La
parte inicial del trayecto hacia el hotel la hicimos en tren, como
estaba previsto. Según mi fantástico nuevo plan, en vez de en
PhayaThai debíamos bajarnos en una estación previa (Rathchaprarop).
Ahí encontraríamos el autobús número 14 que nos dejaría junto a
nuestro alojamiento. No sé por qué motivo a mí se me había metido
en la cabeza que junto a la estación de tren de Rathchaprarop
estaría la estación de autobuses. No era así. Cuando nos bajamos
del tren descubrimos que ahí no había ninguna parada de autobuses.
Lo que encontramos fue una gran avenida plagada de peatones y de
coches.
Supongo
que unas personas con cierto sentido común al verse en medio de una
ciudad de ocho millones de habitantes, sin mapa y sin tener ni idea
de dónde se encontraban hubieran vuelto a la estación y retomado el
plan inicial. Por supuesto, nosotros no hicimos eso. Siguiendo
nuestro instinto de antisupervivencia nos lanzamos a la vorágine de
Bangkok. Por si fuera poco la incomodidad de llevar las maletas,
estaba lloviendo. Resumiendo: estábamos perdidos, cargados como
sherpas y empapados.
Comenzamos
a avanzar por la avenida en una dirección. No puedo decir si era
norte, sur, este u oeste. Nos daba lo mismo una que otra, obviamente.
Al cabo de un rato vimos un grupo de gente con todo el aspecto de
estar esperando un autobús urbano. Nos aproximamos. Al poco de estar
ahí apareció un autobús. No recuerdo el número, pero no era el
nuestro. Algunas personas de las que esperaban se montaron. Aquello
tenía buena pinta. Parecía que habíamos encontrado la parada. No
habrían pasado ni cinco minutos cuando apareció el número 14. Buda
estaba con nosotros. Debíamos bajarnos en una parada de cuyo nombre
ahora sí quiero acordarme, pero no puedo. El nombre de la parada era
el de una universidad de idiomas extranjeros que estaba en esa zona.
Lo tenía apuntado en el móvil. Subimos al autobús, que iba
bastante lleno, cargando nuestras maletas. Se nos acercó una
persona. Quizá fuera el revisor. Tras saludarlo le mostré el móvil
y le dije que nos dirigíamos al lugar que estaba anotado.
Afortunadamente, me entendió y sabía a dónde íbamos. Nos habíamos
montado en el autobús de sentido contrario. Debíamos cogerlo al
otro lado de la avenida. Le dimos las gracias y nos bajamos a toda
velocidad.
Moverse
por la avenida con las maletas, bajo la lluvia y entre ríos de gente
no era cómodo. Para colmo, al bajar del autobús precipitadamente me
había dado un tirón en la espalda. Supongo que ese era el momento
ideal para coger un taxi y llegar al hotel cómodamente. No lo
hicimos. Cruzamos la avenida y buscamos el lugar en el que podría
parar el autobús. No se veía ninguna marquesina ni cartel indicador
pero al cabo de un rato pasó por delante nuestra el número 14. Lo
seguimos con la mirada y pudimos localizar el sitio en el que se
había detenido. No nos dio tiempo a coger ese, pero al menos ya
sabíamos dónde paraba. Nos pusimos a esperar hasta que apareciera
otro. Aprovechamos ese rato para anotar en un papel el nombre de la
parada en la que debíamos bajarnos. Era más cómodo enseñar eso
que el móvil.
No
tuvimos que esperar mucho tiempo. Al cabo de unos diez minutos
apareció el número 14. Fue una pequeña alegría, aunque me sentía
muy incómodo. Estaba mojado y el tirón en la espalda me había
dejado medio impedido para cargar con la maleta. De todos modos, no
quedaba otra que aguantarse. El autobús se detuvo. Desde una de las
ventanillas un tipo sacó la cabeza y se puso a dar gritos. Supongo
que los tailandeses lo entenderían, pero Pilar y yo no sabíamos de
qué iba aquel hombre. Llevaba mascarilla, gorro y unas gafas de
pasta granate. Daba voces como un poseso. Por si fuera poco lo mal
que nos estaba yendo la tarde tenía que tocarnos un autobús con un
psicópata dentro. Podíamos haber esperado al siguiente, era obvio
que el 14 pasaba con bastante frecuencia, pero estábamos cansados y
con ganas de llegar al hotel. Si teníamos que morir en manos de un
loco del Siam, que así fuera.
Cogí
la maleta como pude y empecé a subir las escaleras del autobús.
Estaba en ello cuando el de la mascarilla se me acercó y me arrebató
la maleta de las manos. Resultó que el tipo era el revisor. Me hizo
un gesto para que me sentara en el asiento del copiloto. Pilar venía
detrás mía. El revisor cogió su maleta y la ayudó a sentarse a mi
derecha, en una zona elevada del autobús, pero que no era un
asiento. De hecho, quedó mirando hacia la parte trasera del
vehículo. Yo, en cambio, tenía una visión fantástica de la
avenida: iba sentado junto al parabrisas delantero.
El
revisor parecía un ninja. De la cara apenas se le veía nada.
Llevaba un gorro azul marino, tipo a los que usaba Mao Tse-Tung pero
sin visera, una mascarilla de tela, también azul marino, y
pantalones y chaquetilla también del mismo tejido y color. Iba
perfectamente conjuntado. Se movía por el autobús con la destreza
de un felino. Además, tenía una memoria prodigiosa. Había
registrado mentalmente las personas que nos habíamos montado en esa
parada y fue cobrando a todos, uno por uno. Llevaba en la mano una
especie de cilindro y de él sacaba los billetes y en él guardaba el
dinero que le daban. Cuando se acercó a nosotros para cobrarnos,
Pilar le mostró el papel con el nombre de nuestra parada. El ninja
era un fenómeno y supo enseguida dónde debíamos apearnos. Le dijo
a Pilar la cifra que teníamos que pagar. Era una cantidad ínfima de
bats. Después de que nos diera el vuelto le pedimos que nos avisara
cuando llegáramos a nuestro destino. Hizo un gesto de asentimiento.
Ese hombre era mi nuevo ídolo.
Durante
el trayecto, cada vez que llegábamos a una parada el ninja anunciaba
dónde estábamos. Luego cobraba a los que se habían montado
haciendo gala de una memoria envidiable. De hecho, lo controlé en
una ocasión a ver si se equivocaba, y para nada. Su estética me
tenía fascinado. Además, aunque iba tapado de arriba abajo, se
notaba que tenía un físico poderoso.
Por
si fuera poco el espectáculo que me ofrecía el ninja, tenía la
vista de la calle desde el parabrisas. En Bangkok son frecuentes los
atascos. Ese día no era una excepción. En el autobús fuimos
partícipes de esa experiencia. En otras circunstancias me hubiera
molestado, pero en aquella ocasión estaba disfrutando. Iba sentado
cómodamente, desde esa altura los coches no intimidaban, no tenía
prisa y podía fijarme en los edificios. Pilar también estaba a
gusto. A ella le encanta observar a la gente en su entorno y desde su
posición tenía una vista privilegiada. Como éramos los únicos
farang todo lo que veía era genuinamente tailandés. Casi nos dio
pena llegar a nuestro destino.
El
ninja se acercó a mi amiga y le dijo que era nuestra parada. Nos
levantamos. Cogí mi maleta y me acerqué hacia la puerta. El ninja
se ofreció a ayudarme. Le dije que no pero aun así lo hizo. Tomó
mi maleta y fue capaz de dejarla en la acera cuando todavía el
autobús no se había detenido. Luego hizo lo mismo con la de Pilar.
Nos bajamos. Se despidió desde la puerta. Me dio pena verlo
alejarse. Aquel tipo me había embelesado.
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