Para
la tarde yo quería ir a una biblioteca situada bastante lejos de
donde estábamos. Desde Wat Arun la mejor opción para ir era coger
un barco y subir río arriba un buen número de paradas. El trasporte
fluvial en Bangkok es una opción barata y con encanto. El problema,
al igual que ocurre con los autobuses, es saber qué ferry coger. Los
hay con banderas de distintos colores: amarilla, naranja, azul, etc.
Mostramos
el móvil con el destino al que íbamos a la persona que vendía los
billetes. No tenía ni idea de dónde era. Quizá fuera porque estaba
escrito en alfabeto latino. Se lo enseñé en tailandés y el
resultado fue el mismo: no sabía qué parada era esa. Lo cierto es
que estaba a mucha distancia de donde nos encontrábamos. Un joven
militar que andaba por ahí se ofreció a ayudarnos. Le mostré la
dirección. La conocía. Resultó que él iba a esa misma parada.
Cuando
vimos que el militar se montaba en un ferry, lo seguimos. La revisora
nos preguntó a dónde íbamos. Volvimos a mostrar la dirección. Nos
hizo un gesto indicando que el barco no llegaba hasta allí, sino
unas cuantas paradas más abajo, o eso le entendimos. No había
problema. Avanzar nos venía bien. En la parada que ella nos decía
ya buscaríamos una alternativa para subir más al norte.
Al llegar al lugar que nos había dicho la revisora estuvimos a punto
de bajarnos pensando que el trayecto del ferry había terminado. Sin
embargo, vimos que el militar seguía allí. También otras muchas
personas. El barco ascendía más tramo del río. Nos quedamos.
Bangkok
tiene una zona considerada turística que ocupa un cuadrado, bastante
amplio, en el centro de la ciudad. Por ahí circulan las dos líneas
de Skyline, están los rascacielos, los monumentos más importantes,
los hoteles, etc. Ese día nosotros íbamos a salir de ese cuadrado.
No porque quisiéramos conocer la Bangkok menos turística, sino
porque queríamos ir a un lugar que no estaba en el centro. La
revisora debió de pensar que nos habíamos equivocado al querer ir
tan al norte.
Después
de un rato navegando, el militar pasó a nuestro lado y nos dijo que
esa parada era la que buscábamos. Le dimos las gracias y nos bajamos
detrás de él. En la calle no había tuk-tuks ni taxis esperando
clientes. Lo que había eran motos. Los viajeros las contrataban para
ir a su destino. Supusimos que serían más baratas y rápidas que
los otros vehículos, pero menos apropiadas para turistas. Cuando
llegamos habría una docena. Todas se ocuparon. En unos instantes nos
habíamos quedado Pilar y yo solos.
Según
Google Maps había un trayecto de unos veinte minutos andando desde
donde nos había dejado el ferry hasta nuestro destino. Comenzamos a
recorrerlo. Por ahí no se veían rascacielos. Las casas eran bajas,
como mucho de tres alturas, y recordaban a las de Chiang Mai. En los
bajos había los comercios habituales: peluquería, taller de
reparación de motocicletas, frutería, etc. Era una zona que, al
menos para nosotros, carecía de interés. No se veían farangs. Los
tailandeses estaban a lo suyo. Nada de masajes. Se trataba de una
zona residencial.
Mientras
andábamos por ahí vimos pasar el autobús 14. Para nosotros era
emblemático. Habíamos recorrido unos cuantos kilómetros en él.
Pilar, visto que aquel barrio no le aportaba nada, decidió irse al
hotel a darse un baño en la piscina y a descansar. Esperamos juntos
en la parada hasta que vino el siguiente. Se montó en él como si
fuera una tailandesa de toda la vida.
Seguí
caminando en dirección a la biblioteca. Era el único farang de la
zona, lo que me hacía sentirme un tanto extraño, aunque no
inquieto. Los tailandeses son gente amable y respetuosa y Bangkok,
pese a sus ocho millones de habitantes, una ciudad muy segura. Cuando
llegué a mi destino me encontré la desagradable sorpresa de que la
biblioteca había desaparecido. En su lugar había un almacén
cargado de trastos y unas jaulas con gallinas. Las pollas me
cacarearon al unísono como si les divirtiera mi cara de frustración.
Así las cosas, tenía dos opciones: volver al hotel o ir a otra
biblioteca. Me incliné por esta última. La única pega era que
estaba muy dejos de donde me encontraba, al sur de la zona turística.
Tenía que cruzar una gran parte de la ciudad de arriba abajo.
Para
llegar a mi destino debía coger dos autobuses, el número 14, que
parecía estar en todas partes, y luego el 547. Me monté en el 14 en
la misma parada que había utilizado Pilar. Esa parte del trayecto
fue fluida. Me apeé en Pathum Wan Junction, uno de los nudos de
trasporte de Bangkok. Ahí busqué la marquesina del 547 y me puse a
esperar. Después de casi quince minutos abordé a un trabajador de
la compañía de transportes y le pregunté si estaba en la parada
correcta. Me parecía extraño tanta demora. Me respondió que sí.
Seguí esperando. En eso dieron las seis de la tarde. Por algún
sistema de megafonía que había en la plaza se oyó la voz de una
mujer y comenzó a sonar una música. Todo el mundo dejó lo que
estaba haciendo, se puso en pie y adoptó una pose respetuosa. Hice
lo mismo. Supuse que era el himno de Tailandia. No sé si eso era
algo que se hacía todos los días o si se debía a la reciente
muerte de Bhumibol. Supongo que no sonó todo el himno entero porque
en un minuto había finalizado. Seguí esperando unos diez minutos
más, pero el autobús no llegaba. Como ya he dicho, ese era uno de
los problemas de ese medio de trasporte: resultaba impredecible. Tal
vez la frecuencia de esa línea fuera baja o quizá estaba parado en
un atasco. Decidí buscar una alternativa. Cerca estaba la estación
National Stadium del Skytrain. Había llegado el momento de probar el
metro tailandés.
A
diferencia de los metros convencionales, en los que hay que bajar
escaleras para llegar a ellos, en este hay que subirlas porque va por
las alturas. La parada estaba atiborrada de gente. Era hora punta. No
tenía ni idea de cómo iba ese sistema de transporte. Eché un
vistazo por ahí. Antes de entrar a las vías había unos carteles
que explicaban el funcionamiento. El precio era diferente dependiendo
de la distancia que recorrieras. Se pagaba por paradas. Había dos
tipos de tablas. En una ponía las estaciones y en el otro el precio
en bats que correspondía a cada cantidad de estaciones. No recuerdo
las cifras exactas, pero no era caro. Una vez que sabías cuánto
tenías que pagar lo hacías en unas máquinas preparadas para ello.
Esas máquinas solo admitían monedas. Tenían varios botones, cada
uno con uno de los precios posibles. Pulsabas en el tuyo, metías las
monedas y te daba el billete. Si te equivocabas y pagabas de menos al
llegar a tu destino no podías abandonar la estación. A mí me
ocurrió en una ocasión. El vigilante me acompañó, muy
amablemente, a la taquilla para que abonara la diferencia. Mejor que
no te pase porque se pierde bastante tiempo. También se pierde tiempo esperando para cambiar billetes por
monedas. Me acostumbré a llevar siempre cambio.
Tuve
que hacer cola para entrar al vagón. Había tanta gente que en el
primer tren que llegó no pude montarme. En el segundo lo logré.
Delante de mí iba un militar bastante joven. Tenía los brazos y las
piernas muy musculosos. Cuando llevábamos recorridas un par de
paradas noté olor a pintura. Me sorprendió. Eché un vistazo a mi
alrededor. No olía a pintura sino a esmalte de uñas. El militar se
las estaba pintando. Por lo visto llevaba una vida de día y otra de
noche.
Cuando
salí de la biblioteca contacté por WhatsApp con Pilar. Estaba en el hotel. El baño
en la piscina la había dejado relajada y sin ganas de salir a cenar.
A mí me pasaba algo parecido. No me apetecía lanzarme en busca de
un restaurante. Decidimos tomar algo en la habitación. Era grande y
tenía cocina. Mi amiga se encargó de comprar unos sándwiches y
unos bollos. Nos los comimos tranquilamente mientras veíamos la
televisión tailandesa. En todas las cadenas hablaban de Bhumibol.
Solo en una había una película pero no ocupaba la pantalla completa
sino solo un recuadro. El resto mostraba una imagen del rey muerto.
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