domingo, 6 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 9 de noviembre de 2016. Final.

El avión que debíamos coger para regresar a España no salía hasta la noche así que nos tomamos todo el día con mucha calma. Nos levantamos tarde. Podíamos usar la habitación hasta las 12 de la mañana por lo que ingerimos el desayuno con parsimonia. Hicimos las maletas y las dejamos en la recepción del hotel. Ese día, como todos los que habíamos pasado en Bangkok, anunciaban lluvia. Para no acabar con la ropa con la que debíamos viajar empapada decidimos no andar por la calle. Nos meteríamos en un centro comercial y pasaríamos el día allí.
   Fuimos al mismo centro comercial en el que casi nos habíamos quedado encerrados la noche anterior. Como era un día laborable no había demasiada gente. Subimos hasta la planta en la que estaban los cines. Echamos un vistazo a la cartelera. Había una película de acción protagonizada por Tom Cruise, una japonesa, otra de miedo, una de superhéroes y una francesa que parecía una comedura de cabeza semimetafísica. Esta última la descartamos de inmediato. Pilar ya había visto la de superhéroes. La de miedo tenía un horario que no nos iba bien. Descartamos la de Tom Cruise porque estábamos seguros de que la podríamos ver en España si nos entraba el interés. Así las cosas, nos quedaba la japonesa. La emitían en versión original subtitulada en inglés y en tailandés. No quedaba claro en qué sesión era en inglés. A pesar de ello, cogimos entradas para esa tarde.
   Todavía faltaban unas horas para que empezara la película. Decidimos pasar las primeras jugando a los bolos. La bolera estaba en la misma planta que el cine. Lo de la globalización es tremendo. Da igual que estés en Asia, en América o en Europa. En todos los sitios los centros comerciales son iguales.
   Había que alquilar unos zapatos para poder jugar. Para ponerse los zapatos había que tener calcetines, así que compramos unos. Con el kit completo fuimos hacia las pistas. Estaban todas libres. Éramos los únicos clientes. Mejor, porque yo había jugado dos veces en la vida a los bolos y Pilar era tan experta en ese campo como yo, es decir, que no tenía ni idea. Sin público ante el que avergonzase nos iba a resultar mucho más fácil soltarnos la melena. Empezamos la primera partida. Abrí el juego como un verdadero campeón. En el primer lanzamiento conseguí un strike. Ni yo mismo me lo creía. Seguimos jugando y logré unos cuantos más. Haber visto tanta película americana en la que sale gente jugando a bolos debía de haberme enseñado algo. Estaba pletórico. Me fui tan arriba que decidí coger una bola muy pesada. Retrocedí en la pista, adopté una postura digna del mejor Gran Lebowski, cogí carrerilla, lancé la bola y me jodí el hombro.
   El día de la llegada a Bangkok me había hecho daño en el hombro cargando con la maleta. Había tenído dolor todos los días, aunque no muy intenso. La mañana de la bolera ya me encontraba bien. Eso hasta que lancé la bola pesada. No me rompí nada, al menos nada demasiado duro. Quizá alguna fibra muscular. No me sentía muy mal, pero esa noche había que arrastrar de nuevo la maleta hasta el aeropuerto y eso iba a ser duro.
   Después de la bolera nos fuimos a comer algo. La cena de la noche anterior nos había gustado tanto que decidimos volver al mismo restaurante. No nos decepcionó. Nos dimos un homenaje con todas las de la ley. Con la tripa bien llena nos dirigimos hacia la sala de cine. Nuestra película comenzaba en unos minutos.
   La película que íbamos a ver se titulaba Death Note. Inicialmente, Death Note fue un manga. En Japón tuvo mucho éxito. Tanto que dio lugar a un anime y a varias películas. La última de esas películas era la que íbamos a ver. De todo esto yo no tenía ni idea hasta el momento en el que entramos al cine y me puse a mirar algo de información en internet.
   Estábamos sentados en las butacas y todavía no sabíamos si los subtítulos iban a ser en inglés o en tailandés. De todos modos, eso me preocupaba poco. Más me asustaba el aire acondicionado. Allí dentro íbamos a pasar frío de verdad.
   Había poco público. La mayoría de los espectadores eran adolescentes tailandeses. Algunos llevaban el uniforme escolar. No sabíamos si habrían hecho novillos o si ya habían acabado las clases del día. Pilar y yo éramos los más viejos con diferencia. Habíamos reventado la media de edad.
   Apagaron las luces. Primero echaron unos cuantos trailers. Todos eran de películas de Hollywood excepto uno que era de una película tailandesa. Volvieron a encender las luces. En la pantalla apareció un vídeo con imágenes de Bhumibol. Sonó el himno de Tailandia. La gente se puso en pie. Nosotros también. Entre unas cosas y otras llevábamos allí unos veinte minutos, tiempo suficiente para saber que íbamos a morir congelados. Me puse el jersey. Me acordé de que en la bolera había comprado unos calcetines. Me los coloqué. ¡Qué maravilla! Los bolos me habían fastidiado el hombro pero me iban a salvar de una neumonía.
   Comenzó la película. Era en japonés pero tenía subtítulos en tailandés y en inglés. Era la primera vez en mi vida que veía un film subtitulado en dos idiomas. Los tailandeses son gente inteligente. No solo piensan en sí mismos sino también en los turistas. Cada vez me gustaba más ese país.
   Podría escribir decenas de folios sobre Death Note. Me voy a reprimir porque no quiero destriparla. En su favor diré que tiene una gran banda sonora, algunos planos de Tokio espectaculares y que salen unos personajes virtuales muy bien logrados y con una estética realmente interesante. En sí, la base de la película es sencilla. Hay unos libros, los Death Note, en los que si escribes el nombre de una persona muere. Son, por lo tanto, libros muy peligrosos y poderosos que todo el mundo desea tener. A partir de un argumento tan simple el guionista consigue crear la trama más rocambolesca que he visto en mi vida. Nada es lo que parece y continuamente hay giros impredecibles. Es la cosa más enrevesada que uno pueda imaginarse. Los personajes, de nombres imposibles para nosotros los occidentales, cambian de comportamiento constantemente para sorprender al espectador. Por ejemplo, los dos protagonistas masculinos, Ryuzaky y Mishima, no saben si dispararse o comerse la boca, aunque yo los veo más inclinados a esto último. Los libros aparecen y desaparecen y cambian de manos. Cuando llevábamos una hora de película no tenía ninguna duda de que el guionista vivía en Fukushima y había comido mucho pescado radiactivo. Esa era la única explicación que se me ocurría para entender la concepción un guión así. Tenía que prestar toda mi atención para no perderme. Los giros en la trama se sucedían. Miré a Pilar. Tenía una cara de perplejidad indescriptible. Solo le faltaba tener un signo de interrogación dibujado sobre la cabeza. Estábamos en esas cuando la película, que ya había rizado el rizo en más de diez ocasiones, tomó un nuevo giro absolutamente surrealista. Me quedé con la boca abierta. Pilar, que yo no sabía si estaba estática por congelación o por asombro, reaccionó y dijo, totalmente sería, “esto se les ha ido de las manos”. Me dio un ataque de risa. Quizá no era el momento más oportuno para lanzar unas carcajadas, ya que Ryuzaky y Mishima se enfrentaban a sus enemigos, a sus problemas de identidad sexual y a las dificultades de su amor imposible en un momento de especial dramatismo.
   Cuando terminó la película vi caras de satisfacción entre los adolescentes. Por lo visto les había gustado. Es posible que entre cierto tipo de público se convierta en un film de culto. A nosotros no nos había entusiasmado pero tampoco nos había aburrido. Había sido todo un ejercicio mental. Si hacer trabajar al cerebro evitase realmente el alzhéimer, algo que yo no creo, nosotros ya habríamos quedado protegidos de esa enfermedad de por vida.
   Después de la película todavía disponíamos de unas horas. Yo las aproveché yendo a la biblioteca y Pilar haciendo las últimas compras. A las ocho de la tarde pasamos por el hotel a recoger las maletas. Fuimos al aeropuerto en trasporte público. El tema de los autobuses era algo arriesgado por los atascos. Tomamos el Skytrain hasta Phaya Thai y de ahí el tren. Pensábamos que a esas horas este último iría vacío, pero nada de eso. Cientos de trabajadores del centro de la ciudad regresaban a sus casas en la periferia. Tuvimos que hacer el trayecto de pie. Tampoco fue mucho, una media hora. Completamos los trámites en el aeropuerto sin problemas. Un rato después nuestro avión despegaba. Eché un último vistazo a Bangkok desde la ventanilla. Fue muy breve. Detesto las despedidas largas. Tailandia había merecido la pena, pero ya era historia.

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