Aproveché
que entraba una persona a la sauna para salir. De ese modo parecía
que me iba para dejar sitio en vez de porque no podía soportar ese
horno. Mientras volvía a la zona de los hombres comprobé que ya no
era el único farang. Había llegado otro occidental, posiblemente un
americano. Me senté en el banco próximo a las escaleras y, puesto
que no tenía otra forma de ocupar la mente, me dediqué a observar
al personal. Estábamos en ese momento ocho hombres. La mayoría
superábamos los cincuenta años. Solo había dos más jóvenes: un
tipo de complexión fuerte, rozando la obesidad, de unos cuarenta
años y un veinteañero que tenía cuerpo de atleta. El atleta debía
de ser un habitual de la sauna porque no llevaba una pantaloneta azul
marino sino un pantalón de deporte de una marca comercial muy
conocida. Se había pasado la mayor parte del tiempo viendo la
televisión pero en ese momento estaba practicando deporte. Seguro
que los vigoréxicos que frecuentan los gimnasios denominan a lo que
estaba haciendo con alguna palabra en inglés. Como yo desconozco por
completo esa terminología usaré el vocablo que aprendí cuando era
alumno de la EGB y la Educación Física era una asignatura
obligatoria, que por cierto odiaba. Estaba haciendo abdominales.
Mientras
observaba con envidia como la tripa del atleta adoptaba la forma de
una tabla de fregar vi que se acercaba el americano. Mi banco estaba
junto a un fregadero. En él, cada cierto tiempo, una empleada lavaba
la vasija del té. El sitio también era aprovechado por algunos
hombres para refrescarse la cabeza. Es lo que vino a hacer el
americano. Cuando acabó se retiró con un movimiento tan torpe que
tiró al suelo un bote de lavavajillas. No se molestó en recogerlo.
En vez de eso se dirigió hacia la mesa donde estaban las teteras. Me
agaché y volví a poner el lavavajillas en su sitio. Aquel americano
tenía pinta de dejado. También de torpe. Esto último no solo era
una pinta sino una realidad. Justo se había preparado una taza de té
cuando no sé de qué modo se le cayó al suelo. La porcelana se hizo
añicos y pequeños fragmentos cortantes se esparcieron sobre el
piso. Todos íbamos descalzos. El americano se quedó mirando los
trozos como pasmado. Era un fiemo. Esta palabra aplicada a personas
creo que solo se usa en Pamplona pero define tan bien al tipo aquel
que no se me ocurre otra más apropiada.
El
atleta terminó su tanda de abdominales y se levantó. Se dirigió
hacia la sauna. Casi todo el mundo estaba pendiente del suelo y de la
empleada que barría los trozos de porcelana, excepto el fuertote de
unos cuarenta años. Me di cuenta de que seguía con la mirada al
atleta. Es más, no llevaría este ni diez segundos en la sauna
cuando el fuertote se levantó y fue tras él. Estuvieron dentro
bastante rato. No se cuánto exactamente, pero desde luego mucho más
del que yo hubiera sido capaz de resistir. El atleta salió primero y
unos pocos segundos más tarde lo hizo el fuertote. No fueron al
mismo sitio. El atleta se sentó en un banco frente al mío y comenzó
a hacer ejercicios de estiramiento. El fuertote se quedó en la mesa
de la tetera y entabló conversación con otro parroquiano. Supuse
que no había ocurrido nada entre ellos dentro de la sauna. El sitio
era pequeño y “vulnerable” y la mayor parte del tiempo no habían
estado solos. Varios hombres habían entrado y salido, incluido el
fiemo.
Diez
o quince minutos más tarde el atleta volvió a levantarse y se
dirigió hacia la sauna. Inmediatamente le siguió el fuertote.
Cuando uno comienza a descender sin frenos por la cuesta del deseo no
se detiene hasta que se estrella. Es lo que iba a ocurrirle al
fuertote. Para mí era obvio que el atleta no tenía ningún interés
en él. De hecho, creo que le interesaba mucho más su cuerpo que el
de los demás, incluido el de las mujeres que andaban por ahí,
algunas de las cuales eran bastante atractivas. Sentí cierta
compasión por el fuertote, o quizá era solidaridad: en demasiadas
ocasiones me ha enloquecido un deseo irrealizable. Al igual que había
ocurrido antes, el atleta salió primero de la sauna y unos pocos
segundos después el fuertote. A esas alturas yo ya me estaba
agobiando. Comenzaba a anochecer y había visto algunos mosquitos
merodeando. Mi sangre los vuelve locos. Si Pilar no salía pronto
acabaría plagado de habones.
El
atleta había estado haciendo una tercera tanda de ejercicios. De
esos desconocía el nombre en inglés y en español. Si los había
hecho en mi EGB, los había olvidado. En cuanto los terminó se
dirigió de nuevo a la sauna. El fuertote se levantó nada más verlo
y lo siguió. El fuertote llevaba una pantaloneta como la mía.
Supuse que la suya sería una visita esporádica. O quizá no.
Llevaba alianza así que otra posibilidad era que no utilizase una
prenda propia para no levantar sospechas en casa. Estuvieron dentro
poco rato. Una vez más, la historia se repetía: el atleta salía
primero y el fuertote lo seguía. Pero esta vez hubo una variación.
El atleta ya no iba a hacer más deporte. Cogió las cosas de su
taquilla y se dirigió hacia el vestuario. Yo me levanté y entré en
la otra sala. Varias veces me había asomado en busca de Pilar pero
no fue hasta ese momento cuando por fin la vi. Su masaje había
terminado. Sentí bastante alivio. Ya me habían picado un par de
mosquitos y tenía a varios más merodeando. Mientras recogía mis
cosas de la taquilla vi como el atleta se iba de allí. El fuertote
lo siguió con la mirada. Cuando desapareció de su campo visual se
levantó y se dirigió hacia la sauna. Supuse que iría al horno
crematorio a convertir en cenizas su deseo muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario