Por
la mañana la idea de ir al teatro nos había parecido excelente. A
las seis y cuarto de la tarde, cuando íbamos camino del Palacio
Real, esa idea ya no me parecía tan brillante. Hacía solo un día
que habíamos llegado a Luang Prabang después de un viaje de más de
veinticuatro horas. La noche anterior solo habíamos dormido tres o
cuatro horas y nos habíamos pasado la jornada yendo de un lado a
otro sin parar. Para colmo, el incidente con Sonrisitas me había
comido la energía. En definitiva, estaba cansado y tenía sueño y
en esas condiciones el teatro laosiano tal vez no fuera el mejor
lugar al que acudir. Aun así, enfilamos la avenida Sisavangvong con
energía. El mercado nocturno ya estaba instalado y ocupaba por
completo la avenida. Los puestos estaban tan apelotonados que casi
habían tapado por completo la entrada al Palacio Real. De hecho,
pasamos por delante sin verla. Nos dimos cuenta cuando ya nos
habíamos alejado un buen trecho. Íbamos con el tiempo justo y por
culpa de ese despiste casi llegamos tarde. Subimos las escaleras del
edificio corriendo. En la puerta del salón nos esperaba un conserje;
un hombre mayor elegantemente vestido. Nos llevó hasta nuestros
asientos. Eran perfectos. En todo el centro de la primera fila. La
función todavía no había comenzado pero la orquesta ya estaba
interpretando. Eran media docena de músicos. No podría decir el
nombre de ninguno de los instrumentos que tocaban: parecían
tradicionales asiáticos. Me sorprendió que el ritmo fuera tan
alegre. Había visto en televisión alguna ópera china y la música
me había parecido lenta y poco melódica. No sé por qué pensaba,
erróneamente, que el teatro laosiano sería algo parecido.
Todos
los espectadores éramos turistas. Estaríamos unos veinte. El teatro
era de tamaño medio, con una única planta pero con bastantes filas.
Los asientos cómodos y amplios. Había varios aparatos de aire
acondicionado distribuidos por toda la extensión de la sala.
Funcionaban a potencia máxima. A los cinco minutos de estar ahí me
sentía como si me hubiera pillado una ventisca en los Alpes.
Apareció un presentador y se colocó entre el escenario y el
público. Nos dio las gracias, en francés y en inglés, por haber
ido al espectáculo, hizo una breve descripción de lo que nos iban a
ofrecer y se despidió. Vi que se colocaba junto a la orquesta. Desde
ahí presentó el primer número. La música comenzó a sonar, otra
vez un ritmo animado, y apareció un grupo de bailarinas. Eran unas
doce. Llevaban unos gorros terminados en punta y trajes de seda de
colores brillantes. Se movían al unísono. El baile recordaba a un
número de natación sincronizada pero ejecutado lentamente. Movían
poco los pies y mucho las manos. En estas últimas recaía la fuerza
expresiva de esa danza, que duró unos cinco minutos.
El
presentador nos anunció el segundo número. Esta vez los
participantes eran dos hombres. Llevaban unos gorros que, además de
la cabeza, les cubrían la cara. El baile simulaba una pelea. Uno de
los bailarines llevaba una especie de porra en la mano que hacia
girar al mismo tiempo que daba vueltas por el escenario. Se movían
ligeramente agachados. Tanto ese número como el anterior me habían
gustado pero empezaba a sentir sueño. Habían sido demasiadas horas
sin descansar.
Llegó
el plato fuerte de la velada. En el cartel anunciador habíamos leído
que representaban el secuestro de la reina o de la diosa Sida (no
recuerdo si era una cosa u otra). El presentador explicó la historia
de esa reina. Aquí es donde debería hacerme el intelectual y decir
que viendo aquella representación me emocioné tanto que se me
saltaron las lágrimas. Pero no fue así. Lo que ocurrió realmente
es que me entró un sueño criminal. No podía mantenerme despierto.
No quiero que se me malinterprete, el espectáculo merece la pena y
lo aconsejo. El problema era yo. Estaba agotado. Mi cuerpo no podía
más. Además de sueño tenía frío. Pensé que acabaría como un
explorador del Polo Norte muerto por congelación al quedarse
dormido. En cualquier caso, lo que más me preocupaba no era mi salud
sino la falta de respeto que supondría para los bailarines dormirme
delante de sus narices. Porque el problema principal era que
estábamos en primera fila y en el centro. Si hubiera estado en una
de las últimas me habría echado una buena siesta sin ningún pudor,
pero tan cerca de los actores no debía hacerlo. Me verían y
pensarían que su actuación era un muermo. Mientras yo me peleaba
con mis párpados para mantenerlos separados, los bailarines seguían
a lo suyo. La que interpretaba a la reina Sida tenía la cara
descubierta y hacía gestos muy expresivos. Recordaba a las películas
de cine mudo. Los hombres habían salido con la cara tapada, igual
que en el baile anterior. Intentaba seguir la trama pero me resultaba
imposible. El esfuerzo para no dormirme acaparaba todas mis energías.
Apareció un bailarín con una máscara de ciervo. El malo se lo
cargó. También se cargó a otro que por lo visto había ido a
ayudar a la reina. Las peleas se representaban con los hombres dando
vueltas por el escenario. Sida las observaba poniendo cara de
espanto. Mi cara también debía de ser un espanto: el reflejo del
combate entre el sueño más rabioso y la voluntad por respetar el
trabajo de los actores. No recuerdo como acabó la historia de Sida.
No di ninguna cabezada, de eso estoy seguro, pero veía las cosas
como en una presentación de diapositivas de Power Point en vez de
como en una película en tiempo real. Mi cerebro no podía captarlo
todo.
A
la representación del secuestro de Sida le siguió un baile muy
animado en el que, sin duda, participaban niños y jóvenes. Iban
disfrazados de mono. Después hubo una actuación de un grupo grande
de hombres, como siempre con máscaras que les tapaban la cara, y por
último otra actuación femenina muy similar a la que había iniciado
el espectáculo. En total habían sido unos ochenta minutos. Los
había resistido despierto y sin morir de frío. Los bailarines
salieron al escenario a saludar. Lo hacían por grupos en el orden en
el que habían sido sus actuaciones. Al final había sobre el
escenario casi cincuenta personas. Todo un despliegue. Después de
recibir muchos aplausos posaron juntos. Lo hacían para que el
público pudiera hacerse fotografías con ellos. Pilar me hizo una.
Todavía no la he visto. Seguro que salgo con cara de dormido.
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