Soy
una persona a la que le gusta la novedad. Cuando me engancho a una
canción puedo escucharla diez veces en un mismo día. Sin embargo,
es bastante probable que un mes después no quiera oírla más y que
si la ponen en una emisora de radio cambie de canal. Tengo un amigo
que lleva toda su vida comiendo la misma marca de chocolate. Para mí
eso es inconcebible. Por mucho que me guste una marca al final acabo
cansándome de ella y probando otra. Me ocurre con todo: con la pasta
de dientes, con el gel de baño, con lo autores de novelas… A
medida que me hago mayor, ese hambre de novedad se hace más intenso
e insaciable. Por supuesto, Tailandia no fue una excepción. La magia
de los primeros días estaba desapareciendo. Pronto nada de ese lugar
me sorprendería y el cuerpo me pediría cambiar de aires.
La
mañana del día 8 fuimos al barrio chino. Si hubiera sido el primer
lugar de Tailandia que veía habría llenado varios folios
describiéndolo. Eran muchas las impresiones que un sitio así podía
provocar. Sin embargo, mis sentidos estaban embotados. Cuando estás
en una habitación en la que una máquina hace un ruido fuerte pero
constante acabas por no escucharlo. Solo vuelves a ser consciente de
que ha existido cuando desaparece. Algo así me ocurrió con ese
barrio y su mercado. Había infinidad de puestos, y de lo más
variado, pero casi ninguno me impresionaba. Los había en los que se
vendía oro. Lo hacían a lo grande. Mirabas una de esas tiendas y te
sentías como Pizarro ante el tesoro de Atahualpa. A unos pocos
metros del Dorado a la tailandesa te encontrabas puestos de comida en
los que se exponían alimentos que parecían no comestibles. Yo no me
atreví a probar ninguno. También abundaban los vendedores de
lotería. Por supuesto, estaban también los tenderetes clásicos con
relojes, pañuelos, bolsos, etc.
El
barrio chino tenía una calle principal ancha, Charoen Krung, y
muchas callejuelas estrechas. Los puestos de venta se disponían por
todas partes. En las calles estrechas apenas quedaba sitio para
pasar. Eso no impedía que circularan motos por ellas. Es lo que más
me asombró de aquel lugar. Íbamos casi en fila de a uno entre los
puestos y tenías que apartarte para que pasaran las motocicletas.
Ese
día, a pesar de ser un laborable por la mañana, o quizá por ello,
había mucha gente. Algunos éramos farang, pero abundaban más los
tailandeses. El barrio chino no era un lugar de exposición. Ahí la
gente iba a comprar y a comer. También a rezar. Visitamos un par de
templos. No eran espectaculares pero tenían el interés de que no
eran exactamente como los tailandeses. Se notaba el estilo “made in
China”.
Después
de un par de horas por Chinatown empezamos a agobiarnos. Demasiado
barullo. Necesitábamos algo de paz. Decidimos ir al parque Lumpini,
uno de los pulmones de Bangkok. Sabíamos el número del autobús que
debíamos tomar, pero no la dirección. Había un cincuenta por
ciento de posibilidades de acertar a la primera. Cuando vimos pasar
uno nos montamos. Al principio no sabíamos si lo habíamos cogido en
la dirección correcta o no. Tardamos unos quince minutos en
ubicarnos. Cuando lo hicimos nos dimos cuenta de que habíamos errado
el tiro. Estábamos alejándonos de nuestro destino. Nos bajamos en
cuanto pudimos. Aun así, ya nos habíamos salido de la zona
turística de Bangkok. Estábamos en una avenida muy ancha de las
afueras. No recuerdo el nombre. Cruzamos al otro lado y nos pusimos a
esperar el mismo autobús pero de sentido opuesto.
La
avenida en la que estábamos tenía mucho tráfico. Pasaban por ella
varias líneas de autobús, pero parecía que la nuestra era la menos
frecuente. No teníamos prisa pero el lugar no era muy acogedor. El
ruido de los motores lo llenaba todo. Para poder comunicarnos
teníamos que hablar casi a gritos. La polución, omnipresente en
toda la ciudad, parecía tener ahí su trono. Los vehículos llegaban
en oleadas. Teníamos la sensación de que debía de haber un
semáforo próximo que hacía que el trafico discurriera de modo
intermitente. Durante unos segundos no se veían apenas coches pero
de pronto era como si se hubiera producido una estampida de animales
metálicos. Las motocicletas aparecían en primer lugar. Posiblemente
ocupaban las primeras posiciones en el semáforo y en cuanto se ponía
en verde salían a toda velocidad. Se acercaban por la avenida como
insectos. El nombre que Piaggio puso al vehículo que diseñó para
él Corradino D’Ascanio, vespa (avispa), no podía ser más
adecuado. Tras las avispas llegaban los coches y algo más retrasados
los autobuses. Teníamos el cuello doblado de tanto mirar hacia ellos
en espera del nuestro. Apareció cuando llevábamos más de media ahí
plantados.
El
trayecto hasta el parque nos llevó muchísimo tiempo. Creo que
fueron más de noventa minutos. No teníamos prisa. La parte más
positiva fue que nos dejó en la misma puerta. Lumpini es más famoso
por sus gentes que por su vegetación. Ahí se dan cita deportistas,
paseantes, grupos de adolescentes, etc. haciendo todo tipo de
actividades. Es un parque agradable, con un lago grande y cientos de
metros de caminos que puedes recorrer entre árboles y praderas. Al
ser por la mañana estaba un tanto vacío. Había algunos jóvenes
corriendo pero lo que abundaba era la gente mayor. Jubilatas a la
tailandesa, supusimos. En Bangkok, debido a la polución que lo
cubre, es poco frecuente poder ver el sol. Ese día tuvimos la suerte
de que se hizo una grieta en la escama de hollín y pudimos disfrutar
de él. Tras tantos días de actividad y gentío agradecimos esas
horas de calma.
Después
de comer en un restaurante tailandés nos separamos. Pilar se fue a
la piscina del hotel y yo a la misma biblioteca del día anterior.
Volvimos a juntarnos en la habitación a eso de las ocho de la tarde.
Decidimos ir a cenar a una pizzeria. En unas veinticuatro horas
debíamos partir hacia España. Nos esperaban dos vuelos de más de
siete horas cada uno. Hacerlos con el estómago en malas condiciones
podía resultar un infierno. Había llegado el momento de ser
prudentes en las comidas. Quizá ya lo estábamos siendo en todo. No
buscábamos nuevas experiencias. Estábamos haciendo un turismo de lo
más convencional. Aun así, a ultima hora del día la liamos.
Busqué
en Google dónde estaba la pizzeria más cercana. Había una en un
centro comercial próximo al hotel. Nos encaminamos hacia allí.
Entre pitos y flautas para cuando llegamos eran más de las nueve de
la noche. Pedimos algo de picar y un par de pizzas. Estaba todo
buenísimo. Además, el sitio era agradable y estábamos muy a gusto
conversando. El tiempo pasaba sin que nos diéramos cuenta. Una
empleada vino a recordarnos que el mundo no se había detenido para
nosotros. Debíamos abonar la cuenta porque iban a cerrar. Echamos un
vistazo. No quedaba nadie en el local, solo los empleados. Pagamos y
salimos del restaurante. Eran algo más de las diez de la noche y el
centro comercial cerraba a las diez. Apenas se veía gente, solo
trabajadores de las tiendas que abandonaban sus puestos de trabajo
como si se estuvieran incendiando. Nos dirigimos hacia las escaleras
mecánicas. Ya no funcionaban y las habían vallado. Estábamos en la
cuarta planta. La única alternativa para bajar eran los ascensores.
Nos dirigimos hacia ellos.
Nunca
había visto un centro comercial tan vacío. Era asombroso lo rápido
que había desaparecido todo el mundo. Llegamos a los ascensores. Un
par de empleados los esperaban. Nos montamos todos juntos.
En
el centro de Bangkok se puede caminar a dos niveles, el del suelo y
el de las vías del Skytrain. Nosotros habíamos entrado al centro
comercial por este último. Por eso, dentro del ascensor no pulsamos
al botón de la planta baja sino al del primer piso. Cuando llegamos
nos apeamos. Fuimos los únicos. Los trabajadores habían pulsado el
botón del sótano. En esa primera planta no había nadie. La imagen
del centro comercial era postapocalíptica. Ni siquiera se veían
vigilantes jurados. Empezó a entrarnos algo de nerviosismo. Nos daba
miedo que pensaran que habíamos ido a robar.
Volvimos
al ascensor. Cuando se abrió la puerta vimos que ya había dos
chicos jóvenes dentro. Nos sonrieron. De natural soy un tanto
antisocial pero en ese momento agradecí ver un par de caras
agradables. Los muchachos iban al sótano. Los imitamos. El subsuelo
resultó ser un aparcamiento. Seguimos a los jóvenes pensando que
irían a la puerta de salida, pero nos equivocamos. Fueron hacia unas
motos, se montaron y salieron de ahí a toda velocidad. Nos acercamos
hacia el lugar por el que habían abandonado el edificio. Era para
vehículos. La puerta para los peatones debía de estar en otro
sitio. El aparcamiento tenía todavía algunas motos y coches pero se
vaciaba rápido.
Dimos
una vuelta por el aparcamiento pero no conseguimos encontrar la
puerta de salida. A lo lejos vimos un vigilante jurado. Nos lanzamos
a por él como si fuera Antinoo y nosotros Adriano. Lo abordamos con
tanto entusiasmo que lo sobresaltamos. Hablaba mal inglés pero
creímos entenderle que la salida estaba donde los ascensores.
Volvimos hacia ellos. Para cuando llegamos el aparcamiento casi se
había vaciado. Era asombroso lo rápido que seguía desapareciendo
todo el mundo. Parecía la escena de suspense de una película de
ciencia ficción.
En
los ascensores no se veía ni un alma. Había unos carteles pero no
decían dónde estaba la salida para los peatones. Volvimos a
asomarnos al aparcamiento. Ya ni siquiera se veía al vigilante
jurado. Habían apagado algunas luces y el lugar empezaba a parecer
siniestro. Faltaba poco para que entráramos en pánico. Oímos que
un ascensor se ponía en marcha. Fuimos hacia él. Esperamos a que
llegara. Se bajaron cuatro personas. Tres fueron hacia el
aparcamiento. Una mujer se encaminó hacia un pasillo estrecho que
había en el otro sentido. La seguimos. Abrió una puerta. Comunicaba
con otro pasillo. Seguimos detrás de ella como si fuera nuestro
mesías. Abrió otra puerta. Daba a la calle. Habíamos encontrado la
salida.
Estábamos
en la trasera del centro comercial. Ahí si había mucha gente. Los
trabajadores esperaban que fueran a recogerles. Llegaban motos y
coches y se iban llevando a sus conocidos. También había unos
cuantos tuk-tuks. En cuanto nos vieron aparecer, un par se acercaron
hacia nosotros. Dos farangs serían una fuente de ingresos mucho más
interesante que dos empleados tailandeses. Los rechazamos. Estábamos
cerca del hotel. Teníamos menos de quince minutos caminando. Además,
después del agobio que habíamos pasado necesitábamos estirar las
piernas y quemar la adrenalina. El único inconveniente era que había
comenzado a llover, aunque no lo hacía con mucha intensidad. Me
había acostumbrado a ver Bangkok bajo la lluvia. Desde que habíamos
llegado esa había sido la climatología más habitual. Era nuestra
última noche en la capital. Lo mínimo que podíamos hacer era
disfrutarla un poco más en su verdadera esencia o, por lo menos, en
la esencia que nosotros conocíamos.
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