miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la mañana.

Nos despertamos temprano. Para las seis de la mañana ya estábamos en marcha. En Luang Prabang la actividad comienza nada más amanecer. El mercado nocturno cierra a las diez de la noche y para las once ya está todo recogido. Los bares que están abiertos después de esa hora son para extranjeros. Me asomé al balcón. Se veían algunos turistas y muchos monjes. Pilar me contó que todos los días, al amanecer, los monjes abandonan sus templos y recorren las calles en busca de donativos de comida. Decidimos que a la mañana siguiente nos levantaríamos pronto para verlo.
   Después de desayunar nos pusimos en marcha. Nuestro plan para ese día era visitar templos. No todos porque aunque no tiene mil, como he dicho antes se conoce a Luang Prabang como la ciudad de los mil templos, hay más de cincuenta. Nada más salir del hotel y empezar a recorrer la avenida Sisavangvong nos topamos con algunos, aunque inicialmente los ignoramos. Nuestra idea era aprovechar la buena temperatura que hacía a primera hora de la mañana para subir la colina Phousi. Esta pequeña elevación del terreno se sitúa en pleno corazón de la ciudad y es famosa por sus vistas y porque en su cima está el templo That Chomsi. Cuando llegamos a la base de la colina ya había un buen montón de turistas pero no estaban interesados en That Chomsi sino en el Palacio Real, que es un conjunto de edificios situados justo enfrente. Además de turistas había un pequeño mercadillo. Todas las vendedoras eran mujeres y los productos con los que comerciaban eran ofrendas para poner en los templos. Había varios tipos. Nosotros nos hicimos con unas flores anaranjadas. Tenían el mismo color que las túnicas de los monjes. Dentro de mis múltiples contradicciones está la de no ser creyente pero hacer ofrendas en todos los templos que visito, sean de la religión que sean. Tengo que reconocer que hacerlas no me ha dado mal resultado. Siempre pido lo mismo y hasta ahora se ha cumplido así que continúo con mis magias. El kit de culto con el que nos hicimos en Phousi incluía dos velas pequeñas, tipo tarta de cumpleaños, dos palos de incienso y dos flores naranjas. Decir dos flores naranjas no es del todo exacto ya que lo que compras es un objeto complejo que voy a tratar de describir de arriba abajo. La parte superior tiene varias flores muy pequeñas agrupadas formando dos esferas. Esas bolas van unidas a un cono construido con la hoja de una planta. La base de ese cono se inserta en una estructura que recuerda a una maceta y que está hecha con el mismo tipo de hoja. La parte superior de la maceta vuelve a estar adornada con flores naranjas distribuidas en círculo. Toda esta maravilla del diseño junto con el resto de cosas las pudimos adquirir por el módico precio de diez mil kips.
   Comenzamos la ascensión a la colina. Íbamos solos. Para llegar al templo hay que subir más de trescientos escalones. Lo cierto es que no es complicado ni cansado. La pendiente es suave y el camino está en medio de la vegetación por lo que no te da el sol directamente. A medida que nos acercábamos a la cima oíamos cada vez más fuerte una música. A mí me recordaba a los villancicos navideños cantados por niños. Reconozco que me gustaba la ambientación que creaba. Llenaba el lugar de fantasía. Cuando llegamos arriba descubrimos de dónde procedía esa música. Sentada en unos escalones de la parte baja del templo había una niña. Estaba comiendo fruta. A su alrededor tenía montado un pequeño campamento: una radio, botellas de agua, un recipiente para las limosnas... Parecía ser la cuidadora de las ofrendas ya que donde se encontraba había alineadas decenas de flores naranjas como las que habíamos comprado. Decidí hacer el ritual ahí. Encendí la vela y el palo de incienso, los clavé en la “maceta” y coloqué todo pegado a las otras ofrendas. Pilar me imitó. Luego nos centramos en ver el templo. Es bastante sencillo. Su principal aliciente es la ubicación. Desde la cima de la colina tienes una vista completa de Luang Prabang. Hicimos algunas fotos e iniciamos el regreso. Mientras descendíamos la música que sonaba era contemporánea. Adele, concretamente. Al llegar abajo el número de vendedoras había aumentado. Además de los artículos que ya habíamos visto antes se había añadido otro. Eran pájaros vivos. Estaban encerrados en pequeñas jaulas hechas con las mismas hojas que se utilizan para hacer las macetas de flores naranjas. El aleteo de los pájaros era tan intenso y la estructura de la jaula tan ligera que todo el conjunto se movía. No me gustó. Esa iba a ser una ofrenda que jamás haría.
   Después del That Chomsi visitamos el Palacio Real. No es un una estructura única sino un pequeño complejo de edificios. También hay un jardín y una gran estatua. Dentro de ese conjunto está el teatro de Luang Prabang. Ese día, por la tarde, había función. Decidimos comprar entradas. El programa anunciaba varias danzas y algo que no sabíamos si era una obra de teatro o un ballet. Hasta ese momento solo se habían vendido dos localidades. Teníamos casi todo el teatro para nosotros. Cogimos asientos en la primera fila y centrados.
   A lo largo de esa mañana visitamos varios templos. Lo que más me llamó la atención es que, la mayoría, no son edificios vacíos. Los monjes viven allí. Cuando entras los ves rezando, lavando la ropa, comiendo... Me resultaba algo incómodo porque era como colarte en la casa de una persona a la que no conoces.
   Entre templo y templo el calor iba aumentando y el sol me estaba quemando la coronilla. Quería comprarme un sombrero pero, a pesar de que en Luang Prabang había muchos puestos callejeros, no encontraba nada que me convenciera. Ya estábamos pensando en ir a comer cuando vi uno que me enamoró. Más ridículo no podía ser. Era de una tela de muchos colores. Forma cilíndrica. El ala no era lisa sino formada por un montón de triángulos. Y por si todo esto fuera poco tenía un pompón en la parte de arriba. Aquello fue amor a primera vista. La vendedora era una mujer mayor. Había varios sombreros similares; solo cambiaban un poco los colores. Me probé el que me gustaba y milagrosamente me estaba bien. La mayoría de los sombreros me quedan grandes pero ese era de mi talla. Me puse algún otro a petición de Pilar pero o me estaban grandes o no me gustaban tanto. Quería ese sombrero y lo quería ya. Empezamos con el regateo. Para mí siempre un terreno peligroso. No recuerdo las cifras exactas por las que nos movimos pero creo recordar que andábamos sobre los tres o cuatro euros. Teniendo en cuenta su diseño tan rompedor se me hacía una cifra ridícula. Aún así forcé la máquina. Tenía que demostrarme a mí mismo que no era un inútil regateando. Y pasó lo que uno piensa que jamás va a ocurrir. Mi última oferta fue rechazada y la mujer guardó el sombrero. ¡Qué decepción! Me había quedado sin él quizá por veinte céntimos de euro o menos. Mientras nos alejábamos de la tienda tuve la impresión de que el sol pegaba más fuerte y que carbonizaba mi coronilla simplemente por venganza. Pilar me consoló. “Seguro que encontramos otro igual por ahí”, me dijo. En eso centramos nuestros siguientes pasos. Había que encontrar otro similar y regatear mejor. Aprovechábamos nuestras visitas a templos para mirar en las tiendas. En la mayoría no los tenían. Por fin encontramos un puesto que los vendía. Ninguno de los suyos tenía los colores del anterior, aunque no estaban mal. Me probé algunos. No me servían; eran demasiado grandes. Además, pedían más dinero que el mejor precio que nos había dado la anterior vendedora. Los descartamos. Continuamos nuestra peregrinación de templo en templo y de puesto en puesto con resultados similares. Siempre el fracaso absoluto. Es en este momento cuando llegue a una conclusión épica: “no hay sombrero como el primero”. Pilar ya estaba algo harta de nuestra búsqueda así que sacó su vena pragmática. “Vamos a la primera tienda y lo compramos”, me dijo con determinación. A mí eso me parecía una derrota, casi una humillación. Pero había que ser práctico. Al ritmo que íbamos los cuatro pelos que me quedan en la cabeza iban a morir chamuscados. Me tragué mi orgullo regateador y volvimos al puesto donde lo habíamos visto. En cuanto llegamos ofrecimos el mejor precio que nos había dado la vendedora. Cerramos el trato de inmediato. Ya estaba en condiciones de ir a comer con una elegancia sin parangón.

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