Amo a la criatura de mi soneto de
abril. No es el soneto lo que me seduce, sino su protagonista. El
Autómata es para mí lo que Pinocho a Geppetto o Coppélia a
Coppélius; una creación que cobra vida propia y se rige por sus
propios sentimientos. Un androide al que adoro y por el que sufro.
Sufro por él porque vive atormentado y confuso. Navega entre
contradicciones, se plantea si tiene un alma cuando en realidad ya la
tiene, al menos desde un punto de vista descartiano, y se pregunta
sobre el sentido de su existencia. En definitiva, un filósofo de
titanio, vidrio y plástico.
Aunque me he atribuido la autoría de
este autómata, lo cierto es que él se gestó motu proprio. Yo había
escrito un borrador del que estaba bastante satisfecho. Se lo mandé
a mi amigo Antonio Hernández para que le echara un vistazo. Como es
habitual en él, enseguida le encontró fallos y pegas. Mientras
conversábamos por mensajes de móvil, el soneto se iba reescribiendo.
Acontecía una metamorfosis. El autómata inicial estaba envuelto en
una vaina de palabras que él iba rompiendo con violencia, como lo
hacen las criaturas extraterrestres en las películas de ciencia
ficción. Los versos cambiaban de orden y de no haber ninguna
conjunción o pasó a haber casi una por verso. Una nueva
criatura había nacido. Su destino nadie lo conoce. Menos que nadie, él mismo.
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