Había
muchos coches y autobuses en la zona del templo. Afortunadamente, el
taxista tenía recursos y consiguió encontrar un hueco próximo a un
terraplén. Nos despedimos con el acuerdo de reunirnos una hora más
tarde.
Para
llegar al templo hay que subir una escalera bastante larga. Merece la
pena. La propia escalera es bonita y también las vistas que desde
allí se tienen. La vegetación, muy frondosa, flanquea la subida.
Después
de pagar las entradas nos descalzamos y entramos al templo. No es un
lugar solo de visita. Muchos tailandeses, y también otros asiáticos,
van a rezar. Ese día, quizá por ser sábado, estaba muy concurrido.
Junto a la entrada cogimos una flor amarilla que más tarde
ofreceríamos a Buda. El templo merece una visita por su
arquitectura, aunque a mí me gustó más por el ambiente que se
vivía. En la parte central hay algo parecido a un corredor por el
que los feligreses avanzan mientras rezan. Se da una vuelta entera.
Ver a toda esa gente orando tiene su encanto. Nosotros también
hicimos el recorrido. Al salir dejamos la flor delante de una de las
muchas figuras de Buda que tenía el lugar. Hice la misma petición
que hago siempre. Una vez más, funcionó.
Enseguida
pasó la hora y llegó el momento de regresar al taxi. Cuando
bajábamos la escalera nos encontramos con un grupo de niños
vestidos con la ropa tradicional de alguna de las muchas etnias que
hay en Tailandia. Estaban graciosos. A cambio de una propina posaban
para la foto. Pilar no pudo resistirse. Le hice todo un reportaje
rodeada de los niños. Eran cariñosos y se le colgaban hasta de las
piernas. Parece que estaban a gusto porque al final casi se los tuvo
que quitar de encima.
El
taxista estaba en el lugar en el que lo habíamos dejado. Nos
montamos en el vehículo y nos bajamos en el centro de Chiang Mai.
Aprovechamos para visitar un mercado próximo. A esas alturas, yo ya
estaba saturado de mercados. A Pilar le ocurría lo mismo. Después
de dar una vuelta que no duraría ni veinte minutos nos fuimos a
comer.
Supongo
que Chiang Mai tiene muchas más cosas para ofrecer de las que
nosotros habíamos visto. Sin embargo, nuestra impresión era que ya
habíamos disfrutado de casi todo lo que nos interesaba. Esa tarde
Pilar se fue al hotel a descansar y a darse un baño en la piscina.
Yo hice una visita a la misma “biblioteca” a la que había ido el
día anterior. Quedamos en la habitación a las ocho. Para la noche
habíamos decidido ir a un espectáculo de travestis.
Nos
pusimos en marcha con tiempo de sobra para llegar al mercado de
Anusan, que era donde estaba el local de los travestis. Cuando
llegamos allí no encontrábamos el sitio exacto. Estuvimos dando
vueltas durante más de diez minutos. No había forma de localizarlo.
Google Maps señalaba un punto en el que no había sino tenderetes.
Preguntamos a un vigilante de seguridad. Nos indicó correctamente.
Llegamos pasadas las nueve, pero el espectáculo todavía no había
comenzado.
Creo
recordar que la entrada nos costó algo menos de 400 bats y que
incluía una consumición. Como habíamos llegado tarde los mejores
sitios ya estaban ocupados. Nos sentamos en una mesa junto a un
pasillo. Por delante teníamos unas cuatro filas de mesas, luego unos
asientos que rodeaban el escenario y, por fin, este último. La
distancia no era excesiva y la visibilidad aceptable.
Enseguida
comenzó la primera actuación. La música era brasileña. Salieron
cinco personas al escenario: tres travestis y dos bailarines
masculinos. La artista principal hacía el playback a la perfección,
y no debía de ser fácil para una tailandesa; entre su idioma y el
portugués hay muy poco en común. Además, bailaban muy bien y los
vestidos eran espectaculares. Nada más acabar el primer número
comenzó otro también en portugués. Los artistas eran diferentes
pero no así su maestría ni la elegancia de la ropa. A pesar de lo
bien que lo hacían, para la tercera actuación ya me estaba
aburriendo. Me gustan los espectáculos de travestis cuando dan caña
al público, incluido a mí mismo, o cuando cantan en directo. Si es
solo playback acaban por aburrirme. Afortunadamente, a Pilar le
estaba gustando y eso me satisfacía.
El
cuarto número me sacó del letargo. La canción era en español y la
coreografía digna de un sueño surrealista de Georgie Dann. La
travesti movía los labios como si hubiera hablado español toda su
vida. Lo hacía perfecto. Iba acompañada de dos bailarines que la
flanqueaban. El que había diseñado su ropa tenía una imagen de
España un poco alejada de la realidad. Vestían una mezcla de traje
de torero con chaleco castizo madrileño y ropa de mariachi mejicano.
Así, como si nada. La propia música era una mezcla entre Rafaela
Carra y flamenco. Estaba alucinando. La quinta canción también fue
en español. Creo que era Paulina Rubio, pero no lo podría asegurar.
Al ritmo de esas canciones me fui animando. La siguiente continuó en
el mismo idioma. Se notaba que en Tailandia lo latino gustaba. La
gente había empezado a bailar. El espectáculo había cogido fuerza
y el público se estaba divirtiendo. Para la séptima salió al
escenario la travesti gorda pero graciosa. Hasta ese momento todas
habían sido delgadas, elegantes y muy guapas. Esta era rellenita
pero se movía con brío. Además, como había elegido el “I will
survive” de Gloria Gaynor tenía el éxito asegurado. Salió del
escenario e hizo un recorrido entre las mesas. Los espectadores
aplaudían al ritmo de la música. Sin duda fue el momento álgido de
la noche, aunque la siguiente actuación tampoco estuvo mal. Fue casi
un ejercicio circense. La travesti protagonista, muy guapa y con
tipazo, llevaba puestos unos zapatos que debían de tener unos
treinta centímetros de tacón. No solo se movía con ellos por el
escenario como si nada sino que tuvo el arrojo de subirse a una mesa
y saltar de esa a otra diferente. Se jugó la crisma, pero no se
cayó.
Después
de esa actuación pedimos algo para beber. No recuerdo cuál fue el
precio de la consumición pero pagué con un billete mayor que la
cantidad que me pedían. En ese momento tuve la impresión de que a
la camarera, una travesti, se le había pasado por la cabeza quedarse
directamente con la vuelta como si fuera una propina. La cantidad era
pequeña y no me importaba dársela, pero no me hizo gracia que se
anticipara a mis intenciones. El gesto no me gustó. Cuando se fue me
quedó la duda de si me traería el cambio o no. Para ese entonces,
varias travestis habían comenzado a desfilar por las mesas posando
para fotos, pero siempre a cambio de propinas. Un par se pegaron a
nosotros. Aquello había empezado a dejar de divertirme. No me gusta
que me agobien, y ellas lo estaban haciendo.
Al
cabo de un rato vino la camarera con la vuelta. Había resistido la
tentación de quedársela. Aunque eso me relajó un poco no hizo que
me sintiera cómodo.
El
espectáculo continuaba. Cogieron a cinco hombres del público y los
llevaron al escenario para hacer bromas con ellos. Admito que los
elegidos lo hicieron bien y tenían su gracia, pero yo ya no era
capaz de meterme de nuevo en el ambiente. Me consolaba ver que Pilar
se estaba divirtiendo. De haber estado yo solo me habría marchado.
Creo que algo parecido le había ocurrido a más personas. Esa
mendicidad apabullante debía de haber hecho mella en más
espectadores, que sin duda también se habían sentido incómodos. La
gente ya no bailaba ni aplaudía tanto.
El
número final fue el del musical de Mamma Mia. Mientras que en la
obra original se llega a ese punto tras un clímax y todo el mundo se
levanta y se pone a bailar entusiasmado y agradecido, en aquel
espectáculo no hubo ni clímax ni entusiasmo. Los que habían salido
al escenario y sus acompañantes sí estaban más animados, pero el
resto del público ni fu ni fa. Era un tanto patético ver ese
intento de apoteosis no consumada.
Cuando
terminó la actuación, los travestis y bailarines se pusieron cerca
de la puerta haciendo un pasillo para que pudieras hacerte
fotografías con ellos, por supuesto pagando. Yo ya pasaba de ellos
pero Pilar quiso inmortalizarse con uno de los bailarines. Se puso
junto a él con el billete preparado. Cuando estaban posando se
acercó otro. Les hice la foto a los tres juntos. El último que
había llegado, y que se había colocado ahí sin que nadie se lo
pidiera, casi le arrancó el billete de la mano a mi amiga. Con su
presa a buen recaudo se largó. El primer bailarín esperaba su
parte. Pilar tuvo que sacar otro billete y dárselo. Para entonces yo
ya estaba asqueado. Enfilé hacia la puerta sin dejar que nadie se me
acercara.
Debo
decir que las cantidades que se daban de propina eran pequeñas y que
mi “mal rollo” fue más por las formas que por el fondo. Si
hubiera sabido de antemano que funcionaba de esa manera tal vez
habría llegado mentalizado y me habría divertido. No fue así.
Aunque había habido algunos números muy buenos, y pese a reconocer
que algunas lo hacían muy bien, el espectáculo me había dejado mal
sabor de boca.
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