El
avión que debíamos coger para regresar a España no salía hasta la
noche así que nos tomamos todo el día con mucha calma. Nos
levantamos tarde. Podíamos usar la habitación hasta las 12 de la
mañana por lo que ingerimos el desayuno con parsimonia. Hicimos las
maletas y las dejamos en la recepción del hotel. Ese día, como
todos los que habíamos pasado en Bangkok, anunciaban lluvia. Para no
acabar con la ropa con la que debíamos viajar empapada decidimos no
andar por la calle. Nos meteríamos en un centro comercial y
pasaríamos el día allí.
Fuimos
al mismo centro comercial en el que casi nos habíamos quedado
encerrados la noche anterior. Como era un día laborable no había
demasiada gente. Subimos hasta la planta en la que estaban los cines.
Echamos un vistazo a la cartelera. Había una película de acción
protagonizada por Tom Cruise, una japonesa, otra de miedo, una de
superhéroes y una francesa que parecía una comedura de cabeza
semimetafísica. Esta última la descartamos de inmediato. Pilar ya
había visto la de superhéroes. La de miedo tenía un horario que no
nos iba bien. Descartamos la de Tom Cruise porque estábamos seguros
de que la podríamos ver en España si nos entraba el interés. Así
las cosas, nos quedaba la japonesa. La emitían en versión original
subtitulada en inglés y en tailandés. No quedaba claro en qué
sesión era en inglés. A pesar de ello, cogimos entradas para esa
tarde.
Todavía
faltaban unas horas para que empezara la película. Decidimos pasar
las primeras jugando a los bolos. La bolera estaba en la misma planta
que el cine. Lo de la globalización es tremendo. Da igual que estés
en Asia, en América o en Europa. En todos los sitios los centros
comerciales son iguales.
Había
que alquilar unos zapatos para poder jugar. Para ponerse los zapatos
había que tener calcetines, así que compramos unos. Con el kit
completo fuimos hacia las pistas. Estaban todas libres. Éramos los
únicos clientes. Mejor, porque yo había jugado dos veces en la vida
a los bolos y Pilar era tan experta en ese campo como yo, es decir,
que no tenía ni idea. Sin público ante el que avergonzase nos iba a
resultar mucho más fácil soltarnos la melena. Empezamos la primera
partida. Abrí el juego como un verdadero campeón. En el primer
lanzamiento conseguí un strike. Ni yo mismo me lo creía. Seguimos
jugando y logré unos cuantos más. Haber visto tanta película
americana en la que sale gente jugando a bolos debía de haberme
enseñado algo. Estaba pletórico. Me fui tan arriba que decidí
coger una bola muy pesada. Retrocedí en la pista, adopté una
postura digna del mejor Gran Lebowski, cogí carrerilla, lancé la
bola y me jodí el hombro.
El
día de la llegada a Bangkok me había hecho daño en el hombro
cargando con la maleta. Había tenído dolor todos los días, aunque
no muy intenso. La mañana de la bolera ya me encontraba bien. Eso
hasta que lancé la bola pesada. No me rompí nada, al menos nada
demasiado duro. Quizá alguna fibra muscular. No me sentía muy mal,
pero esa noche había que arrastrar de nuevo la maleta hasta el
aeropuerto y eso iba a ser duro.
Después
de la bolera nos fuimos a comer algo. La cena de la noche anterior
nos había gustado tanto que decidimos volver al mismo restaurante.
No nos decepcionó. Nos dimos un homenaje con todas las de la ley.
Con la tripa bien llena nos dirigimos hacia la sala de cine. Nuestra
película comenzaba en unos minutos.
La
película que íbamos a ver se titulaba Death Note. Inicialmente,
Death Note fue un
manga. En Japón tuvo mucho éxito. Tanto que dio lugar a un anime y
a varias películas. La última de esas películas era la que íbamos
a ver. De todo esto yo no tenía ni idea hasta el momento en el que
entramos al cine y me puse a mirar algo de información en internet.
Estábamos
sentados en las butacas y todavía no sabíamos si los subtítulos
iban a ser en inglés o en tailandés. De todos modos, eso me
preocupaba poco. Más me asustaba el aire acondicionado. Allí dentro
íbamos a pasar frío de verdad.
Había
poco público. La mayoría de los espectadores eran adolescentes
tailandeses. Algunos llevaban el uniforme escolar. No sabíamos si
habrían hecho novillos o si ya habían acabado las clases del día.
Pilar y yo éramos los más viejos con diferencia. Habíamos
reventado la media de edad.
Apagaron
las luces. Primero echaron unos cuantos trailers. Todos eran de
películas de Hollywood excepto uno que era de una película
tailandesa. Volvieron a encender las luces. En la pantalla apareció
un vídeo con imágenes de Bhumibol. Sonó el himno de Tailandia. La
gente se puso en pie. Nosotros también. Entre unas cosas y otras
llevábamos allí unos veinte minutos, tiempo suficiente para saber
que íbamos a morir congelados. Me puse el jersey. Me acordé de que
en la bolera había comprado unos calcetines. Me los coloqué. ¡Qué
maravilla! Los bolos me habían fastidiado el hombro pero me iban a
salvar de una neumonía.
Comenzó
la película. Era en japonés pero tenía subtítulos en tailandés y
en inglés. Era la primera vez en mi vida que veía un film
subtitulado en dos idiomas. Los tailandeses son gente inteligente. No
solo piensan en sí mismos sino también en los turistas. Cada vez me
gustaba más ese país.
Podría
escribir decenas de folios sobre Death Note. Me
voy a reprimir porque no quiero destriparla. En su favor diré que
tiene una gran banda sonora, algunos planos de Tokio espectaculares y
que salen unos personajes virtuales muy bien logrados y con una
estética realmente interesante. En sí, la base de la película es
sencilla. Hay unos libros, los Death Note, en los que si escribes el
nombre de una persona muere. Son, por lo tanto, libros muy peligrosos
y poderosos que todo el mundo desea tener. A partir de un argumento
tan simple el guionista consigue crear la trama más rocambolesca que
he visto en mi vida. Nada es lo que parece y continuamente hay giros
impredecibles. Es la cosa más enrevesada que uno pueda imaginarse.
Los personajes, de nombres imposibles para nosotros los occidentales,
cambian de comportamiento constantemente para sorprender al
espectador. Por ejemplo, los dos protagonistas masculinos, Ryuzaky y
Mishima, no saben si dispararse o comerse la boca, aunque yo los veo
más inclinados a esto último. Los libros aparecen y desaparecen y
cambian de manos. Cuando llevábamos una hora de película no tenía
ninguna duda de que el guionista vivía en Fukushima y había comido
mucho pescado radiactivo. Esa era la única explicación que se me
ocurría para entender la concepción un guión así. Tenía que
prestar toda mi atención para no perderme. Los giros en la trama se
sucedían. Miré a Pilar. Tenía una cara de perplejidad
indescriptible. Solo le faltaba tener un signo de interrogación
dibujado sobre la cabeza. Estábamos en esas cuando la película, que
ya había rizado el rizo en más de diez ocasiones, tomó un nuevo
giro absolutamente surrealista. Me quedé con la boca abierta. Pilar,
que yo no sabía si estaba estática por congelación o por asombro,
reaccionó y dijo, totalmente sería, “esto se les ha ido de las
manos”. Me dio un ataque de risa. Quizá no era el momento más
oportuno para lanzar unas carcajadas, ya que Ryuzaky y Mishima se
enfrentaban a sus enemigos, a sus problemas de identidad sexual y a
las dificultades de su amor imposible en un momento de especial
dramatismo.
Cuando
terminó la película vi caras de satisfacción entre los
adolescentes. Por lo visto les había gustado. Es posible que entre
cierto tipo de público se convierta en un film de culto. A nosotros
no nos había entusiasmado pero tampoco nos había aburrido. Había
sido todo un ejercicio mental. Si hacer trabajar al cerebro evitase
realmente el alzhéimer, algo que yo no creo, nosotros ya habríamos
quedado protegidos de esa enfermedad de por vida.
Después
de la película todavía disponíamos de unas horas. Yo las aproveché
yendo a la biblioteca y Pilar haciendo las últimas compras. A las
ocho de la tarde pasamos por el hotel a recoger las maletas. Fuimos
al aeropuerto en trasporte público. El tema de los autobuses era
algo arriesgado por los atascos. Tomamos el Skytrain hasta Phaya Thai
y de ahí el tren. Pensábamos que a esas horas este último iría
vacío, pero nada de eso. Cientos de trabajadores del centro de la
ciudad regresaban a sus casas en la periferia. Tuvimos que hacer el
trayecto de pie. Tampoco fue mucho, una media hora. Completamos los
trámites en el aeropuerto sin problemas. Un rato después nuestro
avión despegaba. Eché un último vistazo a Bangkok desde la
ventanilla. Fue muy breve. Detesto las despedidas largas. Tailandia
había merecido la pena, pero ya era historia.
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