lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 6 de noviembre de 2016 al mediodía.

La parte inicial del trayecto hacia el hotel la hicimos en tren, como estaba previsto. Según mi fantástico nuevo plan, en vez de en PhayaThai debíamos bajarnos en una estación previa (Rathchaprarop). Ahí encontraríamos el autobús número 14 que nos dejaría junto a nuestro alojamiento. No sé por qué motivo a mí se me había metido en la cabeza que junto a la estación de tren de Rathchaprarop estaría la estación de autobuses. No era así. Cuando nos bajamos del tren descubrimos que ahí no había ninguna parada de autobuses. Lo que encontramos fue una gran avenida plagada de peatones y de coches.
   Supongo que unas personas con cierto sentido común al verse en medio de una ciudad de ocho millones de habitantes, sin mapa y sin tener ni idea de dónde se encontraban hubieran vuelto a la estación y retomado el plan inicial. Por supuesto, nosotros no hicimos eso. Siguiendo nuestro instinto de antisupervivencia nos lanzamos a la vorágine de Bangkok. Por si fuera poco la incomodidad de llevar las maletas, estaba lloviendo. Resumiendo: estábamos perdidos, cargados como sherpas y empapados.
   Comenzamos a avanzar por la avenida en una dirección. No puedo decir si era norte, sur, este u oeste. Nos daba lo mismo una que otra, obviamente. Al cabo de un rato vimos un grupo de gente con todo el aspecto de estar esperando un autobús urbano. Nos aproximamos. Al poco de estar ahí apareció un autobús. No recuerdo el número, pero no era el nuestro. Algunas personas de las que esperaban se montaron. Aquello tenía buena pinta. Parecía que habíamos encontrado la parada. No habrían pasado ni cinco minutos cuando apareció el número 14. Buda estaba con nosotros. Debíamos bajarnos en una parada de cuyo nombre ahora sí quiero acordarme, pero no puedo. El nombre de la parada era el de una universidad de idiomas extranjeros que estaba en esa zona. Lo tenía apuntado en el móvil. Subimos al autobús, que iba bastante lleno, cargando nuestras maletas. Se nos acercó una persona. Quizá fuera el revisor. Tras saludarlo le mostré el móvil y le dije que nos dirigíamos al lugar que estaba anotado. Afortunadamente, me entendió y sabía a dónde íbamos. Nos habíamos montado en el autobús de sentido contrario. Debíamos cogerlo al otro lado de la avenida. Le dimos las gracias y nos bajamos a toda velocidad.
   Moverse por la avenida con las maletas, bajo la lluvia y entre ríos de gente no era cómodo. Para colmo, al bajar del autobús precipitadamente me había dado un tirón en la espalda. Supongo que ese era el momento ideal para coger un taxi y llegar al hotel cómodamente. No lo hicimos. Cruzamos la avenida y buscamos el lugar en el que podría parar el autobús. No se veía ninguna marquesina ni cartel indicador pero al cabo de un rato pasó por delante nuestra el número 14. Lo seguimos con la mirada y pudimos localizar el sitio en el que se había detenido. No nos dio tiempo a coger ese, pero al menos ya sabíamos dónde paraba. Nos pusimos a esperar hasta que apareciera otro. Aprovechamos ese rato para anotar en un papel el nombre de la parada en la que debíamos bajarnos. Era más cómodo enseñar eso que el móvil.
   No tuvimos que esperar mucho tiempo. Al cabo de unos diez minutos apareció el número 14. Fue una pequeña alegría, aunque me sentía muy incómodo. Estaba mojado y el tirón en la espalda me había dejado medio impedido para cargar con la maleta. De todos modos, no quedaba otra que aguantarse. El autobús se detuvo. Desde una de las ventanillas un tipo sacó la cabeza y se puso a dar gritos. Supongo que los tailandeses lo entenderían, pero Pilar y yo no sabíamos de qué iba aquel hombre. Llevaba mascarilla, gorro y unas gafas de pasta granate. Daba voces como un poseso. Por si fuera poco lo mal que nos estaba yendo la tarde tenía que tocarnos un autobús con un psicópata dentro. Podíamos haber esperado al siguiente, era obvio que el 14 pasaba con bastante frecuencia, pero estábamos cansados y con ganas de llegar al hotel. Si teníamos que morir en manos de un loco del Siam, que así fuera.
   Cogí la maleta como pude y empecé a subir las escaleras del autobús. Estaba en ello cuando el de la mascarilla se me acercó y me arrebató la maleta de las manos. Resultó que el tipo era el revisor. Me hizo un gesto para que me sentara en el asiento del copiloto. Pilar venía detrás mía. El revisor cogió su maleta y la ayudó a sentarse a mi derecha, en una zona elevada del autobús, pero que no era un asiento. De hecho, quedó mirando hacia la parte trasera del vehículo. Yo, en cambio, tenía una visión fantástica de la avenida: iba sentado junto al parabrisas delantero.
   El revisor parecía un ninja. De la cara apenas se le veía nada. Llevaba un gorro azul marino, tipo a los que usaba Mao Tse-Tung pero sin visera, una mascarilla de tela, también azul marino, y pantalones y chaquetilla también del mismo tejido y color. Iba perfectamente conjuntado. Se movía por el autobús con la destreza de un felino. Además, tenía una memoria prodigiosa. Había registrado mentalmente las personas que nos habíamos montado en esa parada y fue cobrando a todos, uno por uno. Llevaba en la mano una especie de cilindro y de él sacaba los billetes y en él guardaba el dinero que le daban. Cuando se acercó a nosotros para cobrarnos, Pilar le mostró el papel con el nombre de nuestra parada. El ninja era un fenómeno y supo enseguida dónde debíamos apearnos. Le dijo a Pilar la cifra que teníamos que pagar. Era una cantidad ínfima de bats. Después de que nos diera el vuelto le pedimos que nos avisara cuando llegáramos a nuestro destino. Hizo un gesto de asentimiento. Ese hombre era mi nuevo ídolo.
   Durante el trayecto, cada vez que llegábamos a una parada el ninja anunciaba dónde estábamos. Luego cobraba a los que se habían montado haciendo gala de una memoria envidiable. De hecho, lo controlé en una ocasión a ver si se equivocaba, y para nada. Su estética me tenía fascinado. Además, aunque iba tapado de arriba abajo, se notaba que tenía un físico poderoso.
   Por si fuera poco el espectáculo que me ofrecía el ninja, tenía la vista de la calle desde el parabrisas. En Bangkok son frecuentes los atascos. Ese día no era una excepción. En el autobús fuimos partícipes de esa experiencia. En otras circunstancias me hubiera molestado, pero en aquella ocasión estaba disfrutando. Iba sentado cómodamente, desde esa altura los coches no intimidaban, no tenía prisa y podía fijarme en los edificios. Pilar también estaba a gusto. A ella le encanta observar a la gente en su entorno y desde su posición tenía una vista privilegiada. Como éramos los únicos farang todo lo que veía era genuinamente tailandés. Casi nos dio pena llegar a nuestro destino.
   El ninja se acercó a mi amiga y le dijo que era nuestra parada. Nos levantamos. Cogí mi maleta y me acerqué hacia la puerta. El ninja se ofreció a ayudarme. Le dije que no pero aun así lo hizo. Tomó mi maleta y fue capaz de dejarla en la acera cuando todavía el autobús no se había detenido. Luego hizo lo mismo con la de Pilar. Nos bajamos. Se despidió desde la puerta. Me dio pena verlo alejarse. Aquel tipo me había embelesado.

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