A veces siento la necesidad de escribir. A pesar de mi inconstancia he conseguido terminar dos novelas, una obra de teatro, varios sonetos y algunas cosas más. Si quieres enviarme un comentario sobre algo de lo que hayas leído en mi blog puedes hacerlo a esta dirección de correo electrónico: andres.garralda@gmx.es
El soneto de este mes refleja una
situación tan triste como frecuente. A uno de los miembros de la
pareja (en el caso del poema a la mujer) le diagnostican una
enfermedad mortal. A partir de entonces saben que están pasando sus
últimos momentos juntos. Ella quiere que él continúe con su vida
tras su muerte. Lo anima a que se divierta, a que sea feliz y a que
la olvide. Ese es su testamento, testamento que a él le resulta más
doloroso que liberador.
Enlace a la versión audiovisual recitada por Luis Fernández Reyes:
El interés en escribir este soneto me lo generó una imagen que vi en un informativo. No
recuerdo muy bien la noticia. Lo que me llamó la atención fue que
sacaban de un edificio un cadáver envuelto en una lona. Podríamos
decir que, en ese momento, ese muerto era un objeto. Sin embargo, en
el pasado habría sido una persona con sus alegrías, amores,
maldades, disgustos y toda la sarta de vivencias y aprendizajes que
nos convierten en humanos. Esa fue la premisa inicial. La idea me
parecía buena. La ejecución no lo fue tanto y el resultado final
todavía lo es menos. No logré plasmar lo que tenía en mente.
Cuando estaba
preparando la versión audiovisual leí otra noticia que, una vez
más, influyó en lo que estaba haciendo. En ella se hablaba sobre la
cantidad de personas que fallecían solas. De muchas de ellas nadie se
percataba de su muerte hasta pasado más de un año. En el vídeo
intento plasmar una situación similar. Recita Luis Fernández Reyes.
Ya he comentado en alguna entrada anterior que soy de los que opina que cada pareja es un mundo. En algunas, los dos componentes se pasan la vida pegados el uno al otro: duermen, comen y hasta trabajan juntos. Otras prefieren darse más espacio y dosifican las horas que comparten. Las hay que viven en casas diferentes y se juntan solo de vez en cuando. Todo vale si el amor triunfa. También varía mucho la forma en que se comunican entre ellos. En algunas se lo cuentan todo mientras que en otras prefieren mantener áreas privadas. Algunas hablan sin parar; otras se comunican muy poco. Y todo esto está muy bien si funciona. El problema de la pareja protagonista del soneto “Silencio” es que ya no funciona. Aquí la comunicación se ha perdido porque también se ha perdido el amor. Les falta el valor para separarse. Ya no se quieren; solo se toleran. Para mejorar esa tolerancia, callan. En parte porque no tienen nada que decirse y, en parte, porque si se dicen algo, tal vez hagan estallar en pedazos su mundo de calma tensa.
Muchas personas opinan que el lugar más triste que existe es el cementerio. No pienso lo mismo. Es cierto que cuando entierras a un ser querido te invade una pena terrible. Sin embargo, pasado ese momento, el camposanto se convierte en un lugar de encuentro. Visitas la tumba y estableces, de manera no física, contacto con ese ser al que le tuviste un aprecio especial. Los cementerios son sitios en los que impera el silencio y la calma. Puedes pasear sin que una horda de bicicletas y monopatines intenten atropellarte. No hay desquiciados gritando ni música estridente sonando a todo volumen. En definitiva, me gustan los camposantos.
Para mí, los lugares más tristes son los hospitales. Temo mucho más a la enfermedad que a la muerte. Los centros sanitarios son almacenes de dolor y miseria. En ningún otro sitio, ni siquiera en la cárcel, se acumula tanto sufrimiento. Padece el paciente y padecen los que le quieren. La angustia lo invade todo. Es tan invasiva como los propios olores del hospital: la lejía, los desinfectantes… Para empeorar las cosas, en la región en la que yo vivo, los enfermos comparten habitación. Eso me parece un horror. Se da mucha importancia a la confidencialidad y se legisla una barbaridad para que los sanitarios sean discretos, pero luego ponen a dos pacientes en la misma habitación. Tu vecino acaba enterándose de todos tus males. También de la forma de tus nalgas, ya que te visten con un camisón abierto por detrás que no tapa el culo. Por si no fuera suficiente penoso estar enfermo, te obligan a compartir miserias con desconocidos. Olvídate del derecho a la intimidad. Mucho presumir nuestros gobernantes de las maravillas de la sanidad pública y pasan por alto algo tan fundamental como la necesidad de estar solo, o acompañado solo por personas de confianza, cuando no te encuentras bien. Compartir habitación no solo supone una indiscreción, también acarrea otras consecuencias negativas para el enfermo. Una de ellas la pérdida de tranquilidad. Tu vecino puede querer ver la televisión cuando a ti lo único que te apetece es estar en silencio. Tienes que aguantar a otra persona y a las personas que lo visitan. Por otro lado, para que tú no molestes, te limitan el número de visitantes. ¿Qué pasa si tienes varios hijos y quieres tener una charla con todos ellos antes de una cirugía de riesgo? No te lo permiten. También, para que no des guerra, junto con la cena te dan una pastilla para dormir. Ni siquiera te informan de ello. Esperan que te la tragues y calles. Podría seguir con bastantes cosas más, pero daría una imagen distorsionada de los hospitales. Al final, cumplen una función necesaria. Si encima te curas, entonces ya no parecen tan malos. Te olvidas de las cosas negativas y valoras lo bueno. Nada es más importante que la salud.
Existe una versión audiovisual recitada por Luis Fernández Reyes.
Garralela es una palabra que inventó mi madre. Es la fusión de otras dos: garrapata y lela. ¿Qué es una garralela? Eso es lo que he intentado explicar en el soneto. Espero que haya quedado claro, tan claro como que debes evitar a las garralelas.
Existe una versión audiovisual recitada por Luis Fernández Reyes.
Este soneto es la consecuencia de dos acontecimientos que me
ocurrieron en una misma semana. Comenzaré citando el más posterior,
ya que fue, por decirlo de alguna manera, la chispa que hizo estallar
la pólvora que había acumulado previamente. Esa chispa fue un
recital de Samuel Mariño. Aunque no venga al caso, debo decir que
fue un concierto fantástico. Recomiendo, a aquel que pueda, no
perdérselo en directo. Ese intérprete es un prodigio de la
naturaleza. Impresionante.
El bueno de Samuel
me sorprendió al cantar Lascia la spina, una
pieza que conocía y no conocía. Conocía la música, pero
desconocía esa letra. Seguro que a algunos lectores les sonará mucho
más Lascia ch’io pianga. Ambas
fueron creadas por Händel. Podríamos decir que se plagió a sí
mismo. Primero compuso Lascia la spina
y, unos años después, recicló la partitura y la introdujo en su
opera Rinaldo, pero en esa ocasión con una letra diferente.
La
letra de Lascia la spina reza
así: Lascia la spina; cogli la rosa; tu vai cercando; il tuo dolor.
Puede traducirse por: Deja la espina, coge la rosa, vas buscando tu
propio dolor.
Es
decir, el protagonista se recrea en hacerse daño, o al menos así lo
interpreté yo.
El
segundo acontecimiento que me ocurrió esa semana fue más personal. Metí la pata. Se me ocurrió dar un consejo a una persona a la que conocía poco. No era un mal consejo. Esa persona padecía (supongo que lo sigue padeciendo) un problema en la piel. Sin que me lo pidiera, le ofrecí una posible solución médica. Lo que recibí a cambio no fue un agradecimiento, sino un gran rapapolvo. Prácticamente me dijo que me metiera en mis asuntos. Tenía razón. Había cometido un error, el de asomar mis narices allá donde no eran bien recibidas. Lo peor de todo es que yo soy de los que huyo de los que quieren salvarme. Mea culpa. Lección aprendida.
Existe una versión audiovisual recitada por Luis Fernández Reyes.
Por no creer, no me creo ni mi propio soneto. Lo cierto, y esto es
verdad de la buena, aunque el lector es libre de no fiarse de mí y
de dar mis palabras por falsas, es que me creo muchas cosas. Por
ejemplo, me trago algunas noticias, algunas aportaciones de la
ciencia, ciertas propuestas religiosas, a algunos políticos y muchas cosas más. El problema lo tengo con las generalizaciones. No creo que haya alguien o algo
siempre sincero y alguien o algo que siempre mienta. Sé que mucha
gente no comparte esta opinión. Hay quien se cree todo lo que diga
un individuo o un estamento si tiene confianza en él. Por
ejemplo, dan por bueno todo lo que dice su periódico, su canal de
televisión favorito, su partido político… Incluso puede ser
suficiente el género del que dice algo para que se lo crean a pies
puntillas. No es mi caso. Pienso que, la inmensa mayoría, unas veces
mentimos y otras decimos la verdad. Lo que cambia es la frecuencia y
la intención con la que se miente. Para mí, maldad y mentira no van
de la mano. Uno puede mentir con buenas intenciones. Por el
contrario, se puede decir la verdad para hacer daño. Prefiero una mentira piadosa a una verdad cruel.
Después de leer el
párrafo anterior te preguntarás por qué he escrito este soneto. La
respuesta es que hay demasiada mentira interesada rodeándonos.
La prensa en España es bastante penosa. No es ni independiente ni de
investigación. La mayoría de los periódicos son meros panfletos.
Algunos vestidos con traje y corbata, pero panfletos en esencia. De
Internet mejor ni hablar. Las falsedades, ya sean por ignorancia, intento de manipulación o por reírse de la gente, lo impregnan todo. La política
es un estercolero. Las instituciones científicas tampoco se salvan.
Los malabares estadísticos imperan en las revistas médicas haciendo
que fármacos poco o nada eficaces parezcan el bálsamo de Fierabrás.
En fin, por todos los lados te la intentan colar, y muchas veces lo
consiguen. A pesar de eso, pienso que hay que conservar cierta
esperanza e ingenuidad... y creer. No quiero convertirme en un
escéptico radical. Quiero dudar, pero de forma limitada.
Casi todos los sonetos que escribo, sin pretenderlo, son tristes, oscuros o deprimentes. En esta ocasión el protagonista parte de una circunstancia dolorosa, la pérdida de un ser querido. Está dispuesto a superarlo cueste lo que cueste. Si tuviera que describir este poema con una palabra, diría esperanza.
Este soneto es solo un conjunto de reflexiones sobre la vida. Ya intenté algo parecido en "La mala profesora". Ese poema no tuvo una buena aceptación. Tampoco el vídeo, al que le dediqué bastantes horas que no obtuvieron recompensa. "La vida, sin más", tanto en la versión escrita como en la audiovisual, recitada por Luis Fernández, es un intento de darle un nuevo enfoque.