La
recepcionista del hotel en el que nos alojamos en Bangkok seguro que
no había ganado el premio Miss Simpatía de Tailandia. Era una
borde. Se esforzó todo lo posible por ser desagradable, y lo
consiguió. Supongo que en el mundo debe de haber de todo. Eso
incluye tiparracas como esa. Hablaba deprisa para que no le
entendiéramos, ignoraba lo que le decíamos, más que darnos las
llaves de la habitación nos las tiró a la cara, etc. Lo peor fue
que me hizo un cargo en la tarjeta del banco de una cantidad
desconocida para mí en ese momento, para ver si tenía crédito
suficiente, que resultó ser mucho más alta que la cifra que
teníamos que pagar por alojarnos. Afortunadamente, la chica que nos
atendió el día que nos fuimos lo arregló todo y no me llevé
ninguna sorpresa bancaria desagradable.
Como
era habitual en nosotros, nos lanzamos a la calle a los diez minutos
de haber llegado al hotel. Ese día queríamos ver un ping pong show,
que dicho así suena como un deporte pero no lo es. Es un espectáculo
en el que chicas desnudas utilizan su vagina para hacer cosas que
habitualmente no se hacen con esa parte de la anatomía. Una de esas
cosas es lanzar pelotas de ping pong, de ahí el nombre.
No
encontramos en internet la dirección de ningún local en el que se
hiciera el show. Por lo visto, había que acercarse a alguno de los
barrios rojos de la ciudad y estar al tanto. En las guías ponía que
lo normal en esos locales era que timaran al turista. Además, en
casi todas ellas describían con detalle cómo era el timo.
Desaconsejaban ir. Por supuesto, no hicimos ni caso.
En
Bangkok hay tres barrios rojos, que es como se llaman las zonas donde
abundan los locales en los que conseguir alcohol y sexo. Son Patpong,
Soi Cowboy y Nana Plaza. Este último es el que nos quedaba más
cerca del hotel, así que nos dirigimos hacia allí. Eran las seis de
la tarde por lo que todavía era de día, aunque sabíamos que iba a
anochecer enseguida. En esa época del año se hace de noche entre
las seis y cuarto y las seis y media.
A
pesar de lo temprano de la hora, Nana Plaza estaba de lo más
animado. Además de la plaza, en la que abundaba el neón, había una
calle que también puede considerarse parte de ese barrio rojo. No
recuerdo su nombre pero sí que estaba flanqueada a ambos lados por
garitos. En ellos el público era de dos tipos: hombres occidentales
y mujeres asiáticas. Ellas andaban escasas de ropa y ellos sobrados
de alcohol. Por lo demás, se podría considerar una zona de copas
similar a las que hay en todas las ciudades de España. Recorrimos
toda la calle pero no encontramos ningún local de ping pong show. La
mayoría eran bares con terraza donde las jóvenes esperaban a que
algún caballero se les acercara. La dinámica en esos sitios es
sencilla. Si te gusta una chica la invitas a una copa. Si solo
quieres conversación, ella te la da. Si quieres algo más, lo
negocias y también te lo da.
“Todos
tienen pinta de babosos”, me dijo Pilar refiriéndose a los
clientes que abundaban en aquellos bares. Disentí. A mí me parecían
hombres normales y corrientes. “Creo que tienes un prejuicio
moral”, le comenté a Pilar. No la convencí. Tampoco entramos en
debate. Para ella, como para la mayoría de la gente, el sexo por
dinero no es considerado una profesión. En cambio, para mí sí lo
es. Un minero entrega sus pulmones y parte de su esperanza de vida
por un sueldo. Un arquitecto pierde media vida dibujando y estudiando
para que le paguen. Una puta se abre de piernas por unas monedas. Al
final, la esencia del trabajo es la misma: haces algo que no quieres
hacer en beneficio de otros. A cambio, te pagan algo de dinero, unas
veces más y otras menos.
En
uno de los bares había un joven, posiblemente alemán por el físico
y por el acento, hablando con una asiática. “¿Ese también te
parece un baboso?”, le pregunté a Pilar. El chico era atractivo y
vestía bien. Mi amiga no me contestó. Supongo que sí le parecía
un baboso, aunque no me lo dijo. Yo, en cambio, veía a un joven de
lo más normal y corriente. A saber qué motivos lo habían llevado a
ese bar. Quizá le gustaban las asiáticas y él vivía en un pueblo
de la Selva Negra donde encontrar una era misión imposible. Quizá
le había dejado la novia y, simplemente, necesitaba un poco de
compañía para consolarse. Tal vez le iba que lo amordazasen y le
flagelasen y no se atrevía a hacerlo en su país por si alguien lo
reconocía. En fin, un abanico de posibilidades infinito. En
cualquier caso, el dinero iba a cambiar de manos y el movimiento del
vil metal es lo que dinamiza el mundo.
De
Nana Plaza nos dirigimos hacia Soi Cowboy. Esa zona roja nos pareció
una minizona roja, ya que era una calle y poco más. Ahí se veían
menos locales con terraza que en Nana Plaza. Había más recintos
cerrados. De haber ido yo solo quizá habría entrado en alguno por
curiosidad, pero acompañado de Pilar no tenía sentido. Estaba claro
que la mayoría eran lugares para hombres, aunque en la puerta no lo
indicara. Lo que sí ponía en la entrada de algunos era que estaban
prohibidas las fotografías, fumar y las armas. La primera vez que vi
el dibujo de una pistola cruzada por una cruz para indicar que las
armas no estaban permitidas pensé que era una broma. Después de
verla en varios locales supuse que iba en serio.
Como
en Soi Cowboy tampoco fuimos capaces de encontrar un ping pong show
nos dirigimos hacia el último barrio rojo que nos quedaba por ver:
Patpong. Antes de llegar, paramos a cenar. En Bangkok hay una gran
oferta de restaurantes, pero resulta mucho más difícil que en
Chiang Mai encontrar sitios de comida Tailandesa. Los locales de
comida internacional y las franquicias de multinacionales de la
gastronomía ocupan la mayoría de las calles. Entramos a una de
estas últimas. Comimos para recuperar energías, no para darle gusto
al paladar.
En
Patpong hay un mercado nocturno, quizá el más famoso entre la gente
que visita Bangkok. Cuando llegamos, echamos un vistazo a los
puestos. Llevábamos más de una semana visitando mercadillos así
que no pusimos demasiado interés. Andábamos por ahí cuando se nos
acercó un tipo. Nos mostró un pequeño cartel. Era el menú de un
ping pong show. Venían indicados los números que hacían las
chicas: lanzamiento de pelotas de ping pong, escritura, pelado de un
plátano con la vagina (creo que ponía eso, aunque no tuve demasiado
tiempo para leer), etc. Pilar y yo nos miramos. “¿Vamos?”, le
pregunté a mi amiga. Asintió. Le dimos el visto bueno al tipo y nos
pusimos en marcha. Le seguimos por entre los puestos hasta un portal
que estaba no muy lejos de donde nos había abordado. Flanqueando la
puerta, aunque discretamente, se veían un par de gorilas. Cruzamos
el portal. Comenzamos a ascender por unos escalones estrechos
cubiertos de una moqueta roja. El sitio tenía algo de siniestro y no
me gustó nada, pero ya estábamos en marcha y no nos íbamos a
detener. “A ver cómo acaba esto”, dijo Pilar. No hacía falta
tener una bola de cristal para poder predecir nuestro futuro más
inmediato. Era imposible que aquello acabara bien.
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