lunes, 7 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 5 de noviembre de 2016 por la mañana.

A pesar de los grillos, la noche del día cuatro al cinco descansé bien. Los combates de muay thai me habían dejado sin adrenalina. Habían sido espectaculares. Supongo que habrá gente que opinará que son algo brutal, pero yo no pienso lo mismo. Me pareció un deporte duro pero muy noble, donde no hay ensañamiento ni odio, en el que se respeta al rival y se da gran valor al juego limpio.
   Para esa mañana teníamos decidido visitar el templo Phra That Doi Suthep. No está en la ciudad sino a unos veinte kilómetros de distancia. Los españoles que habíamos conocido en la excursión al Templo Blanco nos lo recomendaron. El templo es muy antiguo, del año mil trescientos y pico, y existen varias leyendas sobre su fundación. Una de las más populares es la del elefante blanco. Supuestamente, un monje soñó que había una reliquia de Buda (un hueso del hombro) en Pang Cha (una zona de la provincia de Chiang Mai). El monje viajó a esa zona y lo encontró. Según él, tenía poderes mágicos. El hueso podía desaparecer, replicarse, moverse, etc. Ante tan gran maravilla, el monje, de nombre Sumanathera, decidió mostrárselo a su rey. Cuando este último, Dhammaraja, lo vio debió de pensar eso de “a otro perro con ese hueso”, pues largó al monje de su presencia sin contemplaciones.
   La historia del hueso podía haber quedado ahí de no ser por otro rey, Nu Nanoe, que quiso que fuera llevado a su presencia. Así se salvó el hueso, que gracias a sus poderes se dividió en dos. Uno de los fragmentos se quedó en un templo de Suandok. Para buscar acomodo al otro se decidió emplear un elefante blanco. El hueso se introdujo en un relicario que se ató a la espalda del animal. El elefante estuvo vagando por la selva hasta que llegó al monte Doi Suthep. Una vez en la cima hizo sonar tres veces su trompa, dio tres vueltas y cayó muerto. En ese preciso lugar se erigió el templo Phra That.
   Los españoles nos habían dicho que fueron en taxi. Habían acordado con el conductor que los llevara hasta allí, les esperara una hora y luego los trajera de vuelta a la ciudad por 600 bats. Era un precio razonable. Yo dudaba de nuestra capacidad de regateo, pero tener una referencia ayudaba. Mientras buscábamos un coche me repetía mentalmente “pagar 600 bats”, “pagar 600 bats”, “pagar 600 bats”. Era un intento de asegurarme de que no iba a dejarme atrapar en un precio más alto. Íbamos caminando cuando un taxi se colocó a nuestra altura. “¿Cogemos este mismo?”, me preguntó Pilar. “Bien”, le respondí. Nos acercamos a la ventanilla del conductor. Yo seguía repitiendo mentalmente “600 bats”, “600 bats”, “600 bats”. Le dijimos lo que queríamos: viaje al templo, espera de una hora y retorno a la ciudad. Le preguntamos el precio. “600 bats”, nos dijo el taxista. Me había repetido mentalmente tantas veces esa cifra que dije “de acuerdo”, de inmediato. Un instante después, Pilar y yo nos miramos mutuamente pensando al unísono “¿hemos hecho el gilipollas?” Obviamente, la respuesta era sí.
   Nos montamos en el taxi. En Chiang Mai, esos vehículos son bastante pintorescos. Recuerdan a un camión de bomberos clásico, de esos de color rojo, pero con un tamaño algo menor. Te sientas en la parte de atrás, que no tiene asientos sino dos bancos corridos, uno a cada lado. No hay ventanillas. Vas sentado lateral a la marcha, no de frente.
   Empezamos el trayecto. No llevaríamos ni un kilómetro recorrido cuando el taxi se detuvo. Exclamé “¡sí que hemos llegado rápido!”, con amargura. En realidad, estaba diciendo “¿qué coño pasa ahora?” Pilar entendía mi enfado. Ya me temía alguna marrullería por parte del taxista. Con ese gremio he tenido toda una colección de experiencias amargas. El conductor apenas hablaba inglés. Nos entendimos por el lenguaje de los signos. Nos hacía un gesto de que nos bajáramos. Echamos pie a tierra. Luego nos invitó a seguirlo. Lo hicimos. Resultó que lo que quería era que nos sentáramos en la parte delantera. Era más cómoda y podíamos ver el paisaje de frente. Supongo que pensó que unos clientes que aceptaban el precio sin un amago de regateo se merecían un trato preferente.
   El viaje hasta el templo fue muy agradable. Por educación, quise entablar un poco de conversación con el conductor pero resultó imposible. Su inglés era muy, muy limitado. De todos modos, no hacía falta. Era un hombre tranquilo que conducía con calma por unas carreteras saturadas de coches y motos que se cruzaban por todos los lados. De vez en cuando nos hacía un gesto para que miráramos las cosas de interés con las que nos cruzábamos. Sonaba una música relajante. Parecía música clásica occidental que hubiera sido orientalizada. A Pilar le gustaba mucho.
   Nos llamó la atención el pequeño altar que había instalado el taxista en el salpicadero. Como esa parte del vehículo era bastante ancha había montado todo un templo en miniatura. Cuatro pequeños dragones formaban las cuatro esquinas de un cuadrado en cuyo centro había una figura de Buda. Esta estaba orientada hacia la carretera. Todo el cuadrado estaba lleno de ofrendas: cacahuetes, pétalos de flores, etc. La gente en Tailandia me pareció muy religiosa.
   El monte Doi Suthep ofrecía un paisaje interesante. La carretera por la que ascendíamos era empinada y con curvas. A ambos lados había bastante vegetación. Era una mañana calurosa, con el sol brillando en lo alto y los rayos cayendo en picado sobre el asfalto. Ascendíamos en buena armonía cuando, de pronto, nos topamos con un grupo de farangs que bajaban a pie. Nada más verlos el taxista soltó un “¡buf!” de sorpresa que pude traducir perfectamente. Había querido decir “¿pero que hacen estos pringados bajando a pie con este sol?” En fin, no hace falta saber idiomas para comunicar algunas cosas. Nos reímos y seguimos nuestro cómodo ascenso mientras veíamos a los farangs desaparecer del espejo retrovisor.

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