domingo, 6 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 7 de noviembre de 2016 por la tarde.

Para la tarde yo quería ir a una biblioteca situada bastante lejos de donde estábamos. Desde Wat Arun la mejor opción para ir era coger un barco y subir río arriba un buen número de paradas. El trasporte fluvial en Bangkok es una opción barata y con encanto. El problema, al igual que ocurre con los autobuses, es saber qué ferry coger. Los hay con banderas de distintos colores: amarilla, naranja, azul, etc.
   Mostramos el móvil con el destino al que íbamos a la persona que vendía los billetes. No tenía ni idea de dónde era. Quizá fuera porque estaba escrito en alfabeto latino. Se lo enseñé en tailandés y el resultado fue el mismo: no sabía qué parada era esa. Lo cierto es que estaba a mucha distancia de donde nos encontrábamos. Un joven militar que andaba por ahí se ofreció a ayudarnos. Le mostré la dirección. La conocía. Resultó que él iba a esa misma parada.
   Cuando vimos que el militar se montaba en un ferry, lo seguimos. La revisora nos preguntó a dónde íbamos. Volvimos a mostrar la dirección. Nos hizo un gesto indicando que el barco no llegaba hasta allí, sino unas cuantas paradas más abajo, o eso le entendimos. No había problema. Avanzar nos venía bien. En la parada que ella nos decía ya buscaríamos una alternativa para subir más al norte.
   Al llegar al lugar que nos había dicho la revisora estuvimos a punto de bajarnos pensando que el trayecto del ferry había terminado. Sin embargo, vimos que el militar seguía allí. También otras muchas personas. El barco ascendía más tramo del río. Nos quedamos.
    Bangkok tiene una zona considerada turística que ocupa un cuadrado, bastante amplio, en el centro de la ciudad. Por ahí circulan las dos líneas de Skyline, están los rascacielos, los monumentos más importantes, los hoteles, etc. Ese día nosotros íbamos a salir de ese cuadrado. No porque quisiéramos conocer la Bangkok menos turística, sino porque queríamos ir a un lugar que no estaba en el centro. La revisora debió de pensar que nos habíamos equivocado al querer ir tan al norte.
 
   Después de un rato navegando, el militar pasó a nuestro lado y nos dijo que esa parada era la que buscábamos. Le dimos las gracias y nos bajamos detrás de él. En la calle no había tuk-tuks ni taxis esperando clientes. Lo que había eran motos. Los viajeros las contrataban para ir a su destino. Supusimos que serían más baratas y rápidas que los otros vehículos, pero menos apropiadas para turistas. Cuando llegamos habría una docena. Todas se ocuparon. En unos instantes nos habíamos quedado Pilar y yo solos.
   Según Google Maps había un trayecto de unos veinte minutos andando desde donde nos había dejado el ferry hasta nuestro destino. Comenzamos a recorrerlo. Por ahí no se veían rascacielos. Las casas eran bajas, como mucho de tres alturas, y recordaban a las de Chiang Mai. En los bajos había los comercios habituales: peluquería, taller de reparación de motocicletas, frutería, etc. Era una zona que, al menos para nosotros, carecía de interés. No se veían farangs. Los tailandeses estaban a lo suyo. Nada de masajes. Se trataba de una zona residencial.
   Mientras andábamos por ahí vimos pasar el autobús 14. Para nosotros era emblemático. Habíamos recorrido unos cuantos kilómetros en él. Pilar, visto que aquel barrio no le aportaba nada, decidió irse al hotel a darse un baño en la piscina y a descansar. Esperamos juntos en la parada hasta que vino el siguiente. Se montó en él como si fuera una tailandesa de toda la vida.
   Seguí caminando en dirección a la biblioteca. Era el único farang de la zona, lo que me hacía sentirme un tanto extraño, aunque no inquieto. Los tailandeses son gente amable y respetuosa y Bangkok, pese a sus ocho millones de habitantes, una ciudad muy segura. Cuando llegué a mi destino me encontré la desagradable sorpresa de que la biblioteca había desaparecido. En su lugar había un almacén cargado de trastos y unas jaulas con gallinas. Las pollas me cacarearon al unísono como si les divirtiera mi cara de frustración. Así las cosas, tenía dos opciones: volver al hotel o ir a otra biblioteca. Me incliné por esta última. La única pega era que estaba muy dejos de donde me encontraba, al sur de la zona turística. Tenía que cruzar una gran parte de la ciudad de arriba abajo.
   Para llegar a mi destino debía coger dos autobuses, el número 14, que parecía estar en todas partes, y luego el 547. Me monté en el 14 en la misma parada que había utilizado Pilar. Esa parte del trayecto fue fluida. Me apeé en Pathum Wan Junction, uno de los nudos de trasporte de Bangkok. Ahí busqué la marquesina del 547 y me puse a esperar. Después de casi quince minutos abordé a un trabajador de la compañía de transportes y le pregunté si estaba en la parada correcta. Me parecía extraño tanta demora. Me respondió que sí. Seguí esperando. En eso dieron las seis de la tarde. Por algún sistema de megafonía que había en la plaza se oyó la voz de una mujer y comenzó a sonar una música. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo, se puso en pie y adoptó una pose respetuosa. Hice lo mismo. Supuse que era el himno de Tailandia. No sé si eso era algo que se hacía todos los días o si se debía a la reciente muerte de Bhumibol. Supongo que no sonó todo el himno entero porque en un minuto había finalizado. Seguí esperando unos diez minutos más, pero el autobús no llegaba. Como ya he dicho, ese era uno de los problemas de ese medio de trasporte: resultaba impredecible. Tal vez la frecuencia de esa línea fuera baja o quizá estaba parado en un atasco. Decidí buscar una alternativa. Cerca estaba la estación National Stadium del Skytrain. Había llegado el momento de probar el metro tailandés.
   A diferencia de los metros convencionales, en los que hay que bajar escaleras para llegar a ellos, en este hay que subirlas porque va por las alturas. La parada estaba atiborrada de gente. Era hora punta. No tenía ni idea de cómo iba ese sistema de transporte. Eché un vistazo por ahí. Antes de entrar a las vías había unos carteles que explicaban el funcionamiento. El precio era diferente dependiendo de la distancia que recorrieras. Se pagaba por paradas. Había dos tipos de tablas. En una ponía las estaciones y en el otro el precio en bats que correspondía a cada cantidad de estaciones. No recuerdo las cifras exactas, pero no era caro. Una vez que sabías cuánto tenías que pagar lo hacías en unas máquinas preparadas para ello. Esas máquinas solo admitían monedas. Tenían varios botones, cada uno con uno de los precios posibles. Pulsabas en el tuyo, metías las monedas y te daba el billete. Si te equivocabas y pagabas de menos al llegar a tu destino no podías abandonar la estación. A mí me ocurrió en una ocasión. El vigilante me acompañó, muy amablemente, a la taquilla para que abonara la diferencia. Mejor que no te pase porque se pierde bastante tiempo. También se pierde tiempo esperando para cambiar billetes por monedas. Me acostumbré a llevar siempre cambio.
   Tuve que hacer cola para entrar al vagón. Había tanta gente que en el primer tren que llegó no pude montarme. En el segundo lo logré. Delante de mí iba un militar bastante joven. Tenía los brazos y las piernas muy musculosos. Cuando llevábamos recorridas un par de paradas noté olor a pintura. Me sorprendió. Eché un vistazo a mi alrededor. No olía a pintura sino a esmalte de uñas. El militar se las estaba pintando. Por lo visto llevaba una vida de día y otra de noche.
   Cuando salí de la biblioteca contacté por WhatsApp con Pilar. Estaba en el hotel. El baño en la piscina la había dejado relajada y sin ganas de salir a cenar. A mí me pasaba algo parecido. No me apetecía lanzarme en busca de un restaurante. Decidimos tomar algo en la habitación. Era grande y tenía cocina. Mi amiga se encargó de comprar unos sándwiches y unos bollos. Nos los comimos tranquilamente mientras veíamos la televisión tailandesa. En todas las cadenas hablaban de Bhumibol. Solo en una había una película pero no ocupaba la pantalla completa sino solo un recuadro. El resto mostraba una imagen del rey muerto.

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