martes, 8 de noviembre de 2016

Viaje a Laos y Tailandia. Día 1 de noviembre de 2016 por la tarde (parte 3).

Aproveché que entraba una persona a la sauna para salir. De ese modo parecía que me iba para dejar sitio en vez de porque no podía soportar ese horno. Mientras volvía a la zona de los hombres comprobé que ya no era el único farang. Había llegado otro occidental, posiblemente un americano. Me senté en el banco próximo a las escaleras y, puesto que no tenía otra forma de ocupar la mente, me dediqué a observar al personal. Estábamos en ese momento ocho hombres. La mayoría superábamos los cincuenta años. Solo había dos más jóvenes: un tipo de complexión fuerte, rozando la obesidad, de unos cuarenta años y un veinteañero que tenía cuerpo de atleta. El atleta debía de ser un habitual de la sauna porque no llevaba una pantaloneta azul marino sino un pantalón de deporte de una marca comercial muy conocida. Se había pasado la mayor parte del tiempo viendo la televisión pero en ese momento estaba practicando deporte. Seguro que los vigoréxicos que frecuentan los gimnasios denominan a lo que estaba haciendo con alguna palabra en inglés. Como yo desconozco por completo esa terminología usaré el vocablo que aprendí cuando era alumno de la EGB y la Educación Física era una asignatura obligatoria, que por cierto odiaba. Estaba haciendo abdominales.

   Mientras observaba con envidia como la tripa del atleta adoptaba la forma de una tabla de fregar vi que se acercaba el americano. Mi banco estaba junto a un fregadero. En él, cada cierto tiempo, una empleada lavaba la vasija del té. El sitio también era aprovechado por algunos hombres para refrescarse la cabeza. Es lo que vino a hacer el americano. Cuando acabó se retiró con un movimiento tan torpe que tiró al suelo un bote de lavavajillas. No se molestó en recogerlo. En vez de eso se dirigió hacia la mesa donde estaban las teteras. Me agaché y volví a poner el lavavajillas en su sitio. Aquel americano tenía pinta de dejado. También de torpe. Esto último no solo era una pinta sino una realidad. Justo se había preparado una taza de té cuando no sé de qué modo se le cayó al suelo. La porcelana se hizo añicos y pequeños fragmentos cortantes se esparcieron sobre el piso. Todos íbamos descalzos. El americano se quedó mirando los trozos como pasmado. Era un fiemo. Esta palabra aplicada a personas creo que solo se usa en Pamplona pero define tan bien al tipo aquel que no se me ocurre otra más apropiada.

   El atleta terminó su tanda de abdominales y se levantó. Se dirigió hacia la sauna. Casi todo el mundo estaba pendiente del suelo y de la empleada que barría los trozos de porcelana, excepto el fuertote de unos cuarenta años. Me di cuenta de que seguía con la mirada al atleta. Es más, no llevaría este ni diez segundos en la sauna cuando el fuertote se levantó y fue tras él. Estuvieron dentro bastante rato. No se cuánto exactamente, pero desde luego mucho más del que yo hubiera sido capaz de resistir. El atleta salió primero y unos pocos segundos más tarde lo hizo el fuertote. No fueron al mismo sitio. El atleta se sentó en un banco frente al mío y comenzó a hacer ejercicios de estiramiento. El fuertote se quedó en la mesa de la tetera y entabló conversación con otro parroquiano. Supuse que no había ocurrido nada entre ellos dentro de la sauna. El sitio era pequeño y “vulnerable” y la mayor parte del tiempo no habían estado solos. Varios hombres habían entrado y salido, incluido el fiemo.

   Diez o quince minutos más tarde el atleta volvió a levantarse y se dirigió hacia la sauna. Inmediatamente le siguió el fuertote. Cuando uno comienza a descender sin frenos por la cuesta del deseo no se detiene hasta que se estrella. Es lo que iba a ocurrirle al fuertote. Para mí era obvio que el atleta no tenía ningún interés en él. De hecho, creo que le interesaba mucho más su cuerpo que el de los demás, incluido el de las mujeres que andaban por ahí, algunas de las cuales eran bastante atractivas. Sentí cierta compasión por el fuertote, o quizá era solidaridad: en demasiadas ocasiones me ha enloquecido un deseo irrealizable. Al igual que había ocurrido antes, el atleta salió primero de la sauna y unos pocos segundos después el fuertote. A esas alturas yo ya me estaba agobiando. Comenzaba a anochecer y había visto algunos mosquitos merodeando. Mi sangre los vuelve locos. Si Pilar no salía pronto acabaría plagado de habones.

   El atleta había estado haciendo una tercera tanda de ejercicios. De esos desconocía el nombre en inglés y en español. Si los había hecho en mi EGB, los había olvidado. En cuanto los terminó se dirigió de nuevo a la sauna. El fuertote se levantó nada más verlo y lo siguió. El fuertote llevaba una pantaloneta como la mía. Supuse que la suya sería una visita esporádica. O quizá no. Llevaba alianza así que otra posibilidad era que no utilizase una prenda propia para no levantar sospechas en casa. Estuvieron dentro poco rato. Una vez más, la historia se repetía: el atleta salía primero y el fuertote lo seguía. Pero esta vez hubo una variación. El atleta ya no iba a hacer más deporte. Cogió las cosas de su taquilla y se dirigió hacia el vestuario. Yo me levanté y entré en la otra sala. Varias veces me había asomado en busca de Pilar pero no fue hasta ese momento cuando por fin la vi. Su masaje había terminado. Sentí bastante alivio. Ya me habían picado un par de mosquitos y tenía a varios más merodeando. Mientras recogía mis cosas de la taquilla vi como el atleta se iba de allí. El fuertote lo siguió con la mirada. Cuando desapareció de su campo visual se levantó y se dirigió hacia la sauna. Supuse que iría al horno crematorio a convertir en cenizas su deseo muerto.

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