lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 6 de noviembre de 2016 por la tarde.

La recepcionista del hotel en el que nos alojamos en Bangkok seguro que no había ganado el premio Miss Simpatía de Tailandia. Era una borde. Se esforzó todo lo posible por ser desagradable, y lo consiguió. Supongo que en el mundo debe de haber de todo. Eso incluye tiparracas como esa. Hablaba deprisa para que no le entendiéramos, ignoraba lo que le decíamos, más que darnos las llaves de la habitación nos las tiró a la cara, etc. Lo peor fue que me hizo un cargo en la tarjeta del banco de una cantidad desconocida para mí en ese momento, para ver si tenía crédito suficiente, que resultó ser mucho más alta que la cifra que teníamos que pagar por alojarnos. Afortunadamente, la chica que nos atendió el día que nos fuimos lo arregló todo y no me llevé ninguna sorpresa bancaria desagradable.
   Como era habitual en nosotros, nos lanzamos a la calle a los diez minutos de haber llegado al hotel. Ese día queríamos ver un ping pong show, que dicho así suena como un deporte pero no lo es. Es un espectáculo en el que chicas desnudas utilizan su vagina para hacer cosas que habitualmente no se hacen con esa parte de la anatomía. Una de esas cosas es lanzar pelotas de ping pong, de ahí el nombre.
   No encontramos en internet la dirección de ningún local en el que se hiciera el show. Por lo visto, había que acercarse a alguno de los barrios rojos de la ciudad y estar al tanto. En las guías ponía que lo normal en esos locales era que timaran al turista. Además, en casi todas ellas describían con detalle cómo era el timo. Desaconsejaban ir. Por supuesto, no hicimos ni caso.
   En Bangkok hay tres barrios rojos, que es como se llaman las zonas donde abundan los locales en los que conseguir alcohol y sexo. Son Patpong, Soi Cowboy y Nana Plaza. Este último es el que nos quedaba más cerca del hotel, así que nos dirigimos hacia allí. Eran las seis de la tarde por lo que todavía era de día, aunque sabíamos que iba a anochecer enseguida. En esa época del año se hace de noche entre las seis y cuarto y las seis y media.
   A pesar de lo temprano de la hora, Nana Plaza estaba de lo más animado. Además de la plaza, en la que abundaba el neón, había una calle que también puede considerarse parte de ese barrio rojo. No recuerdo su nombre pero sí que estaba flanqueada a ambos lados por garitos. En ellos el público era de dos tipos: hombres occidentales y mujeres asiáticas. Ellas andaban escasas de ropa y ellos sobrados de alcohol. Por lo demás, se podría considerar una zona de copas similar a las que hay en todas las ciudades de España. Recorrimos toda la calle pero no encontramos ningún local de ping pong show. La mayoría eran bares con terraza donde las jóvenes esperaban a que algún caballero se les acercara. La dinámica en esos sitios es sencilla. Si te gusta una chica la invitas a una copa. Si solo quieres conversación, ella te la da. Si quieres algo más, lo negocias y también te lo da.
   “Todos tienen pinta de babosos”, me dijo Pilar refiriéndose a los clientes que abundaban en aquellos bares. Disentí. A mí me parecían hombres normales y corrientes. “Creo que tienes un prejuicio moral”, le comenté a Pilar. No la convencí. Tampoco entramos en debate. Para ella, como para la mayoría de la gente, el sexo por dinero no es considerado una profesión. En cambio, para mí sí lo es. Un minero entrega sus pulmones y parte de su esperanza de vida por un sueldo. Un arquitecto pierde media vida dibujando y estudiando para que le paguen. Una puta se abre de piernas por unas monedas. Al final, la esencia del trabajo es la misma: haces algo que no quieres hacer en beneficio de otros. A cambio, te pagan algo de dinero, unas veces más y otras menos.
   En uno de los bares había un joven, posiblemente alemán por el físico y por el acento, hablando con una asiática. “¿Ese también te parece un baboso?”, le pregunté a Pilar. El chico era atractivo y vestía bien. Mi amiga no me contestó. Supongo que sí le parecía un baboso, aunque no me lo dijo. Yo, en cambio, veía a un joven de lo más normal y corriente. A saber qué motivos lo habían llevado a ese bar. Quizá le gustaban las asiáticas y él vivía en un pueblo de la Selva Negra donde encontrar una era misión imposible. Quizá le había dejado la novia y, simplemente, necesitaba un poco de compañía para consolarse. Tal vez le iba que lo amordazasen y le flagelasen y no se atrevía a hacerlo en su país por si alguien lo reconocía. En fin, un abanico de posibilidades infinito. En cualquier caso, el dinero iba a cambiar de manos y el movimiento del vil metal es lo que dinamiza el mundo.
   De Nana Plaza nos dirigimos hacia Soi Cowboy. Esa zona roja nos pareció una minizona roja, ya que era una calle y poco más. Ahí se veían menos locales con terraza que en Nana Plaza. Había más recintos cerrados. De haber ido yo solo quizá habría entrado en alguno por curiosidad, pero acompañado de Pilar no tenía sentido. Estaba claro que la mayoría eran lugares para hombres, aunque en la puerta no lo indicara. Lo que sí ponía en la entrada de algunos era que estaban prohibidas las fotografías, fumar y las armas. La primera vez que vi el dibujo de una pistola cruzada por una cruz para indicar que las armas no estaban permitidas pensé que era una broma. Después de verla en varios locales supuse que iba en serio.
   Como en Soi Cowboy tampoco fuimos capaces de encontrar un ping pong show nos dirigimos hacia el último barrio rojo que nos quedaba por ver: Patpong. Antes de llegar, paramos a cenar. En Bangkok hay una gran oferta de restaurantes, pero resulta mucho más difícil que en Chiang Mai encontrar sitios de comida Tailandesa. Los locales de comida internacional y las franquicias de multinacionales de la gastronomía ocupan la mayoría de las calles. Entramos a una de estas últimas. Comimos para recuperar energías, no para darle gusto al paladar.
   En Patpong hay un mercado nocturno, quizá el más famoso entre la gente que visita Bangkok. Cuando llegamos, echamos un vistazo a los puestos. Llevábamos más de una semana visitando mercadillos así que no pusimos demasiado interés. Andábamos por ahí cuando se nos acercó un tipo. Nos mostró un pequeño cartel. Era el menú de un ping pong show. Venían indicados los números que hacían las chicas: lanzamiento de pelotas de ping pong, escritura, pelado de un plátano con la vagina (creo que ponía eso, aunque no tuve demasiado tiempo para leer), etc. Pilar y yo nos miramos. “¿Vamos?”, le pregunté a mi amiga. Asintió. Le dimos el visto bueno al tipo y nos pusimos en marcha. Le seguimos por entre los puestos hasta un portal que estaba no muy lejos de donde nos había abordado. Flanqueando la puerta, aunque discretamente, se veían un par de gorilas. Cruzamos el portal. Comenzamos a ascender por unos escalones estrechos cubiertos de una moqueta roja. El sitio tenía algo de siniestro y no me gustó nada, pero ya estábamos en marcha y no nos íbamos a detener. “A ver cómo acaba esto”, dijo Pilar. No hacía falta tener una bola de cristal para poder predecir nuestro futuro más inmediato. Era imposible que aquello acabara bien.

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