domingo, 6 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 8 de noviembre de 2016.

Soy una persona a la que le gusta la novedad. Cuando me engancho a una canción puedo escucharla diez veces en un mismo día. Sin embargo, es bastante probable que un mes después no quiera oírla más y que si la ponen en una emisora de radio cambie de canal. Tengo un amigo que lleva toda su vida comiendo la misma marca de chocolate. Para mí eso es inconcebible. Por mucho que me guste una marca al final acabo cansándome de ella y probando otra. Me ocurre con todo: con la pasta de dientes, con el gel de baño, con lo autores de novelas… A medida que me hago mayor, ese hambre de novedad se hace más intenso e insaciable. Por supuesto, Tailandia no fue una excepción. La magia de los primeros días estaba desapareciendo. Pronto nada de ese lugar me sorprendería y el cuerpo me pediría cambiar de aires.
   La mañana del día 8 fuimos al barrio chino. Si hubiera sido el primer lugar de Tailandia que veía habría llenado varios folios describiéndolo. Eran muchas las impresiones que un sitio así podía provocar. Sin embargo, mis sentidos estaban embotados. Cuando estás en una habitación en la que una máquina hace un ruido fuerte pero constante acabas por no escucharlo. Solo vuelves a ser consciente de que ha existido cuando desaparece. Algo así me ocurrió con ese barrio y su mercado. Había infinidad de puestos, y de lo más variado, pero casi ninguno me impresionaba. Los había en los que se vendía oro. Lo hacían a lo grande. Mirabas una de esas tiendas y te sentías como Pizarro ante el tesoro de Atahualpa. A unos pocos metros del Dorado a la tailandesa te encontrabas puestos de comida en los que se exponían alimentos que parecían no comestibles. Yo no me atreví a probar ninguno. También abundaban los vendedores de lotería. Por supuesto, estaban también los tenderetes clásicos con relojes, pañuelos, bolsos, etc.
   El barrio chino tenía una calle principal ancha, Charoen Krung, y muchas callejuelas estrechas. Los puestos de venta se disponían por todas partes. En las calles estrechas apenas quedaba sitio para pasar. Eso no impedía que circularan motos por ellas. Es lo que más me asombró de aquel lugar. Íbamos casi en fila de a uno entre los puestos y tenías que apartarte para que pasaran las motocicletas.
   Ese día, a pesar de ser un laborable por la mañana, o quizá por ello, había mucha gente. Algunos éramos farang, pero abundaban más los tailandeses. El barrio chino no era un lugar de exposición. Ahí la gente iba a comprar y a comer. También a rezar. Visitamos un par de templos. No eran espectaculares pero tenían el interés de que no eran exactamente como los tailandeses. Se notaba el estilo “made in China”.
   Después de un par de horas por Chinatown empezamos a agobiarnos. Demasiado barullo. Necesitábamos algo de paz. Decidimos ir al parque Lumpini, uno de los pulmones de Bangkok. Sabíamos el número del autobús que debíamos tomar, pero no la dirección. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de acertar a la primera. Cuando vimos pasar uno nos montamos. Al principio no sabíamos si lo habíamos cogido en la dirección correcta o no. Tardamos unos quince minutos en ubicarnos. Cuando lo hicimos nos dimos cuenta de que habíamos errado el tiro. Estábamos alejándonos de nuestro destino. Nos bajamos en cuanto pudimos. Aun así, ya nos habíamos salido de la zona turística de Bangkok. Estábamos en una avenida muy ancha de las afueras. No recuerdo el nombre. Cruzamos al otro lado y nos pusimos a esperar el mismo autobús pero de sentido opuesto.
   La avenida en la que estábamos tenía mucho tráfico. Pasaban por ella varias líneas de autobús, pero parecía que la nuestra era la menos frecuente. No teníamos prisa pero el lugar no era muy acogedor. El ruido de los motores lo llenaba todo. Para poder comunicarnos teníamos que hablar casi a gritos. La polución, omnipresente en toda la ciudad, parecía tener ahí su trono. Los vehículos llegaban en oleadas. Teníamos la sensación de que debía de haber un semáforo próximo que hacía que el trafico discurriera de modo intermitente. Durante unos segundos no se veían apenas coches pero de pronto era como si se hubiera producido una estampida de animales metálicos. Las motocicletas aparecían en primer lugar. Posiblemente ocupaban las primeras posiciones en el semáforo y en cuanto se ponía en verde salían a toda velocidad. Se acercaban por la avenida como insectos. El nombre que Piaggio puso al vehículo que diseñó para él Corradino D’Ascanio, vespa (avispa), no podía ser más adecuado. Tras las avispas llegaban los coches y algo más retrasados los autobuses. Teníamos el cuello doblado de tanto mirar hacia ellos en espera del nuestro. Apareció cuando llevábamos más de media ahí plantados.
   El trayecto hasta el parque nos llevó muchísimo tiempo. Creo que fueron más de noventa minutos. No teníamos prisa. La parte más positiva fue que nos dejó en la misma puerta. Lumpini es más famoso por sus gentes que por su vegetación. Ahí se dan cita deportistas, paseantes, grupos de adolescentes, etc. haciendo todo tipo de actividades. Es un parque agradable, con un lago grande y cientos de metros de caminos que puedes recorrer entre árboles y praderas. Al ser por la mañana estaba un tanto vacío. Había algunos jóvenes corriendo pero lo que abundaba era la gente mayor. Jubilatas a la tailandesa, supusimos. En Bangkok, debido a la polución que lo cubre, es poco frecuente poder ver el sol. Ese día tuvimos la suerte de que se hizo una grieta en la escama de hollín y pudimos disfrutar de él. Tras tantos días de actividad y gentío agradecimos esas horas de calma.
   Después de comer en un restaurante tailandés nos separamos. Pilar se fue a la piscina del hotel y yo a la misma biblioteca del día anterior. Volvimos a juntarnos en la habitación a eso de las ocho de la tarde. Decidimos ir a cenar a una pizzeria. En unas veinticuatro horas debíamos partir hacia España. Nos esperaban dos vuelos de más de siete horas cada uno. Hacerlos con el estómago en malas condiciones podía resultar un infierno. Había llegado el momento de ser prudentes en las comidas. Quizá ya lo estábamos siendo en todo. No buscábamos nuevas experiencias. Estábamos haciendo un turismo de lo más convencional. Aun así, a ultima hora del día la liamos.
   Busqué en Google dónde estaba la pizzeria más cercana. Había una en un centro comercial próximo al hotel. Nos encaminamos hacia allí. Entre pitos y flautas para cuando llegamos eran más de las nueve de la noche. Pedimos algo de picar y un par de pizzas. Estaba todo buenísimo. Además, el sitio era agradable y estábamos muy a gusto conversando. El tiempo pasaba sin que nos diéramos cuenta. Una empleada vino a recordarnos que el mundo no se había detenido para nosotros. Debíamos abonar la cuenta porque iban a cerrar. Echamos un vistazo. No quedaba nadie en el local, solo los empleados. Pagamos y salimos del restaurante. Eran algo más de las diez de la noche y el centro comercial cerraba a las diez. Apenas se veía gente, solo trabajadores de las tiendas que abandonaban sus puestos de trabajo como si se estuvieran incendiando. Nos dirigimos hacia las escaleras mecánicas. Ya no funcionaban y las habían vallado. Estábamos en la cuarta planta. La única alternativa para bajar eran los ascensores. Nos dirigimos hacia ellos.
   Nunca había visto un centro comercial tan vacío. Era asombroso lo rápido que había desaparecido todo el mundo. Llegamos a los ascensores. Un par de empleados los esperaban. Nos montamos todos juntos.
   En el centro de Bangkok se puede caminar a dos niveles, el del suelo y el de las vías del Skytrain. Nosotros habíamos entrado al centro comercial por este último. Por eso, dentro del ascensor no pulsamos al botón de la planta baja sino al del primer piso. Cuando llegamos nos apeamos. Fuimos los únicos. Los trabajadores habían pulsado el botón del sótano. En esa primera planta no había nadie. La imagen del centro comercial era postapocalíptica. Ni siquiera se veían vigilantes jurados. Empezó a entrarnos algo de nerviosismo. Nos daba miedo que pensaran que habíamos ido a robar.
   Volvimos al ascensor. Cuando se abrió la puerta vimos que ya había dos chicos jóvenes dentro. Nos sonrieron. De natural soy un tanto antisocial pero en ese momento agradecí ver un par de caras agradables. Los muchachos iban al sótano. Los imitamos. El subsuelo resultó ser un aparcamiento. Seguimos a los jóvenes pensando que irían a la puerta de salida, pero nos equivocamos. Fueron hacia unas motos, se montaron y salieron de ahí a toda velocidad. Nos acercamos hacia el lugar por el que habían abandonado el edificio. Era para vehículos. La puerta para los peatones debía de estar en otro sitio. El aparcamiento tenía todavía algunas motos y coches pero se vaciaba rápido.
   Dimos una vuelta por el aparcamiento pero no conseguimos encontrar la puerta de salida. A lo lejos vimos un vigilante jurado. Nos lanzamos a por él como si fuera Antinoo y nosotros Adriano. Lo abordamos con tanto entusiasmo que lo sobresaltamos. Hablaba mal inglés pero creímos entenderle que la salida estaba donde los ascensores. Volvimos hacia ellos. Para cuando llegamos el aparcamiento casi se había vaciado. Era asombroso lo rápido que seguía desapareciendo todo el mundo. Parecía la escena de suspense de una película de ciencia ficción.
   En los ascensores no se veía ni un alma. Había unos carteles pero no decían dónde estaba la salida para los peatones. Volvimos a asomarnos al aparcamiento. Ya ni siquiera se veía al vigilante jurado. Habían apagado algunas luces y el lugar empezaba a parecer siniestro. Faltaba poco para que entráramos en pánico. Oímos que un ascensor se ponía en marcha. Fuimos hacia él. Esperamos a que llegara. Se bajaron cuatro personas. Tres fueron hacia el aparcamiento. Una mujer se encaminó hacia un pasillo estrecho que había en el otro sentido. La seguimos. Abrió una puerta. Comunicaba con otro pasillo. Seguimos detrás de ella como si fuera nuestro mesías. Abrió otra puerta. Daba a la calle. Habíamos encontrado la salida.
   Estábamos en la trasera del centro comercial. Ahí si había mucha gente. Los trabajadores esperaban que fueran a recogerles. Llegaban motos y coches y se iban llevando a sus conocidos. También había unos cuantos tuk-tuks. En cuanto nos vieron aparecer, un par se acercaron hacia nosotros. Dos farangs serían una fuente de ingresos mucho más interesante que dos empleados tailandeses. Los rechazamos. Estábamos cerca del hotel. Teníamos menos de quince minutos caminando. Además, después del agobio que habíamos pasado necesitábamos estirar las piernas y quemar la adrenalina. El único inconveniente era que había comenzado a llover, aunque no lo hacía con mucha intensidad. Me había acostumbrado a ver Bangkok bajo la lluvia. Desde que habíamos llegado esa había sido la climatología más habitual. Era nuestra última noche en la capital. Lo mínimo que podíamos hacer era disfrutarla un poco más en su verdadera esencia o, por lo menos, en la esencia que nosotros conocíamos.

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