de la tienda tuve la impresión de que el sol pegaba más
fuerte y que carbonizaba mi coronilla simplemente por venganza. Pilar
me consoló. “Seguro que encontramos otro igual por ahí”, me
dijo. En eso centramos nuestros siguientes pasos. Había que
encontrar otro similar y regatear mejor. Aprovechábamos nuestras
visitas a templos para mirar en las tiendas. En la mayoría no los
tenían. Por fin encontramos un puesto que los vendía. Ninguno de
los suyos tenía los colores del anterior, aunque no estaban mal. Me
probé algunos. No me servían; eran demasiado grandes. Además,
pedían más dinero que el mejor precio que nos había dado la
anterior vendedora. Los descartamos. Continuamos nuestra
peregrinación de templo en templo y de puesto en puesto con
resultados similares. Siempre el fracaso absoluto. Es en este momento
cuando llegue a una conclusión épica: “no hay sombrero como el
primero”. Pilar ya estaba algo harta de nuestra búsqueda así que
sacó su vena pragmática. “Vamos a la primera tienda y lo
compramos”, me dijo con determinación. A mí eso me parecía una
derrota, casi una humillación. Pero había que ser práctico. Al
ritmo que íbamos los cuatro pelos que me quedan en la cabeza iban a
morir chamuscados. Me tragué mi orgullo regateador y volvimos al
puesto donde lo habíamos visto. En cuanto llegamos ofrecimos el
mejor precio que nos había dado la vendedora. Cerramos el trato de
inmediato. Ya estaba en condiciones de ir a comer con una elegancia
sin parangón.
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