Después
del espectáculo de travestis regresamos al hotel caminando, como
hacíamos siempre. Esa noche Chiang Mai parecía diferente. El sábado
era droga estimulante para el corazón de la ciudad, que latía con
fuerza. Los tuk-tuks habían tomado las calles. Cada pocos metros nos
seguía uno buscando que nuestro cansancio fuera su alivio. Todos los
centros de masajes estaban abiertos y muchos a plena actividad.
Pasamos delante de uno en el que había una fila de camillas ocupadas
por hombres orientales. Parecía un grupo en viaje de empresa. Les
estaban dando masajes en los pies. En otros locales las prostitutas
hacían guardia en espera de clientes. Los bares de guiris estaban
atiborrados de adolescentes americanas y de los jóvenes
testosteronizados que habían salido en su caza. Junto a un árbol se
movía una bolsa de basura. Desde lejos parecía un objeto fantasma.
Desde cerca se veía que las causantes de ese fenómeno nada
paranormal eran unas ratas buscando comida. El calor hacía que la
ciudad sudara deseo; los humanos lo sentíamos como hambre y
buscábamos como saciarlo.
Antes
de desayunar pasamos por la recepción para negociar el trasporte
hasta el aeropuerto. Por el trayecto de ida habíamos pactado pagar
300 bats, pero al final nos habían hecho un descuento y solo nos
habían cobrado 200. Fuimos decididos a negociar este último precio.
Abordé a la jefa de la recepción y le dije que necesitábamos ir al
aeropuerto. Antes de que ella propusiera una cantidad le dije que
estábamos dispuestos a pagar 200 bats. Cerramos el acuerdo de
inmediato. Una vez más, había hecho el primo. Seguro que lo
hubiéramos podido conseguir por menos. Me queda el consuelo de que
nos pusieron una camioneta tremendamente lujosa. Por lo visto
habíamos pagado precio VIP.
Había
poca distancia entre el hotel y el aeropuerto. Solo unos minutos para
echar un último vistazo a Chiang Mai. Mientras recorríamos sus
caóticas calles pensé qué titular se le podría poner a esa ciudad
si se escribiera de ella un artículo para turistas. Se me ocurrió
que un periodista profesional quedaría bien con el típico “Chiang
Mai, una ciudad para perderse”. Mi título, en cambio, sería
“Chiang Mai, una ciudad en la que seguro te pierdes”.
Aunque
el vuelo que debía llevarnos a Bangkok era corto, nos dieron comida.
Una cosa que me sorprende de los aviones es que te pongan cubiertos
metálicos para comer. Desde luego, esos cuchillos apenas tienen
filo, pero no entiendo por qué no te dejan pasar un corta-uñas en
el control de seguridad si luego las azafatas ponen a tu disposición
un arma, aparentemente, más peligrosa.
Llegamos
a la capital de Tailandia puntualmente y sin incidencias. Como había
sido un vuelo interno no hubo que hacer ningún trámite burocrático
en el aeropuerto. En ese país se lo ponen fácil al turista, algo
que se agradece. Supongo que eso, unido a su seguridad, gastronomía,
precios, cultura, clima, sexo, arquitectura, etc. hacen que sea uno
de los lugares más visitados del mundo.
Esta
vez no teníamos contratado trasporte para ir del aeropuerto al
hotel. Por lo que habíamos leído en las guías, los taxis estaban
muy bien de precio y merecían la pena. Sin embargo, también
habíamos leído que era frecuente que intentaran timarte. Había
taxistas que no ponían el taxímetro, otros con los que negociabas
una cifra y luego te decían que era otra, etc. Lo de siempre, vamos.
Ante el temor de empezar nuestra estancia en Bangkok con un incidente
decidimos utilizar el trasporte público.
Pilar
traía desde España la información necesaria para llegar a nuestro
hotel sin problemas. Era muy sencillo. Primero cogíamos un tren en
el aeropuerto de Bangkok, que se llama Suvarnabhumi, y nos bajábamos
en PhayaThai. Ahí debíamos tomar el Skyline, un metro que en vez de
ir por el subsuelo va por las alturas, que nos dejaba a poco más de
doscientos metros de nuestro hotel. Simple y fácil. Sin embargo, yo
la lié. Con Google Maps en mi mano estaba seguro de poder llegar más
rápido y mejor. Por supuesto, me equivocaba.
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