A
pesar de los grillos, la noche del día cuatro al cinco descansé
bien. Los combates de muay thai me habían dejado sin adrenalina.
Habían sido espectaculares. Supongo que habrá gente que opinará
que son algo brutal, pero yo no pienso lo mismo. Me pareció un
deporte duro pero muy noble, donde no hay ensañamiento ni odio, en
el que se respeta al rival y se da gran valor al juego limpio.
Para
esa mañana teníamos decidido visitar el templo Phra That Doi
Suthep. No está en la ciudad sino a unos veinte kilómetros de
distancia. Los españoles que habíamos conocido en la excursión al
Templo Blanco nos lo recomendaron. El templo es muy antiguo, del año
mil trescientos y pico, y existen varias leyendas sobre su fundación.
Una de las más populares es la del elefante blanco. Supuestamente,
un monje soñó que había una reliquia de Buda (un hueso del hombro)
en Pang Cha (una zona de la provincia de Chiang Mai). El monje viajó
a esa zona y lo encontró. Según él, tenía poderes mágicos. El
hueso podía desaparecer, replicarse, moverse, etc. Ante tan gran
maravilla, el monje, de nombre Sumanathera, decidió mostrárselo a
su rey. Cuando este último, Dhammaraja, lo vio debió de pensar eso
de “a otro perro con ese hueso”, pues largó al monje de su
presencia sin contemplaciones.
La
historia del hueso podía haber quedado ahí de no ser por otro rey,
Nu Nanoe, que quiso que fuera llevado a su presencia. Así se salvó
el hueso, que gracias a sus poderes se dividió en dos. Uno de los
fragmentos se quedó en un templo de Suandok. Para buscar acomodo al
otro se decidió emplear un elefante blanco. El hueso se introdujo en
un relicario que se ató a la espalda del animal. El elefante estuvo
vagando por la selva hasta que llegó al monte Doi Suthep. Una vez en
la cima hizo sonar tres veces su trompa, dio tres vueltas y cayó
muerto. En ese preciso lugar se erigió el templo Phra That.
Los
españoles nos habían dicho que fueron en taxi. Habían acordado con
el conductor que los llevara hasta allí, les esperara una hora y
luego los trajera de vuelta a la ciudad por 600 bats. Era un precio
razonable. Yo dudaba de nuestra capacidad de regateo, pero tener una
referencia ayudaba. Mientras buscábamos un coche me repetía
mentalmente “pagar 600 bats”, “pagar 600 bats”, “pagar 600
bats”. Era un intento de asegurarme de que no iba a dejarme atrapar
en un precio más alto. Íbamos caminando cuando un taxi se colocó a
nuestra altura. “¿Cogemos este mismo?”, me preguntó Pilar.
“Bien”, le respondí. Nos acercamos a la ventanilla del
conductor. Yo seguía repitiendo mentalmente “600 bats”, “600
bats”, “600 bats”. Le dijimos lo que queríamos: viaje al
templo, espera de una hora y retorno a la ciudad. Le preguntamos el
precio. “600 bats”, nos dijo el taxista. Me había repetido
mentalmente tantas veces esa cifra que dije “de acuerdo”, de
inmediato. Un instante después, Pilar y yo nos miramos mutuamente
pensando al unísono “¿hemos hecho el gilipollas?” Obviamente,
la respuesta era sí.
Nos
montamos en el taxi. En Chiang Mai, esos vehículos son bastante
pintorescos. Recuerdan a un camión de bomberos clásico, de esos de
color rojo, pero con un tamaño algo menor. Te sientas en la parte de
atrás, que no tiene asientos sino dos bancos corridos, uno a cada
lado. No hay ventanillas. Vas sentado lateral a la marcha, no de
frente.
Empezamos
el trayecto. No llevaríamos ni un kilómetro recorrido cuando el
taxi se detuvo. Exclamé “¡sí que hemos llegado rápido!”, con
amargura. En realidad, estaba diciendo “¿qué coño pasa ahora?”
Pilar entendía mi enfado. Ya me temía alguna marrullería por parte
del taxista. Con ese gremio he tenido toda una colección de
experiencias amargas. El conductor apenas hablaba inglés. Nos
entendimos por el lenguaje de los signos. Nos hacía un gesto de que
nos bajáramos. Echamos pie a tierra. Luego nos invitó a seguirlo.
Lo hicimos. Resultó que lo que quería era que nos sentáramos en la
parte delantera. Era más cómoda y podíamos ver el paisaje de
frente. Supongo que pensó que unos clientes que aceptaban el precio
sin un amago de regateo se merecían un trato preferente.
El
viaje hasta el templo fue muy agradable. Por educación, quise
entablar un poco de conversación con el conductor pero resultó
imposible. Su inglés era muy, muy limitado. De todos modos, no hacía
falta. Era un hombre tranquilo que conducía con calma por unas
carreteras saturadas de coches y motos que se cruzaban por todos los
lados. De vez en cuando nos hacía un gesto para que miráramos las
cosas de interés con las que nos cruzábamos. Sonaba una música
relajante. Parecía música clásica occidental que hubiera sido
orientalizada. A Pilar le gustaba mucho.
Nos
llamó la atención el pequeño altar que había instalado el taxista
en el salpicadero. Como esa parte del vehículo era bastante ancha
había montado todo un templo en miniatura. Cuatro pequeños dragones
formaban las cuatro esquinas de un cuadrado en cuyo centro había una
figura de Buda. Esta estaba orientada hacia la carretera. Todo el
cuadrado estaba lleno de ofrendas: cacahuetes, pétalos de flores,
etc. La gente en Tailandia me pareció muy religiosa.
El
monte Doi Suthep ofrecía un paisaje interesante. La carretera por la
que ascendíamos era empinada y con curvas. A ambos lados había
bastante vegetación. Era una mañana calurosa, con el sol brillando
en lo alto y los rayos cayendo en picado sobre el asfalto.
Ascendíamos en buena armonía cuando, de pronto, nos topamos con un
grupo de farangs que bajaban a pie. Nada más verlos el taxista soltó
un “¡buf!” de sorpresa que pude traducir perfectamente. Había
querido decir “¿pero que hacen estos pringados bajando a pie con
este sol?” En fin, no hace falta saber idiomas para comunicar
algunas cosas. Nos reímos y seguimos nuestro cómodo ascenso
mientras veíamos a los farangs desaparecer del espejo retrovisor.
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