Era
nuestra última tarde en Laos y no estábamos dispuestos a
desperdiciarla quedándonos en el hotel. Media hora después de
habernos despedido de Hai estábamos de nuevo en la calle. Pilar
tenía ganas de probar un masaje laosiano. En Luang Prabang había
bastantes lugares en los que podías recibir un masaje, aunque no
tantos como en Tailandia. Mi amiga había decidido ir a uno un tanto
singular. Se trataba de un centro de la Cruz Roja en el que el dinero
que se obtenía era destinado a ayudar a personas necesitadas. Le
parecía una buena causa. Yendo ahí mataba dos pájaros de un tiro.
El lugar tenía otra ventaja añadida: había sauna. Yo no estaba
interesado en los masajes pero podía esperarla relajándome entre
vapores. Nos dirigimos hacía allí. Cerca había un par de templos
que todavía no conocíamos. Aprovechamos para verlos. En uno de
ellos coincidimos con el trío de españoles que habíamos visto por
la mañana. He comentado en alguna entrada anterior que los templos
de Luang Prabang no son solo lugares de culto sino que los monjes
viven en ellos. Cuando visitas uno es como si te metieras en su casa.
En la inmensa mayoría no cobran entrada y puedes ir a la hora que
quieras. Realmente son lugares abiertos a todo el mundo. Lo único
que te piden es que seas respetuoso con sus costumbres. Una de esas
costumbres es llevar los hombros cubiertos. Pilar tenía un fular en
el bolso y cada vez que íbamos a entrar en un templo se tapaba con
él. Cuando nos cruzamos con el trío de españoles vimos que la
mujer iba en pantalón corto y con una camiseta de tirantes. Se
paseaba por ahí con la arrogancia propia del ignorante que porque
procede de un país algo más rico que el que visita se cree que lo
sabe todo y que tiene derecho a todo. Fue verla y sentir asco.
“Espero que no vayan al centro de masajes”, comentó Pilar.
Cuando
llegamos al local de la Cruz Roja no estaban los españoles. Tampoco
había otros turistas. Éramos los únicos farang. Subimos unas
escaleras y llegamos a la recepción, que no era sino una mesa. La
mesa estaba en una sala grande donde había lo que parecían ser unas
cabinas de masajes y unos vestuarios individuales. Varias mujeres
pululaban por la sala. Detrás de la mesa había una joven que nos
mostró, sin que hubiéramos cruzado una palabra, un cartel en el que
estaba el menú de masajes. Pilar eligió el masaje tradicional
laosiano y yo la entrada a la sauna. No recuerdo los precios exactos
pero nos parecieron baratos. La joven de detrás de la mesa hizo un
gesto a Pilar para que siguiera a una mujer. Se quedaron en esa misma
sala. A mí se me acercó una anciana, me dio una pantaloneta y una
toalla y me acompañó hasta una sala contigua. Luego señaló hacia
donde estaban los vestuarios. Eran tres cabinas individuales. Apenas
me había dado tiempo a echar un vistazo a la nueva sala pero me
había parecido simétrica a la de la recepción. Me metí en uno de
los vestuarios y me desnudé. Le eché un vistazo a la pantaloneta.
Posiblemente había sido azul marino, pero en ese momento era azul
desteñido. Pensé que podría contar cientos de historias, pero
preferí no imaginarme ninguna. Me la puse y confié en que Buda
protegiera la salud de mis genitales. Salí al exterior. La sala era
rectangular. Los vestuarios ocupaban el lado corto derecho. En el
lado largo frontal estaban las saunas, una para hombres y otra para
mujeres. En el lado largo trasero estaba la puerta que comunicaba con
la sala de la recepción, a la derecho, y dos bancos de madera, a la
izquierda. En ellos estaban sentadas varias mujeres. Los hombres se
habían colocado en la parte derecha del lado frontal. Por lo tanto,
ambos sexos estaban separados la máxima distancia que permitía el
lugar. Desde la zona de los hombres se accedía a la calle bajando
unas escaleras. En el lado izquierdo había un par de cuartos de
baño. Eso era todo. En mi primera excursión no había logrado
encontrar las duchas, a pesar de lo pequeño que era el sitio. Decidí
preguntar. Una chica joven, bastante atractiva, se dirigía hacia el
vestuario. La abordé. Le pregunté en inglés dónde estaban las
duchas. Se tapó la boca y se rio. Luego habló en laosiano a las
mujeres que estaban en los bancos. Aunque desconozco el idioma
entendí perfectamente que les decía: “ya sabía yo que este
farang me iba a preguntar a mí. Siempre me pasa lo mismo”. Las
otras se rieron. Entonces hice un gesto con la mano sobre mi cabeza
como si fuera agua cayendo. Me entendió. Estaba roja de vergüenza
pero soltó una risita. Señaló hacia los baños. Había estado
antes en ellos pero no había visto ninguna ducha. De todos modos,
seguí su indicación. Esta vez me di cuenta de que el baño no era
solo una taza de váter. Tenía también una ducha. Me pareció algo
poco práctico, y tal vez no muy higiénico. El agua de la ducha caía
sobre la misma taza en la que tenías que sentarte para hacer aguas
mayores y menores. En definitiva, demasiada agua para mi gusto. De
todos modos, necesitaba ducharme. Cogí un jaboncillo que había en
el lavabo y me limpié lo mejor que pude intentando no inundar el
lugar. Cuando salí del vaterducha vi que las mujeres me observaban.
Eran unas cinco y las había de varias edades. Me dirigí a la puerta
de la sauna de hombres. La abrí. Fugazmente, antes de que una ola de
calor abrasadora casi me calcinara, vi un traje de baño de rayas
azules y blancas del que salían unas piernas. Al sentir que la
puerta se abría el dueño de las piernas, que estaban extendidas,
las replegó. No pude ver nada más porque cerré la puerta de
inmediato. Si aquello hubiera sido una película de dibujos animados
el plano que se hubiera mostrado en ese momento sería a mí con toda
la mitad anterior del cuerpo de color negro. En plan poético podría
decir que aquello había sido como si el mismísimo diablo me hubiera
eructado encima después de haberse comido tres kilos de chili. Mi
primer intento de entrar en la sauna había fracasado. Oí al grupo
de mujeres reírse, pero muy discretamente. Me fui a la zona de los
hombres.
Antes
de tratar de abordar la sauna de nuevo necesitaba refrescarme un
poco. En la zona en la que estaban sentados los hombres había una
tetera grande y un recipiente con agua. Hubiera bebido de esta última
pero me daba miedo que me provocara diarrea. En esa esquina la sala
no estaba cerrada sino que había unas escaleras desde las que se
bajaba a la calle. A esa hora la temperatura en Luang Prabang era
agradable y vestido solo con mi pantaloneta legendaria me encontraba
a gusto. Esperé a que el tipo del traje de baño de rayas saliera
para entrar a la sauna. Esta vez ya sabía lo que iba a encontrarme
así que afronté el reto con más garantías. Abrí la puerta y no
retrocedí ante la primera oleada de calor infernal. Me metí dentro
y cerré. Nunca he estado dentro de un horno crematorio, y espero no
estarlo en mucho tiempo, pero supuse que debía de ser algo parecido
a aquella sauna. El espacio era muy pequeño. Tendría cuatro metros
cuadrados. Había tres bancos, uno a cada lado de la puerta y otro en
el extremo más alejado. En el centro del suelo, tapado con un paño,
estaba el lugar desde el que salía el calor. Como mucho cabían
cinco personas muy apretadas. Creo que no aguanté allí dentro ni
dos minutos. Aquel lugar era incompatible con la vida.
En
la zona de los hombres había un televisor de pantalla plana
encendido. Echaban un informativo en laosiano. Un par de tipos le
prestaban atención. Lo miré unos segundos pero aquello no era lo
mío. Preferí sentarme en un banco próximo a las escaleras que
comunicaban con la calle y dejar pasar el tiempo sin hacer nada. A
los pocos minutos ya estaba aburrido así que decidí entrar de nuevo
en la sauna. Esta vez había dos hombres dentro. Uno ocupaba el banco
del fondo y otro el de la izquierda. Yo me senté en el de la
derecha. Aquellos tíos resistían el calor como si nada. Al cabo de
un rato alguien llamó a la puerta, esperó unos segundos y entró.
Las dos veces que yo me había metido lo había hecho sin llamar. Me
di cuenta de que no era la costumbre. Por eso había sobresaltado al
tipo del traje de baño de rayas. El que se llamara me pareció de
buena educación. Más tarde pensé que quizá no solo era una
cuestión de educación.
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