miércoles, 9 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 31 de octubre de 2016 por la noche.

Por la mañana la idea de ir al teatro nos había parecido excelente. A las seis y cuarto de la tarde, cuando íbamos camino del Palacio Real, esa idea ya no me parecía tan brillante. Hacía solo un día que habíamos llegado a Luang Prabang después de un viaje de más de veinticuatro horas. La noche anterior solo habíamos dormido tres o cuatro horas y nos habíamos pasado la jornada yendo de un lado a otro sin parar. Para colmo, el incidente con Sonrisitas me había comido la energía. En definitiva, estaba cansado y tenía sueño y en esas condiciones el teatro laosiano tal vez no fuera el mejor lugar al que acudir. Aun así, enfilamos la avenida Sisavangvong con energía. El mercado nocturno ya estaba instalado y ocupaba por completo la avenida. Los puestos estaban tan apelotonados que casi habían tapado por completo la entrada al Palacio Real. De hecho, pasamos por delante sin verla. Nos dimos cuenta cuando ya nos habíamos alejado un buen trecho. Íbamos con el tiempo justo y por culpa de ese despiste casi llegamos tarde. Subimos las escaleras del edificio corriendo. En la puerta del salón nos esperaba un conserje; un hombre mayor elegantemente vestido. Nos llevó hasta nuestros asientos. Eran perfectos. En todo el centro de la primera fila. La función todavía no había comenzado pero la orquesta ya estaba interpretando. Eran media docena de músicos. No podría decir el nombre de ninguno de los instrumentos que tocaban: parecían tradicionales asiáticos. Me sorprendió que el ritmo fuera tan alegre. Había visto en televisión alguna ópera china y la música me había parecido lenta y poco melódica. No sé por qué pensaba, erróneamente, que el teatro laosiano sería algo parecido.
    Todos los espectadores éramos turistas. Estaríamos unos veinte. El teatro era de tamaño medio, con una única planta pero con bastantes filas. Los asientos cómodos y amplios. Había varios aparatos de aire acondicionado distribuidos por toda la extensión de la sala. Funcionaban a potencia máxima. A los cinco minutos de estar ahí me sentía como si me hubiera pillado una ventisca en los Alpes. Apareció un presentador y se colocó entre el escenario y el público. Nos dio las gracias, en francés y en inglés, por haber ido al espectáculo, hizo una breve descripción de lo que nos iban a ofrecer y se despidió. Vi que se colocaba junto a la orquesta. Desde ahí presentó el primer número. La música comenzó a sonar, otra vez un ritmo animado, y apareció un grupo de bailarinas. Eran unas doce. Llevaban unos gorros terminados en punta y trajes de seda de colores brillantes. Se movían al unísono. El baile recordaba a un número de natación sincronizada pero ejecutado lentamente. Movían poco los pies y mucho las manos. En estas últimas recaía la fuerza expresiva de esa danza, que duró unos cinco minutos.
   El presentador nos anunció el segundo número. Esta vez los participantes eran dos hombres. Llevaban unos gorros que, además de la cabeza, les cubrían la cara. El baile simulaba una pelea. Uno de los bailarines llevaba una especie de porra en la mano que hacia girar al mismo tiempo que daba vueltas por el escenario. Se movían ligeramente agachados. Tanto ese número como el anterior me habían gustado pero empezaba a sentir sueño. Habían sido demasiadas horas sin descansar.
  
   Llegó el plato fuerte de la velada. En el cartel anunciador habíamos leído que representaban el secuestro de la reina o de la diosa Sida (no recuerdo si era una cosa u otra). El presentador explicó la historia de esa reina. Aquí es donde debería hacerme el intelectual y decir que viendo aquella representación me emocioné tanto que se me saltaron las lágrimas. Pero no fue así. Lo que ocurrió realmente es que me entró un sueño criminal. No podía mantenerme despierto. No quiero que se me malinterprete, el espectáculo merece la pena y lo aconsejo. El problema era yo. Estaba agotado. Mi cuerpo no podía más. Además de sueño tenía frío. Pensé que acabaría como un explorador del Polo Norte muerto por congelación al quedarse dormido. En cualquier caso, lo que más me preocupaba no era mi salud sino la falta de respeto que supondría para los bailarines dormirme delante de sus narices. Porque el problema principal era que estábamos en primera fila y en el centro. Si hubiera estado en una de las últimas me habría echado una buena siesta sin ningún pudor, pero tan cerca de los actores no debía hacerlo. Me verían y pensarían que su actuación era un muermo. Mientras yo me peleaba con mis párpados para mantenerlos separados, los bailarines seguían a lo suyo. La que interpretaba a la reina Sida tenía la cara descubierta y hacía gestos muy expresivos. Recordaba a las películas de cine mudo. Los hombres habían salido con la cara tapada, igual que en el baile anterior. Intentaba seguir la trama pero me resultaba imposible. El esfuerzo para no dormirme acaparaba todas mis energías. Apareció un bailarín con una máscara de ciervo. El malo se lo cargó. También se cargó a otro que por lo visto había ido a ayudar a la reina. Las peleas se representaban con los hombres dando vueltas por el escenario. Sida las observaba poniendo cara de espanto. Mi cara también debía de ser un espanto: el reflejo del combate entre el sueño más rabioso y la voluntad por respetar el trabajo de los actores. No recuerdo como acabó la historia de Sida. No di ninguna cabezada, de eso estoy seguro, pero veía las cosas como en una presentación de diapositivas de Power Point en vez de como en una película en tiempo real. Mi cerebro no podía captarlo todo.
   A la representación del secuestro de Sida le siguió un baile muy animado en el que, sin duda, participaban niños y jóvenes. Iban disfrazados de mono. Después hubo una actuación de un grupo grande de hombres, como siempre con máscaras que les tapaban la cara, y por último otra actuación femenina muy similar a la que había iniciado el espectáculo. En total habían sido unos ochenta minutos. Los había resistido despierto y sin morir de frío. Los bailarines salieron al escenario a saludar. Lo hacían por grupos en el orden en el que habían sido sus actuaciones. Al final había sobre el escenario casi cincuenta personas. Todo un despliegue. Después de recibir muchos aplausos posaron juntos. Lo hacían para que el público pudiera hacerse fotografías con ellos. Pilar me hizo una. Todavía no la he visto. Seguro que salgo con cara de dormido.

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